Estilo de vida > COLUMNA/EDUARDO ESPINA

¡Esto no es cultura, animal!

En un mundo donde murió el escándalo, el fútbol aún logra escandalizar
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18 de agosto de 2018 a las 05:00
El fútbol no es solo un gran y cada vez más próspero negocio. Es también un deporte, una profesión que da de comer a millones de familias en todo el planeta y una forma fabulosa de alimentar al periodismo cuando la desatención está en auge, algo que no va a pasar pronto de moda. El presidente de un país puede confesar que es un asesino en serie, que es un corrupto de lo peor, que tiene una doble o triple vida, y a la semana lo que fue escándalo se convierte en noticia carente de interés. Sin embargo, un mundial de fútbol puede mantener por más de un mes a billones de personas embobadas frente a un televisor, como si la realidad, todo lo que en forma cotidiana ocurre en ella, no importara. Es tan fabuloso el negocio, tan lucrativo, que los mundiales serán pronto interminables. Habrá mayor cantidad de países participantes, ergo, tal como están las cosas a nadie deberá sorprender si antes de que termine el presente siglo duran dos meses. Los ratings del reciente mundial ruso obligan a dar por cierta esa posibilidad.

En cuanto al interés que genera en lectores, televidentes y radioescuchas, el fútbol tiene mayor poderío de atracción que las demás actividades humanas, incluida la pornografía, industria que en Estados Unidos mueve mayor cantidad de dinero que varias ligas deportivas profesionales juntas, y que la política, la cual puede ser tan obscena como la industria pornográfica. En el fútbol hay salarios obscenos –en comparación a lo que gana un trabajador promedio– y comportamientos que también pueden hacerse acreedores a ese adjetivo. Por lo tanto, no es del todo exagerado decir que el fútbol es un mundo con sus propias leyes fuera de la cancha. En eso se parece a la mafia, sea ya la italiana, la rusa o la latinoamericana asociada al narcotráfico: cada tanto puede caer un pez gordo, pero el océano, en sus profundidades y en su superficie, sigue como si nada. Cualquier referencia a la FIFA, y a su forma de operar, no es casual.

Voy para 40 años trabajando en periodismo y aún no he podido dejar de sorprenderme del poder que tiene el fútbol, dentro y fuera de las redacciones. Como estuve en varias, hablo con conocimiento de causa. El jueves 28 de octubre de 1982, lo recuerdo como si fuera hoy, pues para los grandes triunfos de Peñarol tengo una memoria aparte, un disco duro exclusivo. Fui a cubrir para el diario en el cual trabajaba un hecho de gran notoriedad. Había elecciones generales en España (hecho histórico, pues el 80% de los habilitados votó) y fui a la embajada de ese país a seguir de cerca el desarrollo de los comicios. Sin embargo, la cabeza y el oído los tenía en otra parte. Esa misma noche, Peñarol jugaba contra River Plate en Buenos Aires. Aquel equipazo, que cosechó varios triunfos de visitante contra equipos renombrados y que era comandado por el grandísimo Hugo Bagnulo, que luego saldría campeón de la Libertadores, ganó 4-2. Escribí una crónica sobre el tema que me habían encomendado, haciendo también referencia –no recuerdo si indirecta o muy directamente– al histórico triunfo aurinegro, pues más de la mitad del país estaba eufórica. Al otro día alguien me sugirió que evitara exhibir con tanta claridad mi "fanatismo manya", pues todos los capos del diario eran hinchas de Nacional. A los consejos de los buenos compañeros de redacción siempre los he seguido al pie de la letra, por lo tanto, fue la última vez que en ese diario hablé sin pudor de la grandeza aurinegra.

