Leonardo Pereyra

Leonardo Pereyra

Historias mínimas

El porqué de las cosas

En este momento Tomás le está apuntando a su cabeza con la mira telescópica de un rifle y anda con ganas de apretar el gatillo. En serio. Más le vale que de vuelta la hoja si no la quiere pasar mal.
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08 de enero de 2013 a las 00:00

Aquella noche Milton decidió terminar con Luisa. Y esta vez era para siempre. Finalmente entendió que la relación con su amante le reportaba más dolor que gozo, más inquietudes que certezas. No fue fácil, pero ahora respiraba aliviado. Tras abandonar a Luisa, Milton apuró el paso por la senda central del Parque Municipal. No tenía miedo aunque estaba oscuro y los diarios informaban profusamente sobre decenas de personas que, cada semana, eran asaltadas o asesinadas en esa zona de la ciudad.

Faltaban apenas cien metros para llegar a la parte iluminada del camino que termina en la avenida principal y ya se veían las luces de los faroles nuevos que había instalado la municipalidad. Lo de siempre un sábado a la noche: una pareja besándose en este banco, una mujer miraba dentro de una bolsa de papel con el logo de un shopping y, más a la derecha, centenas de personas transitaban la avenida.

Milton ya estaba calculando si podría alcanzar el semáforo antes de que cambiara al rojo, cuando descubrió el bibliorato tirado bajo uno de los faroles. Lo levantó del piso y leyó las letras pegadas en la tapa: "esto es para usted". Seguramente, se dijo, estaría lleno de volantes de un templo evangelista o de una academia de dactilografía. Lo abrió y miró la primera hoja: "Continúe leyendo o le irá mal, muy mal. De verdad".

Ahora Milton estaba indignado. Recordó los innumerables artículos de diarios que, escritos por periodistas previsibles, llevaban por título "No lea esta nota". Recurso viejo y baratísimo para atraer la curiosidad de los lectores. Pero, al final, uno termina leyendo al menos el primer párrafo de la nota para conocer el tamaño de la bobería reservada. Y eso hizo Milton con el bibliorato.

Dio vuelta la hoja y leyó las letras cursivas en tinta color verde: "Acaba usted de entrar en nuestro juego. Nos llamamos Héctor, Tomás y Atilio, y estamos reunidos en uno de los apartamentos del edificio que está justo enfrente suyo...". Milton alzó instintivamente la cabeza hacia el último de los diecisiete pisos del edificio Majorette y bajó la vista hasta el hall donde funciona el cine Roxy. La última película que vio en esa sala, lo recordaba bien, fue una de viajes en el tiempo. También en ese cine, a los nueve años, se le habían ido los ojos detrás de Jasón y los Argonautas. Fue la misma tarde en que le tiraron en la cabeza un chicle globero que su madre logró arrancarle, junto con un mechón de pelo, con un poderoso disolvente. Era la época del álbum El porqué de las cosas, donde era posible aprender por qué tiritaba uno de frío o por qué el fuego tiene el color que tiene.

Ahora, Milton tenía los ojos puestos otra vez en el bibliorato. Y siguió leyendo: "El que escribió esta líneas soy yo, Atilio. Me eligieron porque dicen que digo las cosas con mucha claridad. Le explico a ver si entiende de qué se trata. En este momento Tomás le está apuntando a su cabeza con la mira telescópica de un rifle y anda con ganas de apretar el gatillo. En serio. Más vale que de vuelta la hoja si no la quiere pasar muy mal".

Milton calibró la amenaza. Recordó la conversación que el jueves había mantenido con su mujer acerca de la bomba que estalló en La Diskería matando a un viejo que buscaba tangos de Floreal Ruiz. "Los locos existen, en algún lugar se esconden y a veces buscan diversión", había dicho. Por eso Milton siguió leyendo las letras verdes: "Héctor y yo apostamos a que usted seguirá todas nuestras instrucciones y Tomas se jugó mil pesos a que no nos haría caso. El asunto es así: tiene veinte segundos para tirarse al piso y protegerse detrás del banco que está a su izquierda o, de lo contrario, Tomás le volará la cabeza. Ya sabemos que queda un poco ridículo andar zambulléndose de cabeza en el piso delante de tanta gente. No crea que no me he caído en la calle. Uno se muere de verguenza. Pero peor es morirse. 19,18,17...".

Para qué mierda su madre le había repetido mil veces que no levantara cosas del piso. Para qué mierda, repitió Milton y se lanzó detrás del banco indicado. Tenía la panza, las piernas y el mentón sobre el césped húmedo, además de una inmensa verguenza. Milton miró a su alrededor. Dos jóvenes lo observaban de soslayo, un viejo se había acercado con la intención de ayudarlo a levantarse y una niña lo señaló con el dedo mientras tiraba de la pollera de una monja.

Si todo aquello era una broma, los autores estarían riéndose en algún lugar cercano. Pero si la amenaza era cierta, aún lo tendrían en la mira. Milton se puso de pie, cruzó corriendo la calle, dio vuelta la esquina y se apoyó contra la pared. Tenía que tranquilizarse. No podía llegar a su casa con el pecho galopando y menos con los pantalones y la camisa húmeda. Se juró que jamás, jamás volvería a visitar de noche el Parque Municipal. Milton respiró hondo, tiró en un tacho de basura la soga con la que había estrangulado a Luisa y entró en un bar.

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