Estilo de vida > Opinión / Eduardo Espina

El placer de sufrir para renacer

Para millones, el final de la temporada futbolística se parece a los cuentos sin final feliz
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26 de mayo de 2018 a las 05:00
En Motorola, uno de sus mejores cuentos, incluido en el libro La vida que pensamos. Cuentos de fútbol, Eduardo Sacheri refiere a una historia que los amantes de ese deporte, y de la buena literatura en general, van a disfrutar, sintiendo inmediata empatía con el personaje principal, Abelardo Celestino Tagliaferro, alias "el Gordo", taxista a bordo de un Renault 19. La historia presenta una situación agónica: la de un club, Platense, que al final del campeonato se juega la permanencia. En partido decisivo, deben ganarle a River Plate. El milagro de la salvación otorga sentido a las ilusiones. Es decir, el drama de fondo, lo mismo que en esas historias de boxeo en las que el peleador que mayor cantidad de golpes recibió durante la pelea termina noqueando a su contrincante en el último round, está en lo imprevisto, en el punto de inflexión que dinamita las expectativas; en lo que puede pasar, pero quizá no.

Ejerciendo una de las características que lo distinguen como autor dotado a la hora de escribir sobre un deporte que no se deja domesticar por la literatura, Sacheri convoca uno de los elementos protagónicos del ritual del fútbol; los gestos cabalísticos. Como cuando el hincha descontrolado por la pasión apaga el televisor, creyendo que con ese acto de contención emocional va a favorecer la suerte de su equipo en el momento en que más la necesita. El hincha necesita inventar talismanes para sentirse útil y cómplice con su equipo. El autor, de muy sutil manera, plantea otro misterio: ¿por qué un ser humano sufre tanto por los colores de un club que nunca tendrá posibilidades de salir campeón y cuya aspiración principal, casi la única, es salvarse del descenso, temporada tras temporada? No hay respuesta, pero, tal cual dice el narrador de Motorola, "uno no entiende por qué ama las cosas que ama".

Como hincha de Independiente, Sacheri conoció el sufrimiento asociado a la perdida de categoría del club de sus amores. No obstante, en un equipo grande como Independiente, el regreso a la categoría principal suele ser fácil; ningún club con poderío económico permanece más de una temporada en el subsuelo de la B. "El fútbol está armado para que ganen los grandes", comenta Tagliaferro en un momento clave del cuento. Para los equipos chicos, a los que tanto les costó subir a primera, el descenso puede en cambio representar al infierno. El regreso cuesta, y no siempre resulta posible. Platense, club bonaerense fundado en 1905, vivió salvándose por un pelo del descenso durante la década de 1980. Descendió a la Primera B Nacional en 1999, y en 2002 se fue un escalón más abajo, a la Primera B Metropolitana. Semanas atrás consiguió el ascenso a la Primera B Nacional, con la ilusión de que el viaje de vuelta a la división principal, donde estuvo por 74 años, fuera lo más pronto posible, próxima parada.

"Todas las familias felices se parecen unas a otras, pero cada familia infeliz lo es a su manera". Así comienza la novela Ana Karenina, de León Tolstói. Todos los hinchas de fútbol se parecen, pero cada hincha infeliz porque su equipo descendió es infeliz a su manera. Acaban de terminar los campeonatos en las ligas de fútbol de todo el mundo y para millones de hinchas, las próximas semanas serán de duelo. Son los hinchas de los clubes que perdieron la categoría; que se han ido de la A a la B; de la B a la C; o de la C a la D. Esta vida es tan ordenada que hasta para sufrir hay categorías y niveles de supervivencia en la realidad. Y la realidad del fútbol es usina tanto de gozos esporádicos como de desdichas no tan pasajeras. En las ligas europeas hubo este año varias sorpresas en el fondo de la tabla, zona a la cual la mayoría de la gente solo le presta atención cuando el barco naufraga, o bien luego que se hundió por completo. En La Liga española, un histórico, el Málaga, en cuyo plantel hay tres futbolistas uruguayos, perdió la categoría. La próxima temporada tendrá el muy difícil desafío de intentar volver, lo cual no será fácil, pues varias instituciones con hinchadas numerosas, como el Zaragoza, el Valladolid, el Tenerife y el Osasuna, estarán en las mismas, evitando incluso irse más abajo, tal cual les pasó a otros históricos, como el Mallorca, el Elche y el Hércules.

