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Sangre de jinete

La Semana Criolla del Prado convoca a los mejores hombres para montar los potros salvajes; este año participa Daniel, nieto del legendario Emilio Cedrés. ¿Cómo hace para mantener el legado familiar?
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03 de abril de 2015 a las 19:21

Cerca del arroyo Monzón, en los confines de Soriano y Flores, nació en 1914 Pablo Salustiano Cedrés. Por allí se habían abrazado Rivera con Lavalleja en 1825, cuando Uruguay no era todavía Uruguay y el espacio del Río de la Plata era común. Por ese entonces, todavía eran los territorios del virreinato, las praderas eran inmensas y unidas, y los pueblos se enhebraban en la distancia por líneas imaginarias de los galopes de los caballos.

Los pingos eran entonces la medida de los hombres. Las peripecias dramáticas y las piruetas que pudieran hacer encima de sus lomos eran el deporte nacional. Pablo Salustiano Cedrés era carrero, domador y movía tropillas entre los campos.

“Nunca jineteó, pero algún salto aguantaba”, dice con orgullo Emilio Cedrés, su hijo, exjinete, criador de caballos, experto en equinos, veterinario sin título y auténtica leyenda de la monta uruguaya. Para que el lector tenga una referencia más clara: Emilio Cedrés es como un Obdulio Varela de las jineteadas.

Hoy tiene 81 años, físicamente está fuerte y esbelto, y su cabeza y su memoria brillan como las monedas de su cinturón, coronado por una hebilla con el escudo uruguayo en plata.

Algo queda de aquel tiempo antiguo en su historia. Debutó montando en 1951, a los 17 años en el Prado, y luego se transformó en uno de los principales animadores de la fiesta hípica. Entre 1957 y 1963 obtuvo los principales premios en varias categorías.

Su renombre cruzó el charco y Emilio ganó más premios en pueblos de la provincia de Buenos Aires, en Santa Fe y su cuerpo, estirándose y sosteniéndose sobre caballos, llegó a actuar hasta en Jujuy. También lo hizo cruzar para el otro lado la frontera brasileña, tan móvil a lo largo de los siglos, donde en varias ocasiones actuó, por ejemplo en Dom Pedrito, Río Grande do Sul.

En esta edición 2015 de la Semana Criolla, Emilio Cedrés vino al Prado por dos motivos: para ver a su nieto, Daniel, que compite en la categoría basto, y para recibir una medalla de parte de la Intendencia de Montevideo en nombre de la organización de la fiesta, que este año homenajeó a viejos jinetes del evento.

El homenaje sucedió el martes pasado. Entonces, don Emilio, vestido de gala, con bombacha y chaleco azul, golilla fina y su cinto compuesto de monedas antiguas formando una malla, recibió junto a otros jinetes parados en el centro del ruedo un aplauso cerrado del público, cuando las medallas quedaron colgadas de sus cuellos y las lágrimas invadieron sus ojos. Mientras esto sucedía, un payador improvisaba unos versos sobre las viejas proezas de quienes recibían el reconocimiento a la trayectoria.

Pero la sangre efervescente sigue corriendo por las venas de los Cedrés, porque Daniel, cuarta generación, es el último eslabón de esa cadena familiar invisible entre caballos y hombres que sigue activa.

La presión

El domingo pasado comenzaron las pruebas en todas la categorías. Durante los ocho días hasta mañana, cada jinete monta un caballo de tropillas diferentes, que llegan al Prado desde todos los departamentos. Cada día dicho jinete genera el puntaje que dirá quiénes ganaron.

Daniel Cedrés compite en basto, una categoría de gran complejidad y donde los puntos se concentran en los pequeños detalles que terminan haciendo el todo.

Carlos Casas, ex jinete oriundo de Melo y jurado del Prado desde hace nueve años, explicó a El Observador las características de la categoría y en qué se fijan los jueces a la hora de puntuar a los competidores.

El basto se realiza con recado, cinchón y rienda por boca, y los jinetes utilizan un tipo especial de espuela, más grande y más cercana a la bota que la de montar en pelo. En basto compiten 30 jinetes. “Desde el punto de partida se ve si el caballo es bueno, si corcovea bien, lo que es fundamental”, explica Casas.

