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Te lo dije…

Con torpeza y trivialidad el frenteamplismo ha crucificado la política exterior del país
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02 de enero de 2017 a las 01:32

Si uno pudiera diseñar una pesadilla sin solución, la suma de dilemas que enfrenta Israel en relación a la población árabe del que fuera, hasta 1948, el Mandato de Palestina, luce como un buen candidato: un avispero en perenne expansión, ante cuyos pliegues han sucumbido todas las diplomacias.

La Resolución 2334, aprobada por el Consejo de Seguridad de la ONU el 23 de diciembre pasado, ilustra el punto.

Si nos atenemos a lo que la prensa ha destacado, no parece que pudiera representar algo descomedido: ratifica el principio que niega derechos a la mera conquista, e invita a las partes a no generar, como lo ha venido haciendo Israel desde 1967, hechos consumados en el terreno, que puedan obstaculizar soluciones en pos de hacer realidad dos estados, uno israelí y otro palestino.

Solo que lo que luce comedido en el papel no lo es en la realidad, ya que las partes en esta historia leen cada línea de las que escriben en términos de un odio sin atenuantes, o de la guerra en la que se encuentran desde 1948, sin espacios para la buena fe.

El gobierno israelí de Benjamin Netanyahu, por lo pronto, no tiene intenciones de devolver una pulgada de los territorios ocupados en 1967, y no lo hará, en primer término, porque la guerra de aquel año demostró a Israel que esas fronteras serían hoy indefendibles y, en segundo lugar, porque su coalición es una sumatoria de extremismos irredentistas que está esperando que le tiemble el pulso al primer ministro para sustituirlo por otro, más inflexible que él en la defensa de las colonias.

El coro de representaciones árabes palestinas, en tanto, no tiene intención alguna de aceptar territorios por paz: afirmados en la percibida injusticia de 1948, se negaron a aceptar en 2005 la oferta de parte de Jerusalén Este, Cisjordania y la franja de Gaza que Ehud Barak les hiciera. Hicieron luego llover misiles sobre Israel cuando Ariel Sharon desmantelara los asentamientos de Gaza y se retirara a la frontera anterior a 1967. Pagaron con la misma moneda la oferta de Ehud Olmert en 2008, en el sentido de replegar a Israel de Cisjordania y Gaza, y dividir Jerusalén como capital tanto de Israel como del entonces inexistente “Estado Palestino”. En resumen: el proyecto árabe palestino sigue siendo el de arrojar a los judíos al mar.

La Resolución 2334 –que, hoy se nos dice, nada nuevo trae bajo el sol del derecho internacional– genera, sin embargo, varios efectos.

Ubica, en primer lugar, a Israel, sus empresas y ciudadanos en un estado de ilegalidad internacional que, según los meses mostrarán, tendrá efectos prácticos irreversibles: demandas, boicots, censuras. Y no tiene forma realista de ser modificada.

Ratifica, en segundo lugar, a los gobiernos árabes y a los árabes palestinos en la senda de procurar colmar sus aspiraciones por la presión de los organismos internacionales, cegando todo camino de negociación bilateral, por vago que luzca.

Y, por tratarse de una Resolución facilitada por la abstención de los Estados Unidos en el Consejo cuando este país está a días de ser gobernado por una nueva administración confesadamente hostil a su texto, pone a la ONU y a la mayoría de países que han generado en su seno el espíritu que recoge la Resolución, en directo curso de colisión.

La administración que encabezará Donald Trump por cuatro u ocho años ya sabe hoy qué países considerar adversos a su línea política en Medio Oriente.

El resultado neto de la Resolución 2334 es, por ende, no el de un paso adelante, como uno esperaría del Consejo, sino de una pasmosa incertidumbre.

