El fútbol, entendido como fenómeno social y económico, está sostenido por las pasiones. O mejor, por la peor cara de las pasiones. Esas que nada tienen que ver con el amor o con la inteligencia, ya que para enamorarse de los colores de una camiseta es preciso, por lo menos, suspender el juicio y poner en marcha un pensamiento mágico bastante pobre.
Por eso, los apasionados dados a esos arrebatos suelen desbarrancarse para el lado de la violencia o, en el mejor de los casos, aburren tratando de explicar la superioridad del cuadrito que lo desvela aunque sus jugadores le peguen de punta y para arriba.
Llegados a este punto en el que llueven garrafas y las balas andan silbando, muchos uruguayos se dan al ejercicio de recordar los años aquellos en los que se podía ir a una cancha de fútbol sin correr peligro. Pero creer que en esta parte del mundo se pueden tomar la medidas necesarias para volver a aquellos tiempos, es como añorar la juventud con la esperanza de que regrese.
Ni nosotros somos aquellos ni la sociedad es la misma. Aquel violento que estaba dispuesto a pegarle una piña al que le gritara un gol en la oreja, hoy anda calzado. Los periodistas deportivos siguen arengando sobre la importancia de un partido como si se tratara de una guerra, pero los oyentes son otros y decodifican en el mensaje de la peor manera.
Las consignas de "no a la violencia" se mezclan con disputas en las redes sociales que uno las imagina desbarrancado en refriegas cuerpo a cuerpo si se trasladaran a la vida real.
Los hinchas mansos se quejan de los violentos pero su devoción los empuja a seguir pagando entradas y a exponerse a la pedrada o al balazo mientras alimentan la misma máquina que lo acosa.
Al más lindo de los juegos hace tiempo que se lo comió la competencia desmedida y las actitudes guarangas de unos hinchas que, aunque lo nieguen, les chorrea fanatismo por todos lados aunque no lleguen a ser barras bravas. Gente con la que es imposible hablar cinco minutos de fútbol sin que les salga el animal de adentro del que ni siquiera son conscientes.
No se olvide: esa manga de desaforados que rompen todo a su paso llevan puesta la misma camiseta por la que usted ha derramado lágrimas de tristeza y de alegría. Distintas formas de una pasión que, por lo que se ha visto y se verá, es imposible evitar que se desborde.
Por su lado, los comerciantes de camisetas, los contratistas, los dirigentes, los propios jugadores necesitan que esa pasión exista porque, si se extingue, se extingue el negocio.
Nosotros, en tanto, nos negamos a arriar esa bandera que nos dejó en herencia un padre, un tío o un abuelo. Tal vez porque no queremos traicionarlos. Por eso seguimos gastando demasiada energía, papel y tinta en el devenir de una pelotita.
Dicho esto, uno entra a Youtube vaya a saber por qué y, vaya a saber cómo, se encuentra con un enlace lo lleva a una maravilla maradoniana, al pique corto de aquel número 9 o al video de un grupo de niños jugando al fútbol en un campo agujereado por las bombas.
Entonces, uno se acuerda de las ingobernables guindas de trapo, de plástico y de goma que ha pateado en su vida, o de aquella maravilla a gajos que apareció una mañana de Reyes.
Y, como el peor de los adictos o el mejor de los enamorados, se pierde detrás de esa pelota que algún descuidado se empeña en dejar picando al borde del área.
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