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De puentes y sociedad fragmentada

El documento de la Conferencia Episcopal del Uruguay debe ser bienvenido porque nos interpela como sociedad
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26 de abril de 2018 a las 05:00
Por Daniel Corbo

La semana pasada la Conferencia Episcopal del Uruguay presentó una publicación titulada "Construyamos puentes de fraternidad en una sociedad fragmentada", convocando a un "imprescindible diálogo social" sobre el tema. Con similar preocupación, nosotros desde este medio de prensa hemos escrito tres artículos con el título de "Una sociedad que perdió el rumbo" que aborda las mismas cuestiones (30/11/17, 28/12/17 y 25/1/18) con enfoques convergentes. Nada más natural, entonces, que nos ocupemos del mismo y sus repercusiones.
El que se ocupó casi de inmediato del documento, fue el prosecretario de la Presidencia de la República Juan Andrés Roballo. Su reacción adversa fue imprecisa, destemplada y llena de inexactitudes. El alto funcionario, él mismo un militante católico, muestra más enojo que razones. Por un lado, causa extrañeza que un funcionario cuyas opiniones, lo quiera o no, involucran a la Presidencia, realice graves acusaciones a una institución de sólido arraigo en el país, cuando como lo reconoció no había leído el documento en su texto íntegro, y se basó en titulares de prensa, según dijo el obispo Milton Tróccoli en radio Oriental. Con ser esta una reacción poco responsable, lo más grave es que el señor Roballo, quién sabe por qué manía persecutoria, cree advertir una supuesta confabulación política de sectores partidarios de la oposición, del movimiento de autoconvocados del agro y de la Iglesia, por la mera remisión a la imagen de "tender puentes" que varios actores públicos han usado en los últimos tiempos. Una vez más el gobierno muestra no tener reflejos democráticos como para aceptar críticas, que por otra parte en el documento de los obispos no están referidos tanto a la gestión gubernativa como a un estado de nuestra sociedad.
Pero esto de Roballo de acusar a los obispos de una operación política coordinada puede no tener nada de inocente, sino ser una estrategia para restar legitimidad a un documento crítico de la realidad social, por la vía de adjudicarle intenciones partidistas. No es la primera vez que desde la presidencia se reacciona dramáticamente hacia quienes, desde la sociedad civil, expresan su interpelación a un estado insatisfactorio de la sociedad. Recordemos que similar acusación se endilgó a los autoconvocados del agro, buscando erosionar sus demandas al acusarlos que detrás de su organización estaban partidos de la oposición. Recordemos también el episodio del colono que interpeló al presidente de la República y fue "escrachado" en la página de la Presidencia, mediante el uso ilegal de datos de organismos del Estado. Al que osa levantar una voz crítica, la Presidencia busca anonadarlo, descalificándolo. De modo que no es descartable que lo de Roballo sea una operación para "ablandar" a los obispos y obtener que estos sean más condescendientes con el partido de gobierno.
El documento de los obispos manifiesta preocupación por la fragmentación de nuestra sociedad, proceso que desde hace décadas ha venido transformando los principales ámbitos de generación de identidad e inserción social de la persona: trabajo, familia, barrios, centros educativos. Con penetración, se afirma que estos procesos afectan de manera desigual a los sectores más vulnerables e inciden en las oportunidades de generar proyectos de vida sustentables. Puede decirse que aquí está el nudo analítico del documento. Pasa luego a considerar cada uno de esos ámbitos de construcción de identidad e inserción social. En unos casos el análisis es rico y sugestivo, especialmente los relacionados con la segregación territorial y sus efectos sobre la homogeneización social, el aislamiento y la exclusión de sectores de la población, donde "la distancia física se va transformando en distancia social", donde falta el encuentro y el reconocimiento, "debilitando el sentido de pertenencia a una misma comunidad". Afirma que al "fragmentarse el tejido social y comunitario, las redes humanas (de protección) se debilitan". En otros segmentos el documento es demasiado benevolente y superficial, como en el pobre tratamiento de la educación, donde emplea un tono tibio y una mirada distante: a las dificultades para trabajar con población que sufre carencias de diverso tipo, se "suma la lentitud de gran parte de nuestro sistema para hacer reformas necesarias". Falta un análisis de múltiples dimensiones en que se verifican resultados insatisfactorios y la comprensión de la compleja etiología que explica el declive del sistema, que no tiene nada que ver con su "lentitud". También es débil el tratamiento de la separación campo-ciudad, faltando una diagnosis estructural y resumiéndose la tensión y la pérdida de equilibrio de las regiones, en impresiones y situaciones coyunturales. El tratamiento del "trabajo" es breve pero significativo, relevando la pérdida de incidencia de la inserción laboral en la estructuración de la identidad, en la generación de red de vínculos y la protección social. Señala con acierto la situación de pérdida de vínculos laborales formales de ciertos sectores y como al trasmitirse de una generación a otra la sobrevivencia en trabajos ocasionales, se afecta la "cultura del trabajo". El tratamiento de la familia aborda los cambios en la integración, estabilidad y pérdida de consideración social, pero aunque lo menciona al pasar, no analiza los embates que sufre ni los factores que inciden en las mutaciones que la afectan debilitando sus funciones de sostén, de construcción de identidad, de preparación para la vida. La referencia al desbalance generacional y a la concentración de la pobreza en los niños es indisputable, aunque ello no le guste a la Presidencia. Luego el documento ingresa en un capítulo eclesial de factura endógena, que resta lugar a la profundización de problemas, descontextualiza las cuestiones que venía tratando y le da un aire de anacronismo.
El tono general del documento es descriptivo, aséptico, moderado. Emplea un lenguaje llano y de fácil acceso. Muchos de los problemas que aborda son un lugar común de numerosos estudios académicos y describen problemas incontrovertibles. En contrapartida, le falta nervio, fibra, no se siente que la realidad lastime ni rebele, le falta sufrimiento. Ese es, por lo menos, el sentimiento que me deja al leerlo. La parte de propuestas, "que quieren ser caminos a transitar", es desigual. Primero, destaca la necesidad de generar un "amplio tejido de actores sociales diversos, plurales, complementarios, que estimulen la corresponsabilidad, creando trabajo en redes", lo que es compartible, pero cuando lo extrema a "la participación activa de toda la ciudadanía", y remite a una responsabilidad de actuación "de todos", se vuelve poco realista. La gente tiene su familia y su trabajo para ocuparse, después de todo. Al abordar la responsabilidad del Estado, plantea una interpelación clave. Frente a las intervenciones del Estado dice que sería saludable preguntarse si contribuyen a integrar y a fortalecer a los destinatarios o sostienen y consolidan situaciones de exclusión. No se trata solo "de dar" o de "trabajar para", sino de "trabajar con" y "trabajar entre" abriendo cauces para encontrar sentido, recuperar la autoestima... La clave aquí es si se trata de transferir ingresos directos o activar las oportunidades de la gente, fortaleciendo el capital cultural y social, la construcción de subjetividad y de un proyecto de vida sustentable. Esto lo digo yo.
El documento debe ser bienvenido porque nos interpela como sociedad, nos coloca frente al espejo de realidades que afectan nuestra integración y nos desafía a no dejar de ser la sociedad de cercanía que siempre buscamos ser. Eso requiere sensibilidad, compromiso, y un tender puentes (perdón, Roballo) para un diálogo social positivo.

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