Opinión > PERSONAJE DE LA SEMANA/ Luiz Inácio Lula da Silva

Breve historia cínica del Brasil

Algunos empiezan a sospechar que Lula no es tan malo, después de todo
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27 de enero de 2018 a las 05:00

Luiz Inácio Lula da Silva –Lula–, el proverbial líder político de la izquierda de Brasil, fue golpeado de nuevo por un fallo adverso del poder judicial. Eso no significa mucho. Faltan infinidad de instancias y apelaciones y él seguirá luchando. El papel de víctima bien puede darle otro gran empujón.

En realidad, Lula no tiene otro camino que la lucha. Su vida ha sido derrota tras derrota, sazonada con algunos grandes triunfos, a fuerza de paciencia y tesón. Aceptar pacíficamente los fallos de la Justicia significaría declararse culpable –y dejar a su vida vacía y sin objeto–. "Yo quiero disputar (con los jueces) la conciencia del pueblo brasileño", bramó el miércoles en San Pablo. Es un gran caudillo carismático. ¿Y por qué habría de aceptar lo que, de una forma u otra, no acepta casi nadie en la oligarquía política brasileña: que ha sido cómplice del robo sistemático al Estado?

En Brasil los asuntos políticos siempre son más vidriosos que inapelables. Algunos incluso han sugerido la posibilidad de que el establishment celebre un pacto implícito con Lula: que, si gana, realice cambios cosméticos que no cambien nada. Al fin, dicen estos, durante sus gobiernos Lula sumó una nueva burguesía de izquierda y metió a sus militantes en el Estado, pero jamás intentó destruir el sistema, sino que se valió de él, como cualquiera.

Otros desean ver en la actual crisis–económica, política y moral– una oportunidad histórica para zafar de un subdesarrollo que es, sobre todo, cultural.

A veces Brasil parece un gigante algo tonto que sigue un libreto mediocre y previsible. Encaró su desarrollo a paso lento, guiado por una oligarquía infranqueable y corrupta, valiéndose de un pueblo alegre y complaciente, que tiende a la sensualidad, el paternalismo, la prebenda y el cargo público.

Según una reciente encuesta comparada internacional, los brasileños ahorran poco, incluso los ricos, y padecen una "inmediatez exacerbada": lo que vulgarmente se denomina consumismo. Es un fenómeno mundial, pero en Brasil adquiere proporciones colosales, de arriba a abajo.

Las reformas de la década de 1990, impulsadas entre otros por Fernando Henrique Cardoso, un antiguo izquierdista devenido liberal, crearon las condiciones de modernidad para el ascenso de Lula, el primer proletario en gobernar el país. El gran auge económico, basado en la exportación de materias primas, empujó hacia arriba a casi toda la sociedad brasileña. Los pobres fueron menos pobres, y la clase media se reforzó y comenzó a salir al mundo. Lula, apoyado en una coalición inestable, evitó meterse en la trama inútil de las viejas recetas populistas e izquierdistas. Se alió a los empresarios y los dejó hacer, y tomó un poco de la crema para verterla sobre los más pobres.

El sistema brasileño es muy maldito. Sus impuestos, que son tan altos como el número de evasores, operan como un Robin Hood al revés. "En vez de cobrar más impuestos a los más ricos para distribuirlos entre los más pobres, (Brasil) termina cobrando impuestos a todos para distribuir vía transferencia monetaria, en especial en jubilaciones y pensiones, entre la mitad más rica de la población", concluyó un estudio de una unidad especializada del Ministerio de Hacienda.

Lula y su sucesora, Dilma Rousseff, no desmontaron el sistema de saquear el Estado, sino que se sirvieron de él para mantener al PT y a sus socios en el gobierno. Rousseff, mucho menos hábil que Lula para engarzar mayorías, logró su reelección en 2014 a un alto precio. Y cuando trató de iniciar el ajuste, se topó con una nueva mayoría parlamentaria, oportunista e impresentable, que conspiró para destituirla. Un juez de Curitiba, Sergio Moro, a quien medio país ve como un héroe, inició una revuelta contra el Brasil de siempre. Halló un poco de mugre, tiró de la piola y llegó hasta la cima.

El país está saliendo de la peor depresión económica de su historia moderna. El desempleo superó el 13% antes de dar la vuelta. El gran déficit fiscal, que llegó a 10% del PIB, se cubre con deuda pública, que ya asciende a 75% del PIB, una de las proporciones más altas de América Latina.

Michel Temer, un presidente sin votos y de dudosa legitimidad, hace el trabajo sucio: ajustes y recortes. Sin embargo no ha podido refundar el sistema de Previdência (jubilaciones), la madre del borrego.

Si al final las opciones electorales se reducen al ultraderechista Jair Bolsonaro, la ecologista-evangelista Marina Silva, algún viejo figurón de la centro-derecha o un izquierdista sacado de la galera a último momento, bien puede ser que muchos terminen extrañando a Lula como el mejor amigo de la estabilidad y la vieja clase gobernante.

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