Leonardo Pereyra

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El avión celeste, la naranja mecánica y el polaco Tomaszewski

El mundial de 1974 casi ignorado por los ojos de un niño
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18 de junio de 2018 a las 14:17

Mi madre señaló con un dedo el avión titilando en el cielo del barrio y me avisó: "Ahí van los jugadores de la selección". Era una noche de junio de 1974, seguramente fría -pero que invariablemente rememoro cálida-, y es uno de los primeros recuerdos más o menos nítidos de mi infancia que por entonces llegaba a los seis años.

En el avión señalado por mi madre viajaban, entre otros, Fernando Morena, Ladislao Mazurkiewicz y Pedro Virgilio Rocha rumbo al mundial de fútbol de Alemania, competencia de la que permanecí casi ajeno jugando en la vereda o en el patio de mi casa pero de la que guardo imágenes fugaces y felices aunque desde el televisor la celeste se desdibujaba en blanco y negro.

Por entonces estaba más atento al álbum de figuritas que a lo que pasaba adentro de las canchas lejanas, acaso porque el quiosquito quedaba más cerca que Munich. Recuerdo especialmente la figurita del arquero de Polonia, Jan Tomaszewski, porque el cromo informaba que se trataba del jugador más alto del mundial con 1,92 metros. ¿Qué tan grande es alguien de 1,92 metros para un niño de seis años? "Es alto. Fijáte que papá mide unosetentaypico", aportó mi madre para que me diera idea de la talla del golero polaco.

Con las figuritas empecé a aprender el color de las banderas del mundo a través de las camisetas de los jugadores. La más rara era la del ya inexistente Zaire y, extrañamente, Alemania eran dos países.

Yo estaba haciendo pelear hormigas y jugando con bolitas cerca del cordón de la vereda, cuando mamá –seguramente para alejarme del filo de la calle- me informó de la única alegría que los futboleros celestes tuvieron en ese mundial. "Vení a mirar el partido un poquito. Mirá que Uruguay metió un gol", gritó desde el portón de mi casa anunciando que Elbio "el chivo" Pavoni había empatado el partido contra Bulgaria. Fui un ratito, miré la pantalla blanco y negro que a veces vacilaba con el movimiento de la antena del techo, y volví a mis asuntos en la vereda.

A la selección uruguaya ya la había revolcado la naranja mecánica holandesa, cuestión de la que me enteré porque me quedaron resonando en los oídos apellidos como Cruyff, Nesskens, Resembrik, Krol y Rep. Me parece que cuando pasaron el baile por televisión yo estaba jugando a la escondida o algo así.

Del día en el que Uruguay perdió 3 a 0 con Suecia y quedó afuera del mundial recuerdo que mi abuela pasó diciendo que eran unos pataduras y después me pidió que me alejara de una fogata de hojas secas porque si no esa noche me iba a hacer pichí en la cama.

También me acuerdo clarito de mi padre junto a unos amigos mirando la final entre Alemania y Holanda e hinchando por los holandeses que ya iban ganando 1 a 0 a los dos minutos del partido.

Salí un rato al patio y se ve que me demoré mucho con una Billiken y unos macaquitos de Titanes en el Ring porque cuando volví a casa estaba el alemán Franz Beckenbauer levantando la copa del mundo y ya casi no quedaba pizza arriba de la mesa.

Después las cosas se hicieron cuesta arriba. Pasaron los años y, con ellos, ocurrió la peor travesía del fútbol uruguayo.

La selección quedó afuera de Argentina 78 y de España 82 tras unas patéticas eliminatorias que, ya con la conciencia del fin de la niñez y el comienzo de la adolescencia, las recuerdo jugadas en días muy fríos aunque no sé en qué estación del año fueron disputadas.

Al parecer, ya desde chico me interesaba más lo que ocurría durante los mundiales que lo que pasaba adentro de los estadios. Porque no es lo mismo jugar que mirar como otros juegan.

En fin, la selección celeste recién volvió a participar de la alta competencia en México 86. En ese mundial maradoniano empezó a terminarse la mala racha futbolera uruguaya y en el barrio otros asuntos empezaron a ganar una altura mucho más grande que la del polaco Tomaszewski.

Pero si la infancia es para siempre la patria del hombre, aquel mundial del invierno de 74, en el que la selección uruguaya dio pena y al que apenas miré de refilón porque me distraían cosas de verdad importantes, fue tal vez la cancha más cálida y luminosa de todas en las que me tocó jugar.

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