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Arabia Saudita: llega un nuevo autócrata

La destrucción del precario equilibrio de Saud y una apuesta de lograrlo todo o quedarse sin nada
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20 de noviembre de 2017 a las 05:00
Por
Pablo Aragón
Especial para
El Observador

De poco interés es el golpe de Estado militar que viene de derribar al vetusto dictadorzuelo africano Robert Mugabe en Zimbabue, y hablamos empero de él hasta por los codos.

Mucho mayor impacto tendrá, en tanto, el golpe de Estado que se diera el 4 de noviembre pasado en Arabia Saudita, pese a suscitar tan pocos comentarios.

Medio Oriente arde. El maldito Estado Islámico (EI) está en franca retirada tanto en Siria como en Irak, atenazado por embates rusos, estadounidenses e iraníes, privado de sus antiguos sustentos turcos, saudíes y cataríes. La creación de un Kurdistán en el norte de Siria, así como la de un enclave druso en el sur del país parecen desvanecerse con las horas, pese a ser un proyecto israelí que la caída del
EI parecía ambientar. Arabia Saudita, en tanto, luce empantanada en su guerra contra Yemen, el país más pobre del golfo pérsico, al que está sitiando y hambreando a la vista y paciencia del resto del mundo, y con la complicidad de EEUU y sus socios de la región: culpan a los houtíes de ser una cabecera de puente de Irán en las arenas arábigas.

El 4 de noviembre pasado, el primer ministro sunita del Líbano, Saad Hariri, leía desde la capital saudita, Riyad, un texto de renuncia a su cargo, atribuyendo a los chiitas de Hezbollah, sus socios en la coalición gobernante, el haberse arrojado a controlar su país.

Nadie, sin embargo, creyó en la sinceridad de sus palabras. El presidente libanés, Michel Aoun, aguarda a que Hariri vuelva a Beirut antes de aceptar su renuncia. Sus adversarios chiitas, lejos de condenarlo, han denunciado que está preso de los saudíes. Y todos saben que Hariri no es hijo de Rafik Hariri, el dirigente asesinado en 2005, sino un bastardo de la familia Saud, manipulado desde Riyad. Está, por tanto, secuestrado.

Se pone peor. El príncipe Mohamad bin Salman al Saud ("MBS") que, desde junio de este año, está en abierta campaña a fin de sustituir a su padre, el rey Salman, en el trono, hizo seguir la comedia televisiva del discurso de Hariri por un virtual golpe de Estado.

En forma dramática y fulmínea, MBS efectuó arrestos en masa en el seno de la elite gobernante: decenas de funcionarios y dignatarios que incluyen a 11 miembros de la familia real y una treintena de ministros y exministros, a muchos de los cuales retiene en hoteles de lujo del país, pero cuyos patrimonios, estimados en miles de millones de dólares, están ya en manos del tesoro nacional que, claro, él mismo controla.

MBS, de 32 años, es hoy el heredero al trono, está a cargo de la guardia nacional de elite del país, es ministro de defensa y, desde el 4 de noviembre, preside el comité de erradicación de la "corrupción" que diera por tierra con los prisioneros, todos ellos espectables miembros de los tres grupos dinásticos en los que se divide la casa de Saud.

MB quiere encandilar al mundo. Está dispuesto a atenuar los rigores del credo wahabista que nutre al salafismo extremista en todo Medio Oriente. Quiere luchar contra el "terrorismo" que alimentaría Catar. Quiere diversificar la economía árabe, liberándola del cepo petrolero. Quiere dar mayores libertades a la clase media árabe, a fin de que sus jóvenes puedan festejar más, y sus mujeres encarar cosas tan obvias como manejar vehículos sin necesidad de ser escoltadas por hombres. Quiere, incluso, abrir al mercado entre 5% y 10% del paquete accionario de la petrolera estatal, Aramco.

Pero no le crea. MBS es un peligroso tarambana, muchas de cuyas iniciativas están mal pensadas, en tanto otras esconden una agenda inquietante.

Su lucha contra el "wahabismo" ortodoxo es, por lo pronto, una pantalla, destinada a hacer más aceptable una expresión repugnante del Islam: ha sido de la mano de ese wahabismo sunita que MBS enfrascó, hace ya dos años y medio, a su país en la guerra de Yemen, una tragedia humanitaria que llevará a que apenas en este año mueran 50 mil niños de cólera y hambre en ese país.

Las cosméticas reformas sociales serían plausibles, si no fueran tan desatinadas: décadas de autocracia teocrática harán que sean resistidas por la mayor parte de la población, así enajenada de la elite occidentalista a la que van dirigidas. La casa de Saud está sentada en un volcán desde hace ya mucho tiempo, y abrirse ahora a la heterodoxia no le hará ningún favor.

La cruzada de MBS contra Catar y el "terrorismo" es otra farsa: lo que MBS y los demás reyezuelos del golfo quieren es suprimir en Catar a la agencia de noticias Al Jazeera, un intento por acercar el cerrado mundo islámico a las prácticas noticiosas internacionales que, claro, estaba y está llamado a dar respaldo a las reivindicaciones democráticas en el mundo árabe. Los monarcas wahabistas temen por lo que las Al Jazeeras de este mundo podrían hacer, en la línea de lo que sacudiera al mundo árabe en 2011 bajo el nombre de "primavera", alentando a la resistencia mayormente nucleada en la Hermandad Musulmana.

MBS tiene todas las condiciones que se requieren a fin de engañar a Occidente y, en especial, a sus gobiernos. Donald Trump no perdió tiempo alabando las medidas "anti-corrupción" del joven... al tiempo que le sugirió hacer el lanzamiento de las acciones de Aramco en la bolsa de New York. Emmanuel Macron se prestó a la vergüenza de volar a Riyad a fin de lograr la liberación de Hariri, sin que MBS le dejara reunirse con su padre ni, claro, acercarse al joven libanés. Y todos hablan ya de Riyad como un muro de defensa ante un supuesto avance iraní sobre la región.

Este podría ser, entonces, el mayor peligro que nos llegue de la mano de MBS: precipitar a Medio Oriente en una escalada bélica que enfrente a Riyad con Teherán, a sunitas contra chiitas. Quienes se sumen a este desaconsejado paso deberían recordar que no fue Irán el que avanzara sobre el occidente del polvorín, sino los EEUU y sus aliados los que derribaran al sunismo baathista en Irak, precipitando en ese vacío las aspiraciones del wahabismo, Turquía, Israel, kurdos y fanáticos del mundo entero en lo que terminara por ser el fétido avispero salafista del Ejército Islámico. Y a Irán en ese vacío, al instalarse en Bagdad un gobierno chiíta.

Si Riyad estuvo, desde el comienzo, en la vanguardia de esta estupidez, MBS está ahora en la vanguardia de una escalada militar que los países occidentales deben contener, si no cortar. El joven podrá creer que tiene todas las cartas en su mano, pero su insensata destrucción del precario equilibrio de la casa de Saud lo enfrentará de más en más a una apuesta que se reduce a lograrlo todo o quedarse sin nada.

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