Nunca he podido entender los fanatismos y pasiones violentas asociadas al fútbol, los vandalismos, las amenazas, físicas y verbales. También a mí me tocó vivirlas. El domingo 11 de mayo de 2003, los futbolistas Sebastián Eguren y Marco Vanzini se tomaron a golpes de puños en el entretiempo del partido que Nacional jugaba con Defensor y que terminó ganando 3-0. Sobre el incidente escribí para este diario una crónica con tono irónico, pues el hecho no daba para más, en la cual decía que ambos futbolistas deberían dedicarse a la lucha sumo, disciplina deportiva en la que tendrían posibilidades de convertirse en estrellas. Para qué. Hinchas "anónimos" de Nacional me llamaron y me escribieron para intimidarme. En un principio no los tomé en serio, pero como las amenazas se prolongaron por varios días, terminé aceptando que algo podría ocurrirme al salir de la redacción o camino a mi casa en las líneas 149 y 128, que eran las que a diario tomaba. Un asunto menor, a los que a veces el cronista recurre sin suponer las respuestas irracionales que puede generar, se trasformó en motivo de ira desbocada; para hinchas que confundieron el derecho a réplica con una actitud intimidante, y de preocupación para quien solamente había escrito un circunstancial comentario.

Días atrás, en elobservador.com.uy leí una nota cuyo titular decía: "Presos del Comcar amenazaron al vicepresidente de Peñarol". Lo mismo que el personaje del extraordinario cuento Luvina, de Juan Rulfo, que le preguntaba a su interlocutora "¿En qué país estamos, Agripina?", cualquier uruguayo racional y con un mínimo de sentido común, ha de preguntarse ante situaciones tales: ¿en qué país estamos? Alguien en algún momento nos robó el país que éramos. Si antes fuimos conocidos como la Suiza de América, hoy vamos camino de ser la versión sureña de Afganistán, donde prevalecen la intolerancia, los fanatismos de todo rango y varias no tan soterradas formas de violencia. El país se está quedando sin buenos modales y el mundo del fútbol es la síntesis magnificada de esa decadencia. Que por un mal momento del club, o por discrepancias con los dirigentes, se hagan amenazas de la peor calaña, destaca la bancarrota de la civilidad uruguaya. Esta película sería mejor no verla, ni siquiera que nos la contaran. Esta página, dedicada por lo general a hechos relativos a la cultura, hoy trata sobre fútbol, porque este también es cultura, aunque debería decir, parafraseando al genial Alberto Restuccia, ¡esto es cultura, animal!, sin desmerecer ni denigrar a todas las especies que tanto quiero y respeto, empezando por los perros y gatos. Esto, el fútbol, también es cultura animal (la coma ausente es la responsable de la ambigüedad).

Carlos Salvador Bilardo, médico que dirigió a la selección argentina campeona del mundo en 1986, dijo que quien busque entretenimiento y diversión que vaya al cine o al teatro, no a un partido de fútbol. El fútbol es para lograr resultados, para ganar a como dé lugar, no para entretener a los espectadores. Es una opinión válida, con la cual todos podemos estar de acuerdo cuando hay un partido clave de la selección en la ronda clasificatoria a un mundial y lo único que sirve es el triunfo. Quizá por eso, por creer –algunos que son muchos– que el fútbol es una cuestión de vida o muerte, es que dicho deporte despierta tantas pasiones negativas, tanta violencia absurda, criminal y arbitraria. A mediados de la década de 1960, Luis Buñuel, uno de los genios originales de la modernidad, le dijo a su amigo, el poeta francés André Breton: "Estoy triste, el escándalo ha muerto". Anticipó con premonición de artista una verdad irrefutable, que se cumpliría a gran escala en el siglo siguiente, que es ya este: el escándalo ha muerto, y las cosas que pasan por escandalosas tienen vigencia mínima. El caso Raúl Sendic es un buen ejemplo al respecto. ¿Qué fue lo que hizo el exvicepresidente que no me acuerdo?, ha de decir más de uno. El olvido y la desmemoria impiden que los escándalos tengan vigencia larga. Hoy nadie se escandaliza ni siquiera por las cosas que en otros tiempos generaban escándalos mayores, por lo que abundan cada vez más los Sendic y los Donald Trump, presidente que ha pagado a una infinidad de prostitutas y, sin embargo, la gran mayoría de sus votantes cree que este es un hecho insignificante. En otra época eso lo hubiera llevado a la dimisión o al desafuero. Hoy todo vale y da lo mismo. Menos en el fútbol, donde hasta lo más mínimo e insignificante puede escandalizar y desatar la violencia brutal de cualquier "sensible" descerebrado.

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