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Amor a la mexicana: La gran esperanza que despertó López Obrador se enfrentará pronto a duros retos

López Obrador representa al mexicano de a pie
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12 de agosto de 2018 a las 05:00
Tras haber sido precipitado de las cimas de la clase política mexicana, y del que fuera su propio partido, durante los últimos doce años, acusado de populista, de querer tirar abajo las instituciones y de ser "un peligro para México", Andrés Manuel López Obrador vive hoy su largamente esperada luna de miel con el pueblo mexicano.

AMLO, como se lo conoce popularmente, ganó las elecciones el pasado 1 de julio con el 53% de los votos; comicios a los que llegó con un movimiento de base creado por él mismo, MORENA (Movimiento de Regeneración Nacional), que en nada se parece a un partido político tradicional y con el que recorrió varias veces el país hasta sus parajes más recónditos. Hoy, a casi cuatro meses de asumir la Presidencia, las encuestas lo ubican por encima del 70% de popularidad; y son varios los que votaron a sus rivales que hoy, dicen, votarían por él.

Hasta ahora parece haber despertado en los mexicanos una esperanza y una ilusión muy similar a ese sentimiento que embargó al pueblo estadounidense tras la victoria de Barack Obama en 2008. Y seguramente cuando tome posesión, el próximo 1 de diciembre, la fiesta en el Zócalo de la Ciudad de México tendrá los ribetes emotivos de aquella tarde de enero de 2009 en el Mall de Washington con la inauguración de Obama.

La comparación no es caprichosa. A pesar de una vida dedicada a la política, López Obrador representa al mexicano de a pie, al "pueblo llano" como dice él; y ha hecho de la defensa de los excluidos un sello propio, en un país con 50 millones de pobres.


Por otra parte, si en Estados Unidos existe la llamada brecha racial, que por un momento se creyó superada tras la elección del primer presidente negro, en México conviven dos países: el México del norte, próspero, europeizado y mirando a Estados Unidos; y el México del sur, empobrecido, indígena e imbuido en la cultura mesoamericana y sus postergaciones históricas. López Obrador es un hombre del sur. Y así, el primer presidente desde Benito Juárez salido de las entrañas del México profundo. Si a Juárez la clase política y la alta sociedad de la época lo motejaron como "el Indio", a este le dicen "el Peje" (por el pejelagarto, una especie marina no precisamente muy agraciada que habita las aguas de su tierra tabasqueña) y siempre se han burlado de su acento paisano y de que se come las eses.

En 2006 perdió las elecciones contra Felipe Calderón por escasas décimas, tras una brutal y omnipresente campaña sucia en su contra desatada desde las cámaras empresariales y desde la poderosísima cadena Televisa, propiedad de Emilio Azcárraga Jean, quien seis años más tarde logró lo impensable en cualquier democracia: encumbrar a su propio delfín político desde las pantallas de la televisión, el hoy presidente saliente Enrique Peña Nieto, satirizado en las redes sociales y en los mentideros de la política mexicana como "el telepresidente".

De ese modo, el triunfo de López Obrador encarna también un largo sueño de las clases populares dondequiera: la caída de las élites. En México, es particularmente así además por el enorme desprestigio de los partidos tradicionales: el PRI y el PAN, identificados con las peores prácticas de la política mexicana y su corrupción estructural. El PRI gobernó México con mano autoritaria durante setenta años, en un sistema de partido único de facto que Vargas Llosa llamó "la dictadura perfecta", y al que Octavio Paz atribuye ese carácter pesimista y resignado del mexicano que describe en el 'El laberinto de la soledad'. A la preservación de ese sistema contribuyó de un modo significativo y escandaloso la penetración de Televisa; tiempos en que la televisora era presidida por Emilio Azcárraga Milmo, 'el Tigre' Azcárraga, padre del hoy dueño y quien se declaraba públicamente como "un soldado del PRI".

A casi cuatro meses de asumir la Presidencia, las encuestas lo ubican por encima del 70% de popularidad; y son varios los que votaron a sus rivales que hoy, dicen, votarían por él.

Luego llegarían, con el cambio de siglo, los doce años del PAN, que en un principio también despertó una gran expectativa y avivó la esperanza de los mexicanos. Pero más allá de sus muy importantes logros en términos de libertades individuales y políticas, la sensación que dejó fue que pocas cosas cambiaron en el modo de hacer política. Y para mayor descrédito, dejó un país sumido en la violencia del narcotráfico y la corrupción a todos los niveles.

