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¿Volvieron los golpes?

Las acusaciones de "golpes blandos" esgrimidas por la izquierda latinoamericana
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10 de septiembre de 2016 a las 05:00
Un tema recurrente entre los gobiernos de izquierda de América Latina ha sido la denuncia en bloque de "un golpe" cada vez que alguno de ellos ha enfrentado una crisis política, o un proceso de destitución democrática.

El único golpe verdadero que triunfó en todos estos años fue el que en 2009 le dieron a Manuel Zelaya en Honduras. El levantamiento de 2002 contra Hugo Chávez en Venezuela fue derrotado rápidamente por el pueblo en las calles. Las demás veces que los gobiernos de la región han denunciado un golpe, en los hechos no lo ha habido.

En Argentina, durante la crisis del campo en 2008, el gobierno de Cristina Fernández de Kirchner denunció la existencia de "un golpe blando". A partir de entonces, cada crisis que enfrentaba se la atribuía a los intentos de desestabilización de la "oligarquía destituyente".

Evo Morales en Bolivia lo invocó semanas atrás con el asesinato de un viceministro de su gobierno, y Rafael Correa en Ecuador también ha denunciado más de una vez intentos de golpes blandos contra su mandato, el más sonado en 2010 con una revuelta policial.

Y Nicolás Maduro en Venezuela ha mostrado una imaginación que supera los confines de lo real maravilloso para denunciar golpes de todas las fuerzas, países y conspiraciones posibles, siempre con la participación, claro, de la "burguesía parásita" venezolana.

La última acusación de golpe en la región se dio con la reciente destitución de Dilma Rousseff en Brasil. Esta vez no se aludió a un "golpe blando", sino a un "golpe parlamentario". La realidad es que la destitución de Dilma se dio tras un largo proceso de impeachment. Si hubiera sido un gobierno popular y si los brasileños no se hubieran hartado antes con los megaescándalos de corrupción, el pueblo habría salido a las calles para evitar la caída de su presidenta.

Por lo demás, se cumplieron todos los plazos y requisitos del mecanismo constitucional de destitución, que desde luego fue político, como todo impeachment, y en el que Dilma estaba acusada exactamente de lo mismo que en 1999 se acusó al presidente Fernando Henrique Cardoso: crímenes de responsabilidad. Claro que en aquel momento quien promovía el impeachment era el PT, que entonces no lo veía como un golpe, sino como una forma de "asegurar la democracia", y de revertir lo que denunciaban como "un fraude electoral" que había llevado a Cardoso a la Presidencia de Brasil.

Pero conviene detenerse un instante en esa frase del juicio político previsto en la Constitución brasileña: "crímenes de responsabilidad". El juicio político, o impeachement, es, como el concepto lo dice, político. Se trata, pues, del instrumento que se reservan los sistemas presidencialistas para remover a un primer mandatario en casos de crisis de gobernabilidad, como la que enfrentaba Brasil.

En los sistemas parlamentaristas, eso se da de forma más natural –y asumida– cuando el gobierno pierde los apoyos y la cámara baja le vota una moción de censura. Lo hemos visto a menudo en Italia, Gran Bretaña, Bélgica, Grecia y otros países.

En el caso de la Constitución brasileña, "crímenes de responsabilidad" es una especie de cajón de sastre donde hacer entrar razones políticas para la destitución de un presidente cuando lo amerite una crisis de gobernabilidad. Lo mismo sucede en el impeachment previsto en la Constitución de Estados Unidos con la frase "high crimes and misdemeanors"; es decir que el presidente puede ser destituido por delitos graves o menores, en una evidente ambigüedad (así entendida, además, por los constitucionalistas) para que quepan allí razones, otra vez, políticas. Y después de todo, de ahí viene el presidencialismo; ese es el origen.

El juicio político en la Constitución del Paraguay resuelve el asunto estableciendo que el presidente puede ser destituido por "mal desempeño en sus funciones". Allí las razones políticas parecen estar aun más claras. Y esa fue precisamente la figura por la que en 2012 se destituyó al presidente Fernando Lugo. Entonces también surgieron las denuncias de un "golpe parlamentario". Pero más allá de las formas, y sobre todo de la velocidad con que se llevó a cabo ese juicio político, no existió allí una "ruptura del orden democrático", como se alegó días después para suspender al país como miembro del Mercosur.

Todo esto, en un sistema ultrapresidencialista como el uruguayo puede resultar extraño. La Constitución uruguaya establece en el artículo 93 que el presidente solo puede ser juzgado por "violación de la Constitución u otros delitos graves". Curiosamente, no deja espacio para razones políticas en un juicio político. Y además las instrucciones para el procedimiento se completan recién en el artículo 172, en una oscura redacción que pareciera hecha ex profeso para cumplir con la provisión y nada más.

De seguro, antes de que el Poder Legislativo juzgue a un presidente en Uruguay, pasará una manada de camellos por el ojo de un alfiler.

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