Opinión > Análisis / Nicolás Albertoni

Sobre Venezuela, Uruguay y nuestro lugar en la historia

Ver hoy a la democracia venezolana entre los escombros hace retumbar la pregunta sobre el silencio de aquellos gobiernos, como el nuestro, que aún no han rechazado tajantemente ese régimen
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20 de mayo de 2018 a las 05:00
Hace unos días, me llama un periodista venezolano exiliado desde hace ya un tiempo en Estados Unidos. Buscaba entender por qué, en todos estos años, Uruguay no ha sido más explícito en su rechazo a los innumerables abusos del régimen de Nicolás Maduro. Mi respuesta fue, en gran medida, lo que escribo en este artículo. Aunque lo central no estuvo en lo que respondí sino en una de sus preguntas: "¿Te das cuenta que tu país podría terminar siendo recordado entre los cómplices de este régimen?", me dijo.

Quizá por contemporáneos a los hechos, pocas veces nos ponemos a pensar sobre la real importancia histórica de las acciones o inacciones de un gobierno al que la mayoría de un país elige para ser representado. En nuestros enredados –y cada tanto necesarios– debates nacionales, perdemos de vista cómo el mundo percibe nuestro actuar como país.

Somos una nación con una historia institucional que, al menos en América Latina, pesa y mucho. Cuando Uruguay se expresa en términos institucionales hacia una crisis política, tanto sus palabas como sus silencios, retumban. Por eso es que nuestra credibilidad como país es un capital tan delicado como fácil de perder. Para Uruguay, muchas veces, decir poco es decir nada. No haber hablado en el momento correcto, puede significar lo mismo que haber guardado silencio.

Este domingo 20 de mayo se realizan las elecciones presidenciales en Venezuela sin una oposición real al régimen que ha hecho un trabajo fino todos estos años, para ahogar o encerrar a las voces disidentes. Hoy el opositor venezolano que no está exiliado para salvar su vida, está preso.

Ha pasado ya más de un año, cuando en marzo de 2017, la crisis política de Venezuela diera un giro irreversible, en el momento en que el Tribunal Supremo de Justicia (TSJ), tras acusar a la oposición de desacato, asumió las funciones del Poder Legislativo. Esto provocó un rechazo internacional tan importante que el propio régimen decidió dar marcha atrás a esta decisión a los dos días. Asimismo, aquel lamentable hecho sería la gota que faltaba para inundar las calles del país con una ola de protestas que duraron varias semanas enfrentando la violenta represión de las fuerzas armadas. Solo entre abril y julio la represión a aquellas marchas, dejó 130 muertos.

En medio de aquella ola de protestas, y tras haber dado marcha atrás a usar al poder judicial para suprimir el legislativo, Maduro lanza la idea de una Asamblea Nacional Constituyente (ANC) para sustituir definitivamente al Parlamento nacional de mayoría opositora y que en aquel entonces llevaba menos de dos años en actividad. En julio, finalmente se concreta la elección de los miembros de esta Asamblea en la que, por obvias razones de ilegitimidad, la oposición no participa. Es así que en agosto de 2017 Maduro pasaba a contar con el control total de los poderes del Estado.

Si uno tuviese que elegir un punto final que diera por muerta a la democracia en Venezuela, alcanzaría con ver las fotos de aquel 4 de agosto de 2017 cuando la Asamblea Nacional Constituyente toma posesión del Parlamento acompañada por las fuerzas armadas dejando heridos a su pasar, a varios diputados opositores que se oponían al ingreso. Y si quedara alguna duda de que aquella elección para la Constituyente era el final, en la primera semana de agosto, la empresa Smartmatic, encargada del sistema electrónico de recuento de votos en Venezuela, denuncia desde Londres que tras una auditoría del funcionamiento de las máquinas, "no quedan dudas que en las pasadas elecciones de la Asamblea Nacional Constituyente, hubo manipulación del dato de participación".

De esta forma se dilapidaba el eslabón fundamental de una democracia: la confianza en la transparencia del proceso. Era justamente esa transparencia, la que, aquella empresa –sin ningún objetivo político– confirmaba desde Londres, que Venezuela había perdido. La desconfianza en el sistema terminó por desarticular por completo a la oposición que con inmensa razón se vio desgastada por intentar competir en un sistema en que hasta los propios dueños confirmaban que el gobierno había logrado manipular. Tras toda esta serie de hechos lamentables, el próximo domingo 20 de mayo se realizará esta elección presidencial que dejaría a Maduro en el poder hasta 2025.

El gobierno de Uruguay ha dado señales, en más de una oportunidad, por mostrarse entre aquellos que se oponían al régimen de Maduro. Por ejemplo, posibilitó el consenso dentro del Mercosur para suspender a Venezuela del bloque. Pero esto sucedió luego de varios meses de debate político a la interna de la fuerza política, sin poder allí, encontrar nunca un consenso para expresar un rechazo tajante. Esto hizo que no solo se perdiera tiempo, sino también firmeza y la posición del gobierno se terminó diluyendo en discursos poco claros. Incluso, algunos sectores del Frente Amplio, como el Partido Comunista del Uruguay (PCU), desacreditaron los pasos dados por el gobierno aludiendo "no compartir en absoluto la posición asumida".

Si Uruguay hubiese querido participar, existió un ámbito para manifestar un rechazo claro y contundente. Pero el gobierno uruguayo no formó parte de ese espacio. El Grupo de Lima (fundado en agosto de 2017) integrado por Argentina, Brasil, Canadá, Chile, Colombia, Costa Rica, Guatemala, Honduras, México, Panamá, Paraguay y Perú, lideró, desde un principio, las denuncias a los actos ilegítimos que emanaron de la Asamblea Constituyente Venezolana y las actuaciones incriminatorias del régimen hacia la oposición. Y hace pocos días volvió hacer un "último llamado" a Venezuela para suspender las elecciones de este domingo. Protocolarmente, habrá que ver si tras los resultados de la elección del domingo, aquellos países como Uruguay que no rechazaron tajantemente la elección, también estarán dispuestos a saludar a quien se proclame ganador.

Pasaron casi dos años en los que gobierno uruguayo se mantuvo anclado en la posición de intentar "promover el diálogo" y "defender al pueblo de Venezuela" olvidándose que mientras ellos debatían a la interna de su partido, gran parte de ese pueblo al que ellos decían defender, ya empezaba a recorrer las calles de Montevideo y de otros varios rincones de América Latina tras haberlo dejarlo todo, por su salud, por su ánimo y hasta por su vida. Hoy, ya son aproximadamente 1.5 millones de venezolanos que viven fuera de su país. Aquel país de inmigrantes ya se volvió uno de emigrantes donde el 30% de la población total afirma estar tramitando algún permiso para irse de Venezuela, según datos de la Universidad Central de Venezuela.

Ver hoy a la democracia venezolana entre los escombros, hace retumbar la pregunta sobre el silencio de aquellos gobiernos como el nuestro que aún no han rechazado tajantemente a este régimen. Peor aún, ¿cómo es posible que haya muchos dentro del partido de gobierno en Uruguay, defendiendo lo que sucede en Venezuela?

Entre estas interrogantes, me quedo con un hilo de esperanza: en cada uno de los países que estamos recibiendo a miles de venezolanos hastiados de una realidad humanitaria sofocante, ya seremos muchos más los que podamos contarle a las generaciones que vendrán, quiénes fueron los que rechazaron y quiénes no, al régimen que los obligó a escapar de su país. Quizá será ese día, recién, que podamos sentir que se hizo al menos algo de justicia.

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