Opinión > COLUMNA / EDUARDO ESPINA

Yo, la mejor de todas

Murió la que para muchos fue la mejor actriz de la historia del cine
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13 de agosto de 2017 a las 05:00
Jeanne Moreau acaba de morir, a los 89 años de edad. Se llevó con ella su eterna juventud. Siguió siendo imprescindible, incluso a una edad en que otras actrices se desmoronan, más que nada físicamente, y así, sin la armadura de la juventud para defenderla, brilló en su posdata en filmes que vienen a la cabeza sin necesidad de llamarlos, como Querelle (1982). Tengo escrita en la mente su frase: "No te preocupes por envejecer, pareces más joven si no te preocupas por eso". Ya veinteañera o septuagenaria, pasó por el amor como esas ráfagas de viento iluminado que necesitan un tifón, un huracán más bien, donde quedarse a vivir, pues la vida solo vale la pena ser vivida a partir de los sentimientos; de lo contrario, la realidad termina ganando.

Como si no pudieran ser sino esquirlas resplandecientes de una experiencia fenomenal, los instantes imposibles de obviar en las películas de Moreau son poemas donde las palabras salen de un rostro en vez de una página. Tal vez por eso, lo que más recuerdo de ella son parlamentos mediante los cuales los pensamientos se sintieron interpretados por las emociones. Cómo olvidarlos, cómo no prestarles atención, imposibles pasarlos por alto. Aún continúan, igual que desde el primer momento, regresando cada tanto, cuando los llamamos porque son necesarios para seguir, por más que la actriz se haya ido.

La suya es una inmortalidad que pudo confirmarse tantísimos años atrás, cuando protagonizó dos películas en que el amor, o lo que se le parezca, fue el protagonista principal: Ascensor para el cadalso (1958) y Jules y Jim (1962).

En la primera, tal vez la mejor historia de amour fou que se contó en una pantalla (me cuesta encontrar otra en esa línea que tenga diálogos más absolutos), encarnó a la esposa que decide participar en el asesinato de su marido, pues a veces el amor, cuando el tiempo le falta, se convierte en el más hermoso de los crímenes, el único capaz de hacer de la realidad una ficción irreconocible. Si ya antes en Pacto de sangre (1944) Barbara Stanwyck, la que nunca paraba de fumar porque lo hacía sin pudor (apareció en la publicidad de los cigarrillos LM), había sido la fatalidad disfrazada de cómplice –la gran aliada del deseo cuando es irracional–, Moreau fue algo similar, pero con mayor lirismo, porque el amor al desafiar a la muerte lo requiere; cuanta más poesía, mejor.

En Ascensor para el cadalso, Moreau y Maurice Ronet interpretan a dos continuidades interrumpidas, para las cuales el ménage à trois no es la respuesta (devalúa su pasión). En esa historia, el luto y el duelo ante la pérdida (del sentido de vivir) devienen pasión y frenesí convertidos en bomba de tiempo, en boomerang, pues, como tal, la muerte va y viene, incluso cuando no la llaman.

La infelicidad de los acontecimientos se incrusta en la vida de los personajes, para decirles que aquello que les pasa es lo único que hay; el amor y el deseo convertidos en parque de diversiones de sí mismos. Esa es la historia de almas gemelas de padres diferentes, de dos en tren de decidir cuál destino podrá ser posible compartir, aunque la imposibilidad guíe el viaje. De ahí que la epopeya amorosa en tono de vértigo resulta majestuosa, incluso en los claroscuros depresivos que legan al espectador, para que también este sienta que a la vida de los demás, de dos en particular, le pasan cosas imposibles de explicar con un lenguaje lógico.

Como esa belleza fuera de catálogos que Dios crea cada tanto para envidia de la belleza, Jeanne Moreau fue una imagen que deslumbraba por las preguntas que era capaz de generar a su alrededor. Existió por alguna razón de esas que son razones del corazón, y por tanto solo este puede entender. Cada gesto creaba una estampida de propósitos para los cuales estaba bien ser diferente. Su pelo, sus labios, sus ojos, su manera de mirar al otro lado donde estábamos nosotros; su voz para decir lo que desconocíamos y menos aún sabíamos que podía haber tal forma de expresarlo. Y todo lo decía y hacía con la naturalidad propia de aquellos seres para los cuales la persona es bastante más que las circunstancias que le tocaron representar; nunca fue una pin-up girl, pues para eso estarían las que vinieron luego, incompletas incluso a la hora de representar la belleza.

En Jules y Jim, por su parte, sin preocuparse porque las cosas le pasaban a ella, Catherine fue la gran heroína del amor dividido o compartido, depende, la intermediaria de deseos sin equivalencia. Representó la condición de lo sublime con cuerpo de mujer. A Moreau no le costó ser sublime; lo fue con absoluta naturalidad, todas las veces que quiso, como si le hubiese tocado ser, por designio de lo que no se sabe, la amante del mundo, pero solo de unos pocos.

Nacida en un país que abolió la monarquía, Jeanne Moreau impuso su reinado en películas en las que el amor nunca conseguía alcanzar la cima, y más bien lograba su esplendor a partir de la decadencia que lo magnificaba, como si en la vida se tratara de buscar la felicidad donde la felicidad tiene prohibida la entrada.

Sin importar cómo se llamaran, con implacable humanidad y cargados de sortilegios a descifrar, sus personajes impusieron una autonomía existencial desde la cual iluminaban como faro en medio de la tormenta. Desde su cumbre imponía condiciones, librada de recato retórico, y sin obviedad como para exaltar la presencia de alguien a la que el mundo no parecía alcanzarle para acomodar el enigma de estar vivos.

Hay quienes creen que la pasión siempre está relacionada con la concupiscencia. De ahí –sea cierta o falsa la creencia– que sus personajes se metían con todo lo que tuviera que ver con el deseo, cuando este deambula entre la futuridad y la melancolía, pues nadie como los franceses para representar esa parte tan vulnerable del alma humana donde no se sabe por dónde empezar y menos seguir. Efecto de contrastes librados de represiones, su presencia nunca hizo trampas (pocos rostros en la historia del cine han estado tan bien librados de maquillajes y licopodios), como si con sus condiciones ayudara a imaginar un mundo mejor que aquel que le había tocado para vivir, tal como lo vimos, y la vimos, en Monsieur Klein (1976), obra maestra de Joseph Losey (la noche de domingo que vi la película en el cine Rex de Montevideo no pude dormir).

Dice la voz en off al final de Jules y Jim: "Las cenizas fueron puestas en una urna, y esta sellada. Jules las habría mezclado. Catherine había querido que las esparcieran desde una colina... Pero eso no estaba permitido". Nadie en la historia del cine supo enseñar como Jeanne Moreau que en el arte todo debe estar permitido, porque la vida, para estar completa, no puede depender de incompletas prohibiciones.

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