En Alemania se cayó la estantería. Siempre hay una primera vez para todo, y en esta ocasión le tocó al Hamburgo, club portuario cuyos orígenes se remontan a 1887 –parte de su hinchada lo considera el decano del fútbol alemán– y que era el único en no haber perdido nunca la categoría desde la fundación de la Bundesliga en 1963. ¿Cómo un club con tanta historia y raigambre, que en cada partido oficial lleva un promedio de 60 mil personas a su estadio, fracasó a la hora de preservar lo que representaba su gran orgullo? Jugadores y dirigentes están tratando de responder la pregunta, aunque la respuesta llegará carente de utilidad. Es tarde para reparar los platos rotos.

La historia del Hamburgo está llena de hechos memorables, como la coronación en la Liga de Campeones de la UEFA en 1982. De la cumbre al fondo, algo a lo que las instituciones de su estirpe no están acostumbradas. En la historia del club basado en la ciudad cuyo puerto es el segundo con mayor movimiento de barcos de Europa después de Rotterdam, hay un hecho que forma parte del álbum de oro del fútbol mundial. El 22 de junio de 1922, primer día del verano boreal, los equipos de FC Nürnberg y Hamburger SV disputaron la final del campeonato alemán. Fue un partido ideal para desafiar a la eternidad. Una vez concluidos los 90 minutos con empate a dos, disputaron un tiempo extra de duración indeterminada: la decisión de todas las partes era que jugarían hasta que uno de los equipos convirtiera un gol. El árbitro designado, el carismático Peter "Peco" Bauwens (1886-1963), dio por concluido el partido cuando aún continuaban igualados a dos, tras haberse disputado 190 minutos. Estaba oscureciendo y los futbolistas no podían con sus piernas (tampoco el árbitro). Exhaustos a más no poder, ninguno se sintió derrotado por los contrincantes, sino por el propio tiempo, invisible contrincante de todos, el cual había presentado de forma tajante sus argumentos.

En el partido de desempate, también arbitrado por Bauwens, ocurrió algo similar, cumpliéndose aquello que David Goldblatt afirma en su libro The Ball is Round. A Global History of Soccer: "El cronometraje privado y misterioso que hace el árbitro en el fútbol contrasta con el reloj abierto, público y democrático en el fútbol americano, en el básquetbol y en el hockey". El 1-1 fue interminable y en determinado momento el juez detuvo el partido y abandonó la cancha, viendo con impotencia cómo los jugadores caían al piso exhaustos. Todos terminaron arrastrándose como iguanas exhaustas sobre el césped enlodado. Tampoco las piernas del bien entrenado referí daban como para seguir en aquella interminable lid –también las leyendas se cansan y tienen sed–, en la cual los futbolistas se habían convertido en títeres del tiempo. Tan agotados estaban, que de haber decidido el árbitro decidir la justa mediante la ejecución de tiros penales, los futbolistas no hubieran podido patearlos. Tras los 400 minutos que duraron ambos partidos, el campeón fue decidido en las oficinas de la federación alemana de fútbol (DFB, Deutscher Fußball-Bund). El Hamburger SV se llevó el trofeo a sus vitrinas.

En Alemania, en la temporada 2017-18 que acaba de terminar, dos históricos cayeron en profundidades impensables para sus hinchadas décadas atrás. El Kaiserslautern, fundado en 1900, que suele llenar su estadio con capacidad para 50 mil personas, campeón de la Bundesliga en las temporadas 1991-92 y 1997-98, y el Eintracht Braunschweig, fundado en 1895, campeón de la Bundesliga en la temporada 1966-67, han descendido a la tercera división (Liga). En Chile, otro histórico, el Santiago Wanderers, va por el mismo camino, non stop a tercera. Pero en otras partes hay quienes celebran el ciclo de ave fénix convertido por tradición en destino de su club.

El Rayo Vallecano se parece al ascensor del Empire State de Nueva York. Con la misma rapidez que baja, sube. Tras descender y convertirse por corto tiempo en inquilino de segunda división, el club madrileño donde jugaron los futbolistas uruguayos Fernando Morena y José Pedro Custodio, cada uno leyenda a su manera, está a un pasito de regresar a primera. Francisco Layna, notable poeta español, sobre quien ya he escrito en esta columna, es hincha fanático del club de Vallecas. También lo es su sobrino Guillermo, quien fácilmente podría ganar el premio Nobel de Fanatismo de haber un galardón así (a los suecos aún no se les ocurrió). Paco y Guille me han prometido que cuando vuelva a Madrid me llevarán al estadio a verlo jugar de locatario. Ambos están locos de la vida. El Rayo que no cesa –y que me perdone Miguel Hernández, poeta notable y futbolero que jugó de marcador de punta– es más futbolístico que literario. Genera gozos invisibles lo mismo que un buen poema. Y después dicen que en España solo disfrutan los hinchas merengues y del Barcelona.

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