Es lógico que preocupe al gobierno la flexibilización laboral aprobada en Brasil, ya que amenaza nuestra competitividad en el segundo mercado mayor para las exportaciones uruguayas. Pero la preocupación no justifica intervenir en asuntos internos de otro Estado. No solo es objetable bajo el derecho internacional, sino que le cuesta al país una nueva confrontación gratuita con un vecino con el que es imperativo llevarnos bien. La administración Vázquez anunció que convocará a una reunión del Mercosur sobre el tema, aduciendo que la reforma laboral brasileña contradice acuerdos del bloque regional. El argumento uruguayo dista de ser claro e irrefutable. Pero aunque lo fuera, supone otro traspié sin futuro ni ventajas de nuestra diplomacia, tantas veces equivocada bajo presiones internas en el Frente Amplio, como quedó evidenciado en las idas y venidas en torno a la dictadura venezolana.
En el caso brasileño se ha actuado sin poner equilibradamente en los platillos de la balanza las consecuencias de la protesta uruguaya. Es indiscutible que las nuevas normas laborales vigentes en Brasil abaratarán sus costos de producción, dificultando exportaciones uruguayas a ese mercado porque competirán con productos locales de menor precio. La situación es producto de las políticas de desregulación introducidas por el gobierno del presidente Michel Temer para incentivar la inversión y la actividad en el sector privado y generar más empleos. Esta última meta se busca restringiendo ventajas de sindicatos y trabajadores existentes bajo el anterior sistema rígido, parecido al uruguayo, que desalentaba la contratación privada de personal.
La ruta tomada por el gobierno brasileño es una forma idónea e inobjetable de sacar a Brasil de dos años de recesión y encauzar su recuperación económica, en la cual Uruguay no debe ni le conviene entrometerse. No debe hacerlo porque Brasil, como cualquier otro país, tiene pleno derecho a organizar internamente su economía en la forma que considere más conveniente. Y no le conviene intervenir por dos razones prácticas. Una es que renueva rispideces, como ya sucedió por razones ideológicas en torno a la destitución de Dilma Rousseff y a la situación venezolana. La otra es que resulta ingenuo pensar que una nación poderosa como Brasil cambie su rumbo económico por una protesta uruguaya de dudoso fundamento.
El problema de Uruguay no es lo que haga Brasil o cualquier otro mercado sino la rigidez laboral que embreta a la estructura productiva, con el resultado de un agudo encarecimiento de sus precios finales que complica competir con otras naciones, además de conducir al cierre de empresas. Si se quiere multiplicar producción y exportaciones, lo que a su vez genera puestos de trabajo, el ideal de las mejores condiciones posibles de empleo, en salario y beneficios conexos, tiene forzosamente que acompasarse con la necesidad de ponernos en pie de igualdad para competir con otras naciones. Este curso ha sido persistentemente ignorado por los gobiernos del Frente Amplio al cerrarse en una concepción económica que va en sentido contrario. Mientras el gobierno no lo entienda, los reclamos a Brasil serán desoídos, interfieren con derechos ajenos y nos distanciarán aun más del mundo real y de un vecino del que no podemos prescindir. Y no nos ayudan en nada para cuando se introduzca más la inteligencia artificial. En lugar de quejarnos, debemos hacer los deberes para el futuro próximo, sea Brasil, sea China o sea inteligencia artificial.
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