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Lula, uno de los grandes capitanes políticos de América Latina, cae del podio junto con la moral de Brasil
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05 de marzo de 2016 a las 05:00
Lula, un gran personaje, una vaca sagrada intocable, podría terminar preso por haber liderado una gran trama de corrupción para financiar elecciones, enriquecer a sus amigos y comprar votos en el Parlamento. Tras él podría caer incluso la presidenta de Brasil, Dilma Rousseff, ya bajo amenaza de juicio político. Es una parábola sobre los límites del poder y de la transitoriedad del éxito: Sic transit gloria mundi.

Luiz Inácio Lula da Silva, de 70 años, es un antiguo dirigente sindical de inspiración trotskista. Tras una larga y valerosa travesía, llevó al izquierdista Partido de los Trabajadores (PT) al gobierno de Brasil, que él mismo presidió entre 2003 y 2010, y que luego entregó a Dilma, su escogida.

Lula fue el gran motor de los gobiernos "progresistas" en América Latina a inicios del siglo XXI. Si se podía en Brasil, el hermano mayor, se podría en otras partes. De alguna forma, el triunfo de Lula en octubre de 2002 facilitó la victoria del Frente Amplio en 2004. Ya en el gobierno, en medio de una gran bonanza económica, Lula fue un monarca relativamente respetuoso de los mercados que extendió los planes sociales en gran forma.

Un día declaró que Brasil no era el país del futuro, como escribió Stefan Zweig en 1941, sino que el futuro había llegado: Brasil ya era una potencia con un destino manifiesto. Entonces sobraba dinero, millones de pobres se asomaban a la civilización del consumo, de la enseñanza y de la salud, y la autoestima andaba muy alta.

El talón de Aquiles de los gobiernos del PT, como quedó claro bajo el gobierno de Dilma Rousseff, su sucesora, fueron el gasto excesivo, los grandes déficit y la corrupción de alto vuelo. La caída de los precios internacionales de las materias primas, los agujeros en las finanzas públicas y la debilidad política del gobierno han puesto a Brasil en la peor recesión en un cuarto de siglo. La crisis política y moral agravó la caída económica y el pesimismo popular.

¿Cómo llegó Lula ante un juez?

Las personas, en promedio, son más informadas y educadas y la sociedad brasileña es menos tolerante a la corrupción. La caída del presidente Fernando Collor de Mello en 1992 fue un aviso. Ahora hay un juez independiente y celoso, Sergio Moro, y un resuelto grupo de investigadores policiales que disfruta de su papel de Elliot Ness.

Las internas políticas en Brasil son salvajes: sin piedad. La destrucción absoluta del rival es parte del repertorio. La polarización es casi tan tajante como en Argentina, un tipo de vesania que desconcierta a los uruguayos.

La delación premiada produce acusaciones en cadena: los detenidos, siempre grandes personajes, desde senadores hasta capitanes de la banca y la industria, cuentan lo que saben, provocan la detención de personajes aún mayores, y obtienen a cambio una pena menor.

Al fin han dejado al descubierto a maior corrupção do mundo, una calesita montada en torno a Petrobras, la empresa más grande de Brasil, a la que ordeñaron unos US$ 2.000 millones. La forma es la de siempre: información calificada que permite anticiparse y hacer grandes negocios, pool de empresas para participar en licitaciones con precios arreglados, grandes sobrecostos para cada obra, y burócratas que estampan su firma a todo eso a cambio de dinero.

Cuando Brasil estaba de moda, durante la era Lula, Petrobras y otras empresas del país captaron enormes volúmenes de capitales internacionales. Fue el tiempo del auge de las materias primas y de los Brics, las economías emergentes que prometían llevarse el mundo por delante. Con el dinero robado, los líderes del PT coimearon a sus socios políticos y a sus aliados y guardaron una parte para sí en cuentas secretas o con testaferros. Mientras tanto Petrobras, si bien halló enormes yacimientos de crudo bajo el mar, también dilapidó buena parte de su capital y jamás cumplió sus propios planes. El valor de sus acciones se desplomó de US$ 70 en 2008 a unos US$ 5 al cierre de hoy. Millones de inversores –grandes, medianos y pequeños– perdieron sumas gigantescas y huyen de Brasil como de la peste, lo que agrava la recesión.

Brasil siempre tuvo una democracia en grado de tentativa, una suerte de frustración permanente; y una economía tan abultada como inmadura. El sistema siempre reverenció al poder y todo lo toleró. Pero parece que ya no tanto. Los brasileños están desmoralizados y alguien, un gran personaje, tiene que pagar. Lula y Dilma pueden ser chivos expiatorios. Mientras, Brasil seguirá siendo el país del futuro: un esbozo, un gran proyecto, un gigante con pantalones cortos. Sin viento a favor, habrá que volver a los remos.

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