Y ahí, en el centro de este explosivo texto que Egipto no se animara a proponer, teniendo que ser relevado por esos notoriamente activos protagonistas de la historia de Medio Oriente, como lo son Malasia, Nueva Zelanda, Senegal y Venezuela, se encuentra, gracias a la decisión del gobierno frenteamplista, nuestro pobre país.

En noviembre del año pasado formulé, desde este espacio, votos para que nuestro paso por el Consejo de Seguridad de la ONU fuera, cuando menos, irrelevante: pequeños por imperio de la geografía y la demografía, empeñosamente empequeñecidos por una política exterior que nos hiciera subir a cuanto autobús ideológico nos condujera a ningún destino, por entonces sostuve que ingresar al Consejo nos expondría al fuego de disputas en las que no nos cabe ni arte ni parte, de la mano de un gobierno que no logra siquiera levantar la basura de las calles, mientras su presidente apenas atina a inaugurar ómnibus de Cutcsa.

Aún resuenan en mis oídos los reproches. Habría cuestionado la orgullosa posibilidad de que Uruguay se codeara en los grandes escenarios del mundo. De que golpeara “por encima de su tamaño”, cosechando prestigios. De que incidiera en la formulación de un nuevo derecho de las naciones.

Pero las políticas exteriores son instrumentos al servicio de sus pueblos, lo que quiere decir que son instrumentos al servicio de nuestros intereses: no hay nada como pavonearse con un principio en la largada, para llegar a una meta en la equivocación. Y, a un año del innecesario ingreso de Uruguay al Consejo de Seguridad de la ONU, sigo sin ver dónde están nuestros intereses.

Ni el presidente de la República, ni su canciller, nos han traído, en sus raídas alforjas de espejismos internacionales, un asentamiento uruguayo en Cisjordania, o la compra saudita de los espacios de estacionamiento tarifado del país. Lo que sí nos han traído, gracias a la Resolución 2334, es la “decepción”, la molestia y sus consecuencias, del gobierno de un país que, como Israel, es socio comercial, atado además a Uruguay por contundentes lazos culturales, históricos y familiares.

Y los fundamentos que el régimen frenteamplista nos dieran para este paso son característicamente banales.

El subsecretario de Relaciones Exteriores nos reservó unas pocas palabras a fin de ratificar que seguíamos siendo tan amigos de Israel como antes: fue desmentido en horas por la embajadora de Israel en Uruguay. No solo eso: ensayó el insulto de contarnos que la Resolución resultó aprobada no tanto por nuestro voto afirmativo y el de los otros países, como por la abstención de los Estados Unidos, con lo que apenas levantó el bies de la pollera que encubre quién nos puso en el Consejo y quién orquestara nuestra votación, tal vez sin darnos siquiera la chance de abstenernos.

Mención aparte merecerían las declaraciones del Partido Socialista, el tuit de uno de los integrantes de la Comisión de Relaciones Internacionales del Frente Amplio, o las palabras del presidente de esa insólita Comisión. A la ciega estulticia de la primera sumémosle el penoso ballet anti-semita del segundo, o la farragosa ignorancia del tercero, quien llegó a censurar a la embajadora por opinar sobre una decisión uruguaya … ¡que se refería a asentamientos israelíes en territorios ocupados por Israel!

¡Pero Uruguay, se me insistirá, debe hacer oír su voz en el escenario mundial!

Por cierto: y también respecto al conflicto en torno a las islas Kuriles, Senkaku y Diaoyu, al polvorín de Cachemira, de Transnistria y del Sahara Oriental. Pero seguiría siendo el mismo Uruguay que hace exactamente un año atrás dijera que estaríamos hoy exportando gas natural a Argentina sin que el gobierno argentino se diera siquiera por enterado, o el que un lunes dice que nos va a subir al estribo de Brasil, para decirnos el viernes que las relaciones con ese país se manejan en un segundo escalón.

Tal la torpeza y trivialidad en la que el frenteamplismo ha crucificado la política exterior del país.

Ojalá merezcamos un 2017 más venturoso que esto.

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