El cine de los Coen, como el de Quentin Tarantino, posee una obsesión ombliguista: el cine por el cine mismo, la recursividad del homenaje interno, la recorrida por el rosario de citas y guiños a directores, películas y períodos que los excitan visual y narrativamente. Es una larga declaración de amor al cine. Como filman mucho (primero hacen y luego, si tienen tiempo, se detienen a ver lo que han hecho), los Coen presentan los altibajos de cualquier artista hiperproductivo, en este caso por duplicado. En esto se acercan a Woody Allen.
Su última película, en carteleras uruguayas, es ¡Salve, César! Esta vez, la reverencia es para el período dorado de Hollywood, el del cine de grandes decorados y cientos de extras, de enormes producciones de época, en medio de la persecución a los comunistas en los Estados Unidos. Se trata de una mezcla de situaciones más o menos jocosas, a través de personajes que actúan en diferentes películas de género. Por allí desfilan Josh Brolin, Scarlett Johansson, Jonah Hill y George Clooney, que encarna a un actor malo que encarna al emperador romano Julio César.
Pero el filme no logra dar en el clavo. Más allá de la soberbia parte técnica, que reproduce las texturas, los encuadres y los clásicos giros del cine imperial de Hollywood, ¡Salve César! es una película con poca alma e incluso sus ripios de comedia parecen forzados adrede para que aparezcan los actores en escenas caprichosas.
Los Coen se alejaron de sus mejores toques de comedia, los que brillan cada vez que se ve Quémese después de leer o Educando a Arizona. De sus retratos de violencia, en Simplemente sangre o Sin lugar para los débiles. De sus personajes más complejos, como el escritor Barton Fink, el peluquero de El hombre que nunca estuvo o incluso el gran divagante Lebowski. De las pequeñas joyitas con las que colaboraron para proyectos colectivos, como Paris je t'aime y Chacun son cinema. Esta vez, demasiado apegados a los personajes acartonados que reverencian, los hermanos la pifian.
Aparte del hace poco fallecido Prince, los Coen son los hijos creativamente más relevantes de Minneapolis, una ciudad norteña, cercana a Canadá, que abraza el río Misisipi y lo congela durante buena parte del año. Desde el comienzo de su carrera, Ethan y Joel formaron un cuadrilátero con sus esposas (la editora Tricia Cooke y la formidable actriz Frances Mc Dormand, respectivamente), que colaboran en cada uno de sus proyectos con sus aportes artísticos. En ¡Salve, César! McDormand tiene un mínimo papel terciario. Está muy lejos de lo que hizo en Fargo, por nombrar una de las excelentes películas en que fue dirigida por su marido.
Como Eastwood y Allen, los Coen siempre guardan bajo la manga la chance de recuperarse en la próxima. Luego de dos comedias amargas como Un hombre serio y Inside Llewyn Davis, un western nostálgico como Temple de acero, más un guión bélico (Inquebrantable) y otro de espionaje (Puente de espías) bien pueden elegir con mejor puntería su siguiente película. Según versiones de Hollywood, podrían volver al policial para adaptar una novela de Ross McDonald.
La mejor forma de olvidar este mal paso de los Coen es volver a casa rápido, despejar el recuerdo de Clooney con cerquillo romano y buscar el formato más conveniente para disfrutar de ¿Dónde estás, hermano? Allí Clooney tiene bigotito estilo Clark Gable, corretea por los pantanos sureños durante la Depresión, huye y se enreda con un destino siempre esquivo, cual personaje de La Ilíada. Y mientras tanto, canta y baila con una barba postiza. Esos son los Coen que emocionan. l
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