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Respetar la inteligencia

En el gobierno gana el que escucha, el que logra que aquellos a los que se dirige se sientan escuchados porque no hay rédito mayor que respetar la inteligencia
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15 de diciembre de 2016 a las 05:00

Por Juan José García

Aunque algunos sistemas totalitarios hayan protegido a los intelectuales que apoyaban sus políticas, como es el caso de Heidegger en la Alemania nazi o de los escritores latinoamericanos que avalaron las dictaduras de corte populistas, generalmente el intelectual es alguien que irrita al poder cuando es ejercido de forma abusiva: gobernantes que suprimen o recortan la libertad de prensa, hacen la guerra a los libros y hasta los prohíben porque no les interesa ni les conviene que la gente piense.

Un comportamiento similar suele darse en algunas organizaciones con quienes manifiestan sus ideas: personas que no se conforman con lo que "se dice", que tienen su propio criterio aun sin ser trabajadores del conocimiento, y ante la opinión dominante se plantean qué es lo justo cuando hay un conflicto de intereses.

Por el contrario, cuando los que dirigen son conscientes de que desempeñan un rol que en definitiva es servir agradecen que se le señalen los puntos ciegos, los riesgos que implican algunas decisiones, las posibles consecuencias no deseadas. Parecería que comprenden que quienes piensan con independencia de criterio ejercen un cierto mentoring a nivel colectivo.

Cuando el pensamiento molesta

Pero no es raro que las personas que piensan por su cuenta molesten a los que mandan, les generen un malestar no disimulado y acaben marginadas. Probablemente esas personas "molestas" se hicieron cargo en su momento del riesgo que corrían, pero siguieron pensando por lealtad a su propia conciencia, y manifestaron su discrepancia. Y en esto, quizá, hayan sido en parte responsables de su marginación por no haber comunicado sus ideas del modo adecuado solo a quienes correspondía. Aunque también habría que evaluar la cuota de responsabilidad que pudieron haber tenido los que dirigían por no comunicar en qué ámbitos correspondía opinar según el cargo que se tuviera, y los procedimientos para hacerlo.

Esa capacidad de pensar que cristaliza en juicios que exigen discernimientos fatigosos, reclama en quienes dirigen la responsabilidad de hacerse cargo de las consecuencias de sus decisiones, sobre todo cuando afectan a personas, y aunque no fuera más que ante su propia conciencia. Una exigencia que irrita a quien no esté dispuesto a una autocrítica honesta y pretenda la aprobación de todos.

Pero además de preguntarse qué es lo justo cuando surgen conflictos de intereses, los que no se conforman con las situaciones dadas también enjuician cómo se ejerce el poder. Porque en el caso de que el directivo de turno lo ambicione solo para ser más poderoso, multiplica las estrategias para acrecentarlo, incluso con demostraciones ostentosas –móvil frecuente de las medidas arbitrarias para dejar claro quién es el que manda–. En esas situaciones resulta enormemente irritante que las propias estrategias queden desenmascaradas. Algo que suelen hacer quienes piensan sin haberse sometido por temor a las represalias: dejan en evidencia los trucos del mago, entonces ya no hay magia. Y queda la sospecha de que quizá debajo de ese despliegue de fuerza aparente solo hay alguien que duda de su valía y quiere demostrarla dominando al resto.

Por otra parte es sabido que con frecuencia se critica por criticar, tarea destructiva más hacedera que construir. Pero no es menos cierto que si esas críticas no tienen asidero se desvanecerán por su propia inconsistencia, refutadas por los mismos hechos, siempre que sean convenientemente comunicados. De este modo resaltará más aún la honradez de quienes mandan, que en previsión de las críticas infundadas se verán forzados a una transparencia que paradójicamente los protegerá, sobre todo en una época en que las redes se han configurado como un auténtico poder social.

Cuando el pensamiento une

Algo diferente es la situación de que quien tiene que lidiar con faenas de gobierno se vea superado por las críticas, aun cuando dirija con ánimo de servir. En ese caso debería hacerse cargo de que gobernar es quedar permanentemente expuesto a gente de muy variados modos de pensar y de preferir, escenario en que se cumple a la letra aquello de que "nunca llueve a gusto de todos". Cualquiera que haya tenido cargos de gobierno, del tipo que sea, sabe que a veces las críticas, por constructivas y bien intencionadas que sean, pueden generar un hartazgo insoportable. "Gajes del oficio", habría que decirse. Porque pretender la ausencia de críticas es como querer esquiar en la nieve con temperaturas agradables.

Para gestionar esas críticas hechas con ánimo constructivo puede ayudar el empleo de otra habilidad: incorporar a quienes disienten al propio equipo, con la condición de que no dejen de seguir pensando, porque de lo contrario se perdería el singular aporte que pueden hacer desde su perspectiva. Fue la decisión que en su momento parece que tomó Kennedy respecto de McNamara: "prefiero tenerlo pensando hacia afuera, que pensando hacia adentro", comentó escuetamente –aunque la metáfora que usó, tomada de la fisiología humana más rampante, fue mucho más explícita–.

Lo que no se puede —no se debería— hacer es suprimir el pensamiento, la libertad de pensar, que es libertad de enjuiciar. Hay temperamentos más y menos críticos, pero si el pensamiento no deriva en un cierto juicio sobre la realidad es más bien una frivolidad intelectual. En definitiva, si no se quiere contar con ese pensamiento y con las críticas que genera —que por positivas y constructivas que sean siempre implicarán al menos un cierto sesgo negativo— es mejor dejar el sitio a otro que tenga mayor capacidad para aguantarlas.

Mandar no es fácil; recibir críticas tampoco; escuchar a los que piensan de un modo diferente puede ser una tarea ímproba. Pero si el gobernante no está dispuesto a asumir esa carga, a gestionarla, se pondría en una situación similar a la del esquiador al que le molesta el frío, para seguir con la comparación. Por tanto no puede quejarse de que la gente piense, ni de que la prensa opine, ni de que la opinión pública pueda ser adversa y cobre corporeidad a través de la redes sociales: Juan Pueblo no siempre acierta, es verdad, pero tampoco la gente es tonta. Aun en el caso de que se tratara de gente poco amigable: "Del enemigo, el consejo", sostiene la sabiduría popular. Y no puede pretenderse que las personas tengan un pensamiento único, porque sería como pedirles que se nieguen a la responsabilidad de pensar.

Cuando era niño en más de una oportunidad me dijeron: "pensá, que Dios no te dio la cabeza solo para peinarte". Me parece que el consejo no ha perdido actualidad. Asumirlo podría ser un buen recordatorio de la responsabilidad inherente a la tarea de dirigir, y trasmitirlo a quienes acompañan más de cerca y colaboran en esa tarea quizá resulte un criterio de sencilla sabiduría práctica. Porque un buen gobernante jamás debería querer rodearse de obsecuentes, sino de personas que sean capaces de confrontar sus ideas, a las que pudiera darse razón de las propias decisiones.

En las tareas de gobierno siempre gana el que escucha, el que logra que aquellos a quienes dirige se sientan escuchados, aun cuando se tomen decisiones diferentes a sus puntos de vista que estén justificadas por razones de peso. Siempre se gana porque en las organizaciones no hay rédito mayor, aunque sea a largo plazo, que respetar la inteligencia.

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