En Claraboya se escucha la voz de Saramago con la misma sonoridad que en las novelas posteriores que le han dado fama mundial y lo han hecho merecedor del premio Nobel de Literatura en 1998. Sin embargo, cuando el autor propuso ese manuscrito a un editor portugués, no obtuvo respuesta. Eso fue en 1953 y Saramago dejó de escribir ficción por dos décadas.
En 1989, en una mudanza interna de la editorial portuguesa, alguien encontró el manuscrito olvidado. Llamaron al autor para comunicarle el hallazgo y le dijeron que estarían complacidos en publicar la novela. La respuesta de Saramago fue: “Gracias. Ahora no”. Y fue un no tan rotundo que el autor se impuso no publicarla, aunque tampoco la destruyó, sino que dejó la decisión a sus sucesores.
Las razones que tuvo el autor para no dar el manuscrito a la imprenta tienen que ver con la amargura que le produjo el silencio de los editores. Las que tuvieron estos para hacer lo mismo, hay que buscarlas en el texto y el contexto.
Aunque no es una novela política, Claraboya es un texto que no hace concesiones a lo que convendría o no publicar en un país gobernado por una dictadura (la de Salazar, que duró desde 1932 a 1968) y tampoco su autor se detiene a pensar en lo que sería más agradable para el mayor número posible de lectores.
La viuda del autor, presidenta de la fundación que lleva su nombre y autora del prólogo y la traducción al español de Claraboya, Pilar del Río, resume: “Demasiado fuerte, demasiado arriesgado viniendo de un autor desconocido, demasiado trabajo defenderlo ante la censura y la sociedad, para el poco provecho que aportaría”.
Del Río ha preferido mantener el nombre de la editorial en reserva. Las razones para publicarlo ahora van más allá del obvio interés por una novela inédita de un premio Nobel ya fallecido. Tienen que ver con una galería de personajes que se vuelven entrañables una vez que se conocen íntimamente y se aprende a entender sus razones, por mezquinas o miserables que sean.
El ambiente es el de una Lisboa provinciana, en la década de 1940, en un edificio de apartamentos que alberga la pobreza decente y sus inconfesables secretos.
El estilo de Saramago es directo, casi despojado de ripios, con una madurez en el manejo del lenguaje impropia de un veinteañero sin educación formal.
También es notorio que el Saramago más veterano de las últimas décadas no revisó el manuscrito. Está esa visión desencantada y con una esperanza muy escondida de Saramago, pero no desarrollada como después lo haría en Ensayo sobre la ceguera, por ejemplo.
Para los que conocen la prosa del portugués, la lectura de Claraboya es un reencuentro inesperado con personajes que le son familiares y con un universo de situaciones nimias, en apariencia, pero que exploran las profundidades del alma.
Pilar del Río establece, con razón, que este libro encierra algo muy especial: “Claraboya es el regalo que los lectores de Saramago se merecían”, dice en el prólogo y agrega: “Es la puerta de entrada a Saramago y será un descubrimiento para cada lector. Como si un círculo perfecto se cerrara. Como si la muerte no existiera”.
Parecería que Saramago se hubiera tomado revancha del dolor que sufrió por el silencio de aquellos editores, cuyo nombre no se dice, y que ahora estuviera gozando de una segunda juventud con la publicación de una muy buena novela, que llega cuando él ya no está.
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