Luego la mirada de los tres jurados del ruedo va a los detalles: cómo es la medida de la rienda durante la monta, que la mano del poncho no toque el caballo. “El jinete no puede perder el estribo, el pelego no se puede doblar, ni para atrás y ni por la pierna. El jinete tiene la posibilidad de armar al caballo, de abrir la pierna. Se mide su habilidad de revolear el poncho y de espuelear con elegancia. La puntuación va del 1 al 10 y la caída vale cero puntos”, agrega el juez.

En una duración variable de 8 a 10 segundos, cada jinete debe poner en juego sobre un animal que desconoce esta danza antigua de la patria vieja. Los premios para los jinetes en basto van desde los $ 10.300 del premio “consuelo” para los últimos lugares, hasta los $ 39.000 de los primeros cinco puestos. Luego hay menciones extra para los jinetes de $ 10.100 cada una.

El domingo, en su primera monta, Daniel estaba nervioso. Era mucho más que su debut en el Prado, donde su abuelo había dado mil vueltas de honor. La sangre bullía en sus sienes y la presión fue inmensa. A los pocos segundos, su cuerpo golpeó el pasto arenoso del ruedo. Cero punto.

“Me mataron los nervios, me pusieron una presión muy grande”, confiesa el jinete de 29 años.

A pesar de ser un jinete con experiencia, Daniel demoró hasta este año para presentarse al Prado porque tuvo lesiones en las rodillas y las muñecas por caídas en fiestas anteriores.

El mismo destino del debut lo acompañó el lunes y el martes. Cayó de los tres potros salvajes que montó. Y el miércoles se resbaló y, si bien no cayó, desmontó antes de tiempo. Ese día era el último de la clasificación entre los 30 jinetes. Su abuelo lo miraba desde afuera del ruedo.

“Otro cerito pa’ la colección”, le cuenta entre risas a un cuidador de caballos de Mercedes conocido suyo, mientras se dirigía, todavía lleno del polvo del revolcón, desde el ruedo hasta el campamento improvisado que los Cedrés armaron detrás del estacionamiento interno del Prado.

Suena su celular. Es un amigo. Daniel ríe con cierto dejo de vergüenza. “Salió complicado el gateadito”, dice por teléfono sobre el caballo que le había tocado montar por apenas unos segundos. “Iba bien hasta que me ahogó”, concluye y corta la comunicación luego de un saludo.

“Yo estoy contento con él. Un tropezón no es caída. Creo que hizo lo mejor en la salida pero se agrandó en la llegada. ¡Ah sos muy jinetón!”, le dice su abuelo a El Observador, pero mirando a su nieto.

Las generaciones

En la saga equina de los Cedrés sorprende que el abuelo, habiendo entrenado grandes nombres del mundo de la jineteada y la doma en Uruguay, como Domingo Pérez, Plácido Leites y Roberto Mesa, entre otros, no haya aconsejado a Daniel. Hasta compuso un poema para que sus pupilos se aprendieran los trucos, pero el nieto quedó afuera de esa escuela.

La razón está en el eslabón perdido, Lucero Cedrés, hijo de Emilio y padre de Daniel.

Hace 14 años, Lucero, también jinete experimentado, se suicidó sin motivo explícito aparente. “Vaya a saber uno qué pasaba por su cabeza en ese momento”, reflexiona Emilio junto a la casa rodante donde acampan durante la Semana Criolla del Prado junto a sus nietos, su hija y su yerno.

Fue otra gente la que le enseñó a jinetear a Daniel. Amigos de su padre, hombres que estuvieron cerca de él en momentos complicados. “Mi abuelo me retaba más de lo que me enseñaba. No me dio el manual de montar”, dice hoy Daniel, sin rencores pero con esa constatación de hecho.

La conexión con su padre ausente está presente en Daniel, pero de forma tangencial.Lleva a su espalda un cuchillo con las iniciales “TM” grabadas en plata. Corresponden a Tomás Martínez, alguien que le regaló ese cuchillo a su padre y del padre pasó al hijo.

Bajo un toldo anaranjado y mientras espera que se desarrolle la ceremonia donde lo van a homenajear, don Emilio, de ojos muy claros, se sirve una jarra de vino rosado de una damajuana de plástico y recuerda su historia llena de glorias luminosas sobre los pingos, pero con algunos lamparones de sombra.

