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TONA: hasta el último detalle

El restaurante Tona propone deleitar a sus comensales con dos cartas, una de autor y una de recetas típicas de Uruguay. Su ambientación sorprende y enamora a todos aquellos que se dejen agasajar por la cocina del chef Hugo Soca
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12 de julio de 2016 a las 05:00

Por Andrea Sallé Onetto

En la esquina de Luis Franzini y Carlos Berg, una casa de la década de 1940 alberga a Tona, el nuevo emprendimiento del chef uruguayo Hugo Soca. Luego de haber trabajado 14 años en el restaurante francés Sucré Salé, Soca sintió que había cumplido un ciclo y decidió crear su propio proyecto para mostrar la comida típica uruguaya. El éxito de su libro Nuestras recetas de siempre —ganador de varios premios internacionales como mejor libro de cocina latinoamericana— también lo impulsó a llevar adelante la aventura de recuperar y revalorizar las recetas autóctonas y caseras o, como él las llama, de la abuela Tona. El nombre del restaurante justamente homenajea a una de sus abuelas, llamada Petrona, a quien todos decían Tona.

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La decoración está pensada para reflejar esa imagen de las cocinas de las abuelas de antaño, por eso los baldosones con diseño antiguo, el baúl de mediados del siglo XX, la balanza, los espejos y otros tantos elementos que remontan a esa calidez del hogar. Sin embargo, romper con las estructuras de estilos también fue buscado por el chef, quien se encargó personalmente de todo el interiorismo, ya que no lograba visualizar cómo podía contar sus historias y darle su identidad al lugar si alguien más lo decoraba. En un primer momento se acercó al estudio Fossati Galli a pedir asesoramiento y allí recibió dos consejos que aplicó: pintar la puerta de rojo y colocar un sillón Chesterfield color whisky a la entrada.

Las cosas claras

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Soca sabía que quería una casa en una esquina con ventanas largas y techo alto, en una zona sin restaurantes en la vuelta y con lugar para estacionar. Un día se cruzó con la casa de la esquina de Franzini y Berg, y sin ver otras propiedades se animó a dar el salto y se hizo con ella. La casa de dos plantas mantiene la estructura original con un par de modificaciones y una puesta a punto que llevó cuatro meses. Los pisos de pinotea son originales, se pulió y plastificó todo, se colocaron paneles aislantes en los techos y se pintó todo con colores vivos. En la planta baja, la recepción y la cocina se separan del gran comedor por una barra y una cava hechas en hierro y madera.

En el comedor, la gran mesa comunitaria llama la atención de los comensales que aún no están acostumbrados a este concepto que Soca intenta introducir en Uruguay. "El uruguayo es un poco reacio a eso todavía. Si bien va a otra parte del mundo y le gusta compartir una mesa comunitaria y sentarse con gente desconocida, acá le cuesta". Al igual que le cuesta la aceptación de otra novedad que intenta fomentar: el uso de copas sin pie para servir vino, lo último que ha sacado la firma austríaca Riedel.

De frente a la entrada, una escalera de hierro gris y escalones de madera conduce al segundo piso que sorprende por la amplitud y la atmósfera intimista generada por un estilo más rústico donde predomina la madera. En la terraza exterior, el jardín vertical realizado por Musacco Flores se roba el protagonismo.

Made in Uruguay

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"Menos las sillas de Samic, todo lo demás se hizo acá: las mesas, la barra, la cava, las lámparas, todo es producido por artesanos uruguayos". Las mesas con vetas a la vista, al igual que los elementos de herrería se mandaron a hacer a artesanos independientes. Las luminarias del comedor son de Juana Boix —una artesana de Carrasco—, y las de filamento, de Zum. Los cuadros que salpican de color las paredes son hechos por la joven artista de 16 años Agustina Bornhoffer, y no es lo único que aporta un toque de color, ya que la vajilla esmaltada de varios colores le hace la competencia.

La cava es provista por Vinos del Mundo, la decoración por Pórtico y la vestimenta del equipo por Lacoste. "Todo fue trabajado detalle por detalle, todo pensado, craneado. Nada es por casualidad".

Dos cartas

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Hugo Soca es oriundo del campo, cercano a Pan de Azúcar, y allí vivió por 16 años, tiempo en el que se nutrió de las costumbres de su abuela y de la comida casera, tradición que rescata en Tona. Todo se elabora en el restaurante, desde los panes hasta las mermeladas, las pastas y la pastelería. "El que viene acá no viene a un restaurante, viene a la casa de Hugo. Tratamos de que las personas vivan una experiencia, contar una historia, que se vayan con algo más que lo que comieron o bebieron".

La peculiaridad de la propuesta gastronómica es que cuenta con dos cartas: la de la abuela Tona, con los platos típicos uruguayos, y la de Hugo Soca, con platos de autor. "Pero la abuela me gana", confiesa el chef con una sonrisa. La carta se diferencia también por la vajilla que utiliza: los platos de la abuela se sirven en vajillas esmaltadas —que fueron regalo de varias abuelas al cocinero—, mientras que los de Soca en platos de Pórtico.

"Lo más vendido por lejos son los buñuelos de espinaca, la tortilla de papa, las albóndigas, la costilla de ternera a la milanesa, la tostada de pan de maíz con cremoso de palta, la lengua a la vinagreta, los raviolones de zanahoria asada y jengibre y el pastel de cordero", relata. Hay un menú fijo y otro que va variando de acuerdo a los productos de estación y a los caprichos del chef.

De cada plato se hace una cantidad determinada de porciones, si se termina, no se hace más, y si sobra, no se congela, porque el concepto del lugar se basa en ofrecer comida fresca, recién hecha, como cuando uno come en su hogar.

Este restaurante declarado por el gobierno como marca país desde noviembre de 2015, cuenta en su cava con unas 50 etiquetas de vino de varias partes del mundo. A su vez, ofrece tragos, cervezas artesanas y aguas saborizadas elaboradas en el lugar, que marcan otro diferencial dentro de las propuestas gastronómicas montevideanas.

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