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Dos grandes comilones

La repentina muerte de Anthony Bourdain es una buena oportunidad para leerlo y probar algunas de sus sugerencias, pero también para conectarse con otros grandes sibaritas
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16 de junio de 2018 a las 05:00
Quién hubiera dicho que Anthony Bourdain, el superchef de los medios, el hombre que desde hace más de una década deja el globo terráqueo hecho un ovillo de tantos vuelos, el hombre que "viaja, come, escribe y tiene hambre de más", terminaría su largo camino por la Tierra ahorcado en un pequeño y exclusivo hotel de Alsacia? La mente humana es misteriosa y los senderos que recorre, sorpresivos, elusivos.

La apariencia pública de Bourdain (descendiente de francocanadienses que anduvieron por el Plata y vivieron en Montevideo) mostraba a un tipo afable delante de cámaras, descrito como simpático por sus amigos. En la introducción de su libro de recetas Appetites (publicado en 2016), Bourdain reconocía que si bien aún no conocía el corazón humano –había trabajado en la cueva de una cocina la mayor parte de su vida y su contacto con la gente ("los clientes") estaba restringido a cumplirle deseos espontáneos, traducidos en platos, lo más rápido posible– el casamiento y la llegada inesperada de una hija a los 50 años lo ponían en un vía de conocimiento interior por primera vez. Tenía fama, dinero, viajes interminables, las más exquisitas comidas del orbe, reconocimiento casi unánime, reverencias de presidentes como Obama y Trump: Bourdain estaba parado en un Everest codiciado por miles. Pero algo, algún día se sabrá, lo llevó a colocar una cuerda alrededor de su cuello. "Si un hombre no sabe a qué puerto navegar, ningún viento le será favorable", escribió Séneca hace 25 siglos.

El legado de Bourdain está casi íntegro en YouTube (No reservations y Parts unknown) y en los libros. Es cierto que leer Appetites da hambre y conduce hacia la mesada de la cocina a probar algunos de los platos sencillos que propone Bourdain. Pero ese prólogo también es un trampolín para otro texto, su libro de cabecera de cocina: Between meals (Entre comidas), de AJ Liebling.

Poco recordado hoy fuera del ámbito anglosajón, Abbot Josheph Liebling es considerado por algunos referentes del periodismo, lisa y llanamente, como el mejor reportero de todos los tiempos. Como auténtico precursor del grupo, fue reverenciado por todos los nombres grandes del nuevo periodismo: Wolfe, Talese, Mailer y Capote hicieron explícita su admiración por este hombre que publicó en la revista New Yorker, y su pluma durante décadas contribuyó a establecer la publicación entre las más selectas de este negocio.

De joven, Liebling pasó una temporada en el París de entreguerras, y comió, bebió y flirteó todo lo que pudo. Lo bueno para los lectores es que lo escribió y el resultado fue Between meals, publicado tiempo después, en 1962. En el medio, Liebling se destacó en géneros tan diversos como cronista de guerra (entre otras proezas, hizo la campaña del desierto en el norte de África y desembarcó en Normandía), de boxeo (su libro The sweet science es obligatorio en el subgénero), de turf, escribió sobre el oficio del periodista, sobre las reservas indias, sobre política regional y otros mil aspectos del enmarañado drama de vivir.

La gula nunca existió en su horizonte. A lo largo de toda su vida, ni Liebling ni Bourdain a través de sus múltiples viajes les hicieron asco a los platos más estrafalarios, a la abundancia de bebidas, todos los animales posibles (desde pájaros diminutos, gelatinosos ojos de foca, conejos estofados, el resto de los mamíferos, águilas y serpientes, grillos fritos, moscas y otros insectos), todos los cereales y los vegetales, las salsas y las sopas, los aderezos, y el arco de postres que va desde el salitre a la melaza. Liebling y Bourdain fueron alegres sibaritas, dos enormes glotones (uno muy alto, otro muy gordo) en una larga hilera de nombres célebres en las letras. La muerte del segundo trae la lectura del primero. El círculo, de alguna forma, se cierra. Bacanales en el más allá, y se escuchan los eructos de los espectros.

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