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Facebook está muerto

Fue la plataforma que abrió el mundo de las redes sociales como lo conocemos hoy, pero llegó la hora de que pase a mejor vida
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29 de enero de 2018 a las 05:00
Era raro estar ahí antes de la explosión. A los amigos, por ejemplo, todavía había que ir a buscarlos afuera. Los eventos se comunicaban por teléfono o mensaje de texto, las frases cómicas se tiraban al pasar entre cervezas, asados y reuniones y los excompañeros de colegio se encontraban en la calle. ¿Qué sentido tenía estar allí, entonces? ¿En esa extraña web que se promocionaba como "red social"? Ninguna. Yo, al menos, no la tenía. Pero no había ni cumplido los 16 y ya navegaba sus aguas. Fue el boca a boca lo que, entre 2008 y 2009, me llevó a esa extraña mutación del MSN al que se le podían agregar fotos y comentarlas. Facebook, le decían.

Nadie parecía entender mucho qué hacer allí. Pero era adictivo y la conexión, inevitable. Después de comer. En de la merienda. Antes de dormir. En la madrugada. Antes de arrancar el día. Un ciclo que se convertía en rutina digital. Revisar, revisar, revisar. Un mecanismo compulsivo y enfermizo, tanto como lo que hacemos hoy con Instagram o Twitter.

Sin que nadie se diera cuenta del momento exacto en el que sucedió, la población mundial se volcó a ese banco de datos privados inventado por un estudiante de Harvard que solo quería levantarse a sus compañeras de campus. Porque ahora Mark Zuckeberg es filántropo, empresario, innovador y varias cosas más, pero cuando creó Facebook tenía una sola cosa en mente. Sí, eso que está pensando.

La catarata de nuevos usuarios supuso un cambio en la configuración de lo que había en el éter azul, porque si durante mucho tiempo nadie sabía muy bien qué poner allí, tras el "colapso" nadie supo muy bien qué no poner. Y, como consecuencia lógica del exponencial aumento de usuarios, todo se saturó.

Pronto se llenó de imágenes de las vacaciones, cenas con amigos, frases motivacionales, invitaciones a jugar al Farm Ville, el bendito toque, los estados civiles fluctuantes –"es complicado"–, el Candy Crush, las emociones en emojis, los quiz, las fotos del cumpleaños del nene, el Criminal Case, memes antes de que fueran memes, videos de animales bebés y bebés con animales, Carlos haciéndose amigo de Mariela y Juan mirando Duro de matar con Julio, María y Josefina. Todo en un solo lugar.

Con todos esos elementos, Facebook se convirtió en un lugar donde perder el tiempo, una maquinaria en permanente movimiento que se nutría de cosas que a nadie le importaban pero que todos retroalimentábamos como adictos. Era la evolución del chisme, la vida ajena y privada como droga.

Pero muchos llegaron a encontrar bondades entre sus publicaciones. Por ejemplo, aquellas personas que pudieron encontrar a parientes distanciados, esos amigos que lograron reconectarse después de años de separación. Varios proyectos que nacieron en y gracias a la red social pionera. Eventos que abarataron costos e invitaron a sus asistentes por ahí. Y seguro que algún que otro romance comenzó con algún toque o solicitud de amistad.

Y también los medios, que encontraron allí un oasis de tráfico en épocas de ventas mínimas.

Por años fue el lugar donde había que estar. "¿No estás en Facebook? Bueno, lo lamento. La realidad está allí". Eso nos decían. Nos vendían. Comprábamos. Pero las cosas cambiaron.

El pájaro azul y las fotos editadas comenