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El país de los niños

Benposta es una organización que rescata a los menores de situaciones de violencia y los aloja en una comunidad, donde se autogobiernan
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12 de abril de 2013 a las 22:10

Parece el país de Nunca Jamás. A primera vista es como un mundo de fantasía. Una pequeña ciudad amurallada, erigida en la ladera de un cerro, tres hectáreas de terreno con escaleras entre árboles y pasajes sinuosos que unen las casas donde viven muchachos orgullosos de decir que se autogobiernan. Al igual que en la tierra de los niños perdidos en el cuento de Peter Pan, aquí se respira un ambiente de alegría y libertad. Pero también hay piratas y bestias salvajes al acecho, historias y traumas para superar, fruto de un presente enfermo, que amenaza con violencia y oscuridad.

El cerro de Guadalupe se identifica fácilmente. Es el más alto de los llamados cerros orientales de Bogotá y una virgen blanca corona su cima. A cinco minutos de comenzar a subir, detrás del portón de hierro que da a la calle 9 A, vive una comunidad con una vista privilegiada hacia la capital colombiana.

Benposta Nación de Muchachos es una ONG de inspiración cristiana que brinda residencia y educación a un centenar de menores escapados de la guerrilla, desplazados por movimientos armados o que simplemente buscan una mejor oportunidad educativa. Es una isla de paz en un país marcado por la guerra.

El día comienza a las cinco de la mañana para poder organizar el aseo personal, desayuno y arreglo de cuartos de los 106 residentes. Las 35 muchachas y 71 muchachos, de entre 6 y 18 años, inician las clases a las siete en punto. En Benposta todos trabajan en tareas de mantenimiento y organización. Las actividades académicas y de recreación están incluidas en el cronograma del día. Siempre hay tiempo para estudiar, jugar, ordenar las habitaciones, preparar el comedor y mirar el informativo en grupo.

José tiene 17 años y llegó a Bogotá huyendo de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC). A los 12 vivió cinco meses en el monte, luego de ser reclutado por el Frente 21. Sus ojos negros se ponen serios cuando relata su experiencia: “Todo lo que uno tiene que ver: muertos, cuando roban, cuando matan... verdaderamente, lo que uno tiene que pasar allá no es fácil para un menor de edad”.

Hoy José es un líder comunitario. Es el actual alcalde de Benposta, una “nación” con un esquema de autogobierno para sus “ciudadanos”. Sin importar la edad, todos participan activamente de los debates y las decisiones del “país” donde viven. Y para implementar ese juego pedagógico existe una estructura bien definida, que toma el modelo de una república. La población se divide en 10 distritos, cada uno integrado por un grupo de muchachos del mismo sexo y una edad similar. Estos eligen un representante y tienen un adulto referente, que acompaña el proceso en reuniones semanales y vive en la comunidad. El distrito es la célula más pequeña del autogobierno. El alcalde es elegido cada dos años por votación popular, y tiene una junta de gobierno que lo asesora en diversos temas.

La autoridad máxima de la nación es la Asamblea General, órgano legislativo por excelencia, que convoca a todos los niños y jóvenes los domingos por las tardes, para hablar sobre los temas del momento. La última decisión que se votó, por ejemplo, fue la reincorporación de los campeonatos deportivos en las canchas de Benposta. Ya sea una cuestión cotidiana o las normas de convivencia que rigen en la organización, todo pasa por votación popular.

La ONG llegó al país hace 39 años desde Ourense, un pueblo de Galicia, con el circo de un cura español. Para el representante legal de la institución en Bogotá, José Luis Campo (66), Benposta parte del siguiente principio: los niños son víctimas de situaciones estructurales y no pueden ser educados a partir de estigmas. “Aquí no hay pobres, huérfanos o excombatientes: hay niños y niñas que han sufrido situaciones de exclusión social y violación de derechos”, explica este hombre que está vinculado con el proyecto desde los 15 años, cuando era uno de los residentes de la comunidad original en Galicia, la cual ya no existe. Actualmente, los representantes legales de Benposta integran el equipo país del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas para el reporte y promoción de acciones de protección de niños y adolescentes, el Consejo Nacional de Paz y distintas plataformas de derechos humanos.

La organización funciona como una gran familia, pero no es sustituto de la familia de cada niño o adolescente. Casi todos tienen algún pariente, lejos o cerca, que los visita periódicamente, y con quien pueden hablar por teléfono. En las vacaciones los niños vuelven a sus casas por unos días, salvo los casos extremos, en que ni siquiera pueden regresar a sus pueblos. En diciembre pasado, 15 muchachos no pudieron salir de Benposta y las familias viajaron a visitarlos. Para reintegrarse a la comunidad, todos los años los muchachos deben presentar una carta confirmando que esa es su voluntad. Todo el que vive ahí es porque quiere y tiene que demostrarlo por escrito y con sus actitudes.

