Adolfo Garcé

Adolfo Garcé

Doctor en Ciencia Política, docente e investigador en el Instituto de Ciencia Política, Facultad de Ciencias Sociales, Udelar

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Think tanks y competencia electoral en Uruguay

La instalación de fundaciones ligadas a actores políticos está lejos de ser una particularidad uruguaya
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08 de junio de 2016 a las 05:00
La semana pasada se relanzó públicamente el trabajo de la Fundación para la Democracia Wilson Ferreira Aldunate. Esta organización fue creada a comienzos de 2008 por el senador Jorge Larrañaga, líder de Alianza Nacional, una de las principales fracciones del Partido Nacional. Hasta la fecha, gracias al esfuerzo de Carlos Delpiazzo, primero, y de Ana Lía Piñeyrúa, después, esta fundación jugó un papel clave en el proceso de elaboración programática de este sector en los procesos electorales de 2009 y 2014. Ahora, presidida por Daniel Corbo, se propone contribuir a la construcción de una "alternativa superadora" a la hegemonía del Frente Amplio trabajando en red con instituciones similares dentro y fuera del PN. El evento ofrece una excelente oportunidad de volver a analizar el papel de las fundaciones políticas en Uruguay, en el marco de los distintos niveles de la competencia política en Uruguay (dentro de cada partido, entre partidos, entre bloques).

Las fundaciones políticas aparecieron en Uruguay hace ya treinta años, junto con la recuperación de la democracia. El principal antecedente es el Instituto Manuel Oribe creado en marzo de 1985 a instancias del entonces senador Luis Alberto Lacalle Herrera. El IMO, que sigue activo, jugó un papel fundamental en la elaboración de la plataforma electoral del herrerismo hacia las elecciones de 1989 y, por tanto, en la definición de las principales ideas-fuerza de la agenda del gobierno encabezado por Lacalle (1). Durante los años siguientes aparecieron otras iniciativas dentro y fuera del PN.

Entre ellas, en tiendas coloradas, pueden mencionarse la fundación Pax, creada por Julio María Sanguinetti al finalizar su primera presidencia y, en la órbita frenteamplista, el Instituto Fernando Otorgués, establecido por Líber Seregni en 1992. Entre las criaturas más recientes cabe destacar la instalación en 2008 de la Fundación Propuestas (Fundapro) ligada a Vamos Uruguay, la fracción que encabeza Pedro Bordaberry en el PC, la Fundación Líber Seregni, anexa al FA, que se puso en funcionamiento en febrero de 2006 (2) y el Centro de Estudios del Partido Nacional liderado por Pablo da Silveira (3).

Desde luego, la instalación de fundaciones ligadas a actores políticos está lejos de ser una particularidad uruguaya. Los pioneros han sido, en este sentido, los partidos políticos alemanes. En 1935 el PSD creó la Friederich Ebert Stiftung (FES), en 1964 el CDU la Konrad Adenauer Stiftung (KAS), para mencionar solamente dos ejemplos bien conocidos. En América Latina las fundaciones proliferan a fines del siglo XX y principios del siglo XXI. En Argentina, como recordé hace poco, la fundación Pensar hizo aportes políticos y programáticos muy importantes al PRO y contribuyó al despegue del liderazgo de Mauricio Macri. En Chile, es imposible analizar el funcionamiento de los sucesivos gobiernos sin tomar en cuenta el trabajo de fundaciones como Chile 21 (ligada a Ricardo Lagos), Instituto Igualdad (anexo al Partido Socialista) o Instituto Libertad (afín a Renovación Nacional), entre otros. En Brasil, el PSDB creó el Instituto Teotônio Vilela (en 1995) y el PT la Fundación Perseu Abramo (en 1996).

Lo que sí puede ser visto como una particularidad del caso uruguayo, en todo caso, es que las fundaciones ligadas a fracciones nacieron antes y suelen ser más potentes que las de los partidos políticos. Las fundaciones de las fracciones son funcionales a las estrategias de supervivencia política de los líderes que, elección tras elección desde la reforma constitucional de 1996, compiten por la candidatura presidencial. La competencia interna dinamiza la vida partidaria pero, al mismo tiempo, conspira contra el funcionamiento de las fundaciones de todo el partido. En ausencia de una política bien pensada orientada a impedirlo, los recursos (humanos y económicos) invertidos en las instituciones creadas por cada fracción terminan restándose a los disponibles para el despegue de la fundación del partido. Esto, a su vez, puede mellar la capacidad del partido en la competencia con los otros.

La competencia electoral entre bloques también genera desafíos complejos. En el caso del FA, a la hora de completar la elaboración programática y de formular la plataforma electoral, no parece sencillo comunicar los posibles aportes de la Fundación Líber Seregni con el intrincado proceso de elaboración programática que se realiza en la Comisión de Programa y que se dilucida, con mayorías especiales, en el Congreso.

En el caso de los partidos de oposición, no les resulta nada fácil articular el trabajo de las fundaciones ligadas a cada uno de ellos. Está claro que hay dilemas de acción colectiva vinculados con quién asume los eventuales riesgos y potenciales beneficios de las iniciativas de cooperación. Más allá de conflictos y dilemas, el creciente papel de las fundaciones partidarias en Uruguay es una buena noticia. Es una demostración de la creciente importancia que tanto dirigentes como votantes le asignan a los saberes de los expertos en la elaboración de programas de gobierno y en las definiciones sobre políticas públicas.

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