Contra todo eso, y el hartazgo que produjo en los mexicanos, es que llegó Obrador en el imaginario de sus votantes.

Sin embargo, el hoy presidente electo ha cambiado su tradicional discurso divisivo por uno de reconciliación. Ha tendido la mano a los empresarios, que en México hacen política abiertamente como en ningún otro país. Siempre han sido muy celosos de un statu quo que les garantiza muy bajos impuestos y, en general, del sistema político que les ha permitido amasar algunas de las fortunas más grandes del mundo. A López Obrador siempre lo habían combatido ferozmente con el temor de que viniera a cambiar las reglas del juego.

Lo mismo se decía de él en el año 2000, durante la campaña que lo llevó a la Alcaldía de la Ciudad de México: que era populista, que iba a expropiar al empresariado y que instalaría en la gran urbe una suerte de socialismo metropolitano. Nada de eso sucedió. Obrador hizo un gran gobierno en el DF, a la mitad de su mandato su índice de aprobación era del 92%, hizo mucha obra pública, construyó los segundos pisos del Periférico; y no solo no expropió a ningún empresario, sino que además, y con buen criterio, le entregó el Centro Histórico a Carlos Slim, uno de los hombres más ricos del mundo.

Esa parece que será también la tónica de su presidencia. Ya les ha dicho a los empresarios que no les subirá los impuestos, ni tocará sus intereses; lo que ha sido suficiente para ganarse de nuevo su favor. En la política económica tampoco se han anunciado grandes cambios, más allá que se van a revisar algunos de los contratos con la petrolera estatal Pemex firmados a partir de la reforma energética de Peña Nieto, quien al margen de su impopularidad y de cómo haya llegado a Los Pinos, impulsó una serie de reformas estructurales por las que algún día le darán crédito.

Las renegociación del NAFTA con Estados Unidos también ha seguido, y todo parece indicar que seguirá, por el camino trazado por el equipo de Peña Nieto. Pero es justamente en esa negociación que se juega buena parte del desempeño económico del sexenio de López Obrador y la futura captación de inversión extranjera. El gobierno de Donald Trump insiste en cerrar un acuerdo bilateral sin Canadá antes de las elecciones legislativas de noviembre en Estados Unidos; lo que en los hechos significa que se firmaría antes de la asunción de AMLO. Y eso ya empieza a generar ansiedad en algunos sectores; si bien los mercados siguen respondiendo favorablemente y el peso se ha seguido fortaleciendo desde el día de su elección.

El triunfo de López Obrador encarna también un largo sueño de las clases populares dondequiera: la caída de las élites.

Pero sin duda el mayor desafío lo tendrá en la reducción de la violencia. Obrador recibirá al México más sangriento desde la Revolución. La guerra contra los carteles, iniciada por Calderón en 2006, ha dejado más de 200 mil muertos y cerca de 35 mil desaparecidos. AMLO se ha propuesto terminar la guerra y decretar una amnistía para los narcotraficantes que no sean, o hayan sido, capos de las organizaciones criminales. El presidente electo y su equipo han iniciado una serie de foros sobre el tema por todo el país "para recoger ideas de los ciudadanos en las zonas más afectadas por la violencia". Pero tal como está planteada la iniciativa, no se ve muy claro cómo podría eso pacificar un país tan convulsionado. Más allá de que de movida ya enfrenta resistencia de las asociaciones de víctimas.
En suma, salvo algunas ampliaciones, aunque no menores, en algunos programas sociales y en materia de Educación, nada hace prever un cambio radical durante el gobierno AMLO. "La cuarta transformación de México" que él tanto ha anunciado parece más retórica que otra cosa.

Sin embargo, entre los mexicanos flota la sensación de un tiempo nuevo. Y es que Obrador es un especialista en el manejo de los símbolos y los gestos: vivirá en su casa al sur de la Ciudad de México, no usará la residencia oficial de Los Pinos, a la que convertirá en Museo; no usa ni usará guardaespaldas; se bajará el sueldo a la mitad y venderá el avión presidencial. Cuando tenga que volar, lo hará por aerolínea comercial y en clase económica.

Y hay algo que todos los sectores parecen tener hoy muy claro: se acabó la corrupción, al menos hasta donde llegue el ojo del presidente, que ya ha dicho que no la tolerará ni en propios y extraños. Por ahí va buena parte de la esperanza y el optimismo que hoy invade a los mexicanos.

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