Fue un gurí de campo, criado entre animales. Recuerda que a los dos o tres años se trepó a un capón, donde hacían esquila. Luego a un chancho, en un matadero. Era un niño que debía trabajar para arrimar algún vintén a su hogar. “Recién tuve calor hogareño cuando me casé y tuve hijos”, relata Emilio.

Su currículum profesional impresiona tanto como su milimétrica memoria. En 1957 en el Prado fue segundo premio en basto oriental, en 1958 repitió esa faena, en 1959 sacó tercer y cuarto premio, en 1960 fue segundo y tercero, en 1961 se lució en basto internacional y esa ebullición explotó en 1962, su año de gloria absoluta: primer jinete en basto, primer jinete en pelo y mejor jinete de todo el Prado.

Además le quedaba tiempo para divertirse. En un pueblo de la provincia de Buenos Aires participó en un juego: el “arreglate como puedas”. Había que ensillar a un potro crudo, ponerle el bozal, montarlo a cachetadas y llevarlo hasta un palenque donde había un sobre con dinero. Emilio lo hizo y se llevó el premio.

El quiebre múltiple

Como en una tragedia griega, tras el momento de mayor éxito llegó la tragedia. En 1963, Emilio estaba demostrando sus cualidades en Rauch, pueblo en medio de la pampa más plana de la provincia de Buenos Aires, cuando el caballo que montaba se le cayó encima.

Las consecuencias fueron terribles. Cinco fracturas: tres en una pierna y dos en la otra. Una carrera truncada de la forma más violenta. Emilio lo recuerda hoy como una “derrota” porque volvió a su pueblo natal, Cardona, literalmente quebrado.

“Cuando me quebré me quedaron solo cuatro amigos. Tres muy pobres, pero otro muy rico, que me pagó los yesos”, dice Emilio, que asegura que entonces había interés en contratarlo para que actuara en Estados Unidos.

Esos años de la década de 1960 fueron de los más tristes para Emilio. Durante dos años estuvo arrastrándose como un tullido sin poder montar. Como esa era la base económica de sustento familiar, Emilio, que también criaba caballos, debió subsistir de una forma vergonzante para un jinete: vendiendo sus caballos para un matadero.

Y por si esto fuera poco, pasó hambre. “Me fui para el norte a hacer changas y estuve hasta cuatro días sin comer”, rememora Emilio con cara seria pero tranquila.

Pudo volver al Prado recién en 1968, donde sí participó, pero en la categoría veteranos. Desde ese año y por décadas fue apadrinador (jinete de los caballos que acuden a rescatar a quienes montan los potros salvajes), y también trabajó en el hipódromo de Maroñas, donde vareó y hasta fue jockey. Nada de lo equino le fue ajeno.

La fuerza de la experiencia y de los años volvieron a Emilio experto en caballos. “Aunque él lo niegue, es un gran veterinario”, asegura Néstor López, su yerno, sentado en una reposera de playa junto a la casa rodante de los Cedrés.

En 1989 vivió un incidente de trabajo que lo hizo reflexionar sobre sus aptitudes y reflejos. “Reaccioné mal con un caballo y me di cuenta que debía irme del ruedo”, dice Emilio.

Luego cuidó caballos de carreras hasta 2008, año en que se retiró y se volvió a Cardona, donde vive hoy.

Hace unos meses, don Emilio enviudó y entonces su nieto Daniel, junto a su hermana Noelia, se fueron a vivir con él. Allí crían caballos y además Daniel trabaja como alambrador.

En setiembre del año pasado, Emilio Cedrés consiguió romper con el refrán popular y ser profeta en su tierra, porque entonces recibió en Cardona una condecoración de la ciudad a su héroe montado.

Siempre hay revancha

A pesar de las caídas, Daniel sigue intentando mejorar su performance en el ruedo, en este ballet tan particular y peligroso encima de los caballos para mantener la tradición del apellido Cedrés lo más alto posible. Cada día busca que el caballo no le quite rienda con el primer corcovo fuerte, porque entonces le queda larga y es como mantenerse erguido en medio de una tormenta de músculos, relinchos y patadas sin ningún timón al que aferrarse.

El próximo fin de semana la fiesta criolla se trasladará a Cardona, en la llamada “revancha del Prado”. Daniel será palenquero, pero si consigue una buena monta sabe que el destino lo estará esperando en forma de potro bravo.

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