Adriana es una joven indígena Misak. Viste las ropas tradicionales de su pueblo: falda larga negra, ruana azul y un sombrero que le cuelga sobre la espalda. Esta muchacha de 15 años llegó de la zona del Cauca, a más de 500 km de Bogotá. No fue afectada directamente por el conflicto bélico, pese a que vivía en un lugar con incidencia de grupos armados. Vive en Benposta hace tres años y dice que es feliz. “Soy una ciudadana más de esta ciudad de niños pequeños”, cuenta. La joven abandonó su pueblo por motivos económicos y de estudio: el trabajo en las fincas no daba lo necesario y tenía que caminar mucho para ir a clases. Llegó a Bogotá con su madre, que la suele visitar en Benposta. Cuando relata por qué ha disfrutado de sus tres años en la comunidad, Adriana dice: “Aquí no hay discriminación de religión, de lo que sea, y es un lugar de paz, de armonía y convivencia”.

En Benposta quieren que los niños cumplan sus sueños, y, para eso, los acompañan. A Joan le encantaría llegar a ser un jugador de fútbol profesional. Hace cinco años vivía con su abuela en Quibdó, departamento de Chocó. “Un día nos tocó ir al pueblo que se llama Munguidó a recoger cañas. Al rato pasó una lancha, que era la guerrilla”, dice el joven. Apenas pudo esconderse en el monte, ayudado por la llegada de la noche. Al otro día tuvo que cruzar un río y volver a Quibdó. “Me tocó venir (a Benposta) porque no estudiaba, solo me la pasaba trabajando todo el día y llegaba a la casa solo a dormir y a cuidar a mi abuela”, explica Joan.

Un modelo pedagógico alternativo

En 1985 los 50 niños que vivían en Benposta tenían tres docentes que dictaban clases, tomaban pruebas y luego las llevaban a un colegio con el que tenían un convenio para formalizar las calificaciones. Entre esos profesores estaba Alejandro Acosta (52), director del colegio Benposta Nación de Muchachos desde hace 17 años.

Este licenciado en Bioquímica se vinculó al proyecto cuando estudiaba en la universidad y el conflicto armado no era un problema tan grave para los niños colombianos. Según explica, el colegio que alberga la ONG se define como un proyecto educativo alternativo, que trabaja bajo la modalidad de ciclos. Acosta destaca con orgullo que en esta casa “el estudiante puede ingresar en cualquier época del año y avanzar a su propio ritmo”.

De acuerdo con las normas del Ministerio de Educación, el colegio optó por una estructura organizada en seis ciclos. De hecho, la figura del hexágono tiene una presencia muy importante: los salones y las mesas están construidos con esa forma geométrica. Y hay seis elementos que conforman las bases del proyecto educativo: los principios de la organización, las políticas que regulan el andamiaje de la institución, los ejes del plan institucional (autonomía y autogobierno), el desarrollo del pensamiento, de las competencias laborales y de la identidad cultural.

La metodología de ciclos resulta fundamental para el funcionamiento del plan institucional. “Los grupos se integran por fases de desarrollo de aprendizaje”, relata el director, y explica que el ciclo uno corresponde a los grados primero y segundo; el ciclo dos, a tercero y cuarto; el ciclo tres, a quinto, sexto y séptimo; el ciclo cuatro, a octavo y noveno; el ciclo cinco, al décimo grado; y el ciclo seis, al grado undécimo. Esta propuesta rompe con el esquema tradicional de enseñanza primaria y secundaria, tan característico de Latinoamérica. A su vez, los 14 niños que, en promedio, integran cada ciclo garantizan que se imparta una educación personalizada.

“El colegio es bueno porque da la posibilidad de desarrollarse dentro de una estructura de organización y participación directa”, dice el director. Esto tiene que ver con la identidad de todo el proyecto de Benposta. “Los muchachos son artífices de su proceso desde el primer día que llegan”. El autogobierno, las juntas y las asambleas tienen un rol importante en la vida del colegio, el debate y la toma de decisiones. Un docente de Humanidades cuenta que hay profesores que no toleran que los niños tengan tanta participación. “Lo sienten como una falta de respeto”, explica el funcionario, que está en Benposta desde niño y sabe que en este lugar los ciudadanos son críticos y hacen sus planteos.

Debido a su naturaleza sui géneris, la institución provoca sentimientos dispares. Para Acosta, la mayoría de la gente reconoce la labor social que hacen. El proyecto educativo institucional de Benposta está aceptado formalmente por el Ministerio de Educación colombiano y “tan así es que fue declarado proyecto educativo sobresaliente en el año 1998”, cuenta con orgullo el director. Cada fin de año una generación de estudiantes se gradúa del colegio Benposta.

Muchos continúan estudiando una carrera universitaria, algunos se convierten en adultos referentes del proyecto. La mayoría de los docentes son benposteños desde la infancia.

Esta “nación de muchachos” tiene similitudes con el país de Nunca Jamás, pero los niños perdidos, esos que nunca se convierten en adultos en el relato, son más bien un tesoro encontrado. No se sienten solos ni aislados y, como apunta un muchacho entre sonrisas: “Aquí crecemos”.

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