Cuando Barack Obama asumió la Presidencia de Estados Unidos en enero de 2009, hubo en el verde Mall de Washington una gran fiesta. El primer presidente negro de Estados Unidos tomaba posesión; el entusiasmo, la algarabía y las emociones se ganaron a la multitud que abarrotaba esperanzada el parque memorial de la capital. Flotaba en el ambiente una sensación de un tiempo nuevo, que permitía a los estadounidenses soñar con dejar atrás la crisis, las guerras y las divisiones internas; sobre todo las raciales, que siempre habían sido gran mácula sobre la democracia norteamericana.
Los medios hablaban de la "América posracial" que inauguraría el primer inquilino negro de una Casa Blanca construida a fines del siglo XVIII por esclavos negros. Y el Comité del Parlamento Noruego se apresuraba a galardonarlo con el premio Nobel de la Paz por sus promesas de acabar con las guerras de su predecesor George W. Bush, en un mundo harto de conflictos, muerte y destrucción en Oriente Medio.
Obama era la encarnación del "sí se puede", consigna mexicana que había sido traducida y adaptada por sus asesores como eslogan de campaña: "Yes, we can".
Hoy, a ocho años de aquella victoria histórica y con Obama a seis días de dejar la Casa Blanca, podemos decir en el balance que no cumplió a cabalidad con todas las expectativas que despertó.
No obstante, en lo que hace estrictamente a los asuntos domésticos de su país, Obama parece haber aprobado el examen con nota. No solo sacó a Estados Unidos de la profunda recesión en que lo había dejado el texano, sino que salvó al sistema financiero de la quiebra colosal que había dado meses antes de su asunción, rescató a la industria automotriz, a las grandes aseguradoras, echó a andar otra vez al mercado inmobiliario, desde el pozo negro en que había caído tras la crisis de las hipotecas subprime, redujo a más de la mitad la tasa de desempleo, hizo que la economía retomara la senda del crecimiento, le dio cobertura médica a 20 millones de personas por fuera del sistema de salud y mantuvo los atentados terroristas fuera de suelo estadounidense.
Algunos –incluso el propio Obama– le suman a esos logros la captura y muerte de Osama bin Laden en 2011, así decidida por el propio presidente y su gabinete de Seguridad Nacional. Es discutible; sobre todo por la forma sumarísima en que se ejecutó al terrorista más buscado del planeta. Pero todas las demás conquistas mencionadas no se le pueden escatimar. Sobre todo habida cuenta de que a partir de fines de 2010 enfrentó un Congreso abiertamente hostil a sus políticas y a su persona, tras el desembarco en el Capitolio del movimiento radical Tea Party, que por largos dos años se apoderó de las bases del Partido Republicano y le paralizó la agenda a Obama por completo, llegando incluso a clausurarle la administración.
Abogado de Harvard, catedrático de Derecho Constitucional en esa prestigiosa universidad y editor nada menos que de la revista Harvard Law Review, Obama es un hombre brillante, con una mente profundamente analítica. Pero tal vez esa misma capacidad de análisis lo llevaba muchas veces a dudar en sus decisiones; y, otras tantas, a claudicar en favor de sectarismos e intereses de grupo. Su liderazgo excesivamente horizontal terminaba siendo, lisa y llanamente, un liderazgo demasiado débil para un presidente de Estados Unidos. Esto se evidenció con claridad meridiana ante el caso Edward Snowden, cuando Obama no fue capaz de enfrentarse a la NSA y a la llamada comunidad de inteligencia por las vergonzosas y escalofriantes revelaciones del espionaje masivo. Lo mismo puede decirse de su transigencia con la CIA y con los neoconservadores de Washington sobre su nefasta estrategia en Siria, que sumió a ese país en el caos y en la destrucción y creó la peor crisis humanitaria de los últimos 60 años largos. O de su incapacidad para cerrar el penal de Guantánamo, decreto que Obama firmó en su segundo día en la Casa Blanca y que se perdió en un marasmo de enfrentamientos interministeriales, luchas de poder entre funcionarios de carrera y funcionarios de confianza; y ocho años después el presidente de Estados Unidos no fue capaz de clausurar la prisión de la ignominia. Algo para lo que hubiera bastado cursar la orden al Pentágono –después de la firma del decreto– con un calendario de cierre. Eso era todo. Pero no para el estilo de liderazgo de Obama.
En el Congreso fueron varios sus fracasos; pero acaso el más sonado haya sido el de no haber podido aprobar una reforma migratoria, que había sido una de sus promesas de campaña, con la que se ganó el apoyo extendido de los votantes latinos.
Ahora, con la retórica incendiaria que utilizó Donald Trump durante su campaña presidencial contra la inmigración, el malestar de los latinos con Obama parece cosa menor. Pero conviene recordar que fue muy cuestionado por la comunidad hispana durante su mandato, y lo llegaron a llamar el "deportador en jefe", ya que a pesar de su discurso inclusivo y pro inmigración, Obama llegó a deportar en sus ocho años de gobierno la friolera de 3 millones de indocumentados, más de los que deportaron todos los presidentes de Estados Unidos durante todo el siglo XX. Eso forma parte de las contradicciones inexplicables de Obama.
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Otro revés no menor de su presidencia fue que las tensiones raciales, en lugar de mitigarse –y hasta desaparecer– como se esperaba, se exacerbaron violentamente. Los casos de violencia policial contra individuos de raza negra, los muertos en las calles por conflictos raciales y las divisiones raciales nunca habían estado peor desde los años de 1960, durante la lucha por los derechos civiles. Y así la tan cacareada "América posracial" demostró más temprano que tarde ser virulentamente racial, un país donde el racismo está lejos de ser un mal recuerdo.
Pero lo peor de su legado será definitivamente en política exterior. Las intervenciones en Libia y en Siria han sido el mayor fracaso; convirtieron a Medio Oriente y al norte de África en un polvorín que escupe fuego y gente. Su política pivote de Asia no dio ningún resultado frente al avance de China. En sus pulseadas geopolíticas con Vladímir Putin, muchas veces llevó las de perder. Y de su apertura diplomática hacia Cuba –que tiene en el subtexto la idea de provocar los cambios que lleven la democracia a la isla–, no están claros aún los resultados. Si bien todo parece indicar que tarde o temprano los dará.
Entre los historiadores estadounidenses, existe un axioma que sostiene que para que haya un gran presidente tiene que haber un gran conflicto. Los ejemplos son los cantados: Abraham Lincoln: guerra de Secesión, Franklin D. Roosevelt: segunda guerra mundial, Ronald Reagan: guerra fría.
Obama tal vez tuvo la guerra contra el terrorismo para brillar, acaso el peor conflicto global que conoció la humanidad. La diferencia es que los grandes presidentes prevalecieron en esos grandes conflictos. Obama no.
Una férrea oposición
Desde el momento en que Obama fue elegido, los republicanos en el Congreso votaron para oponerse a sus iniciativas, con uñas y dientes
Obama pudo extender la cobertura médica a decenas de millones de ciudadanos que antes no tenían nada. Los republicanos criticaron duramente al denominado "Obamacare" como la reencarnación del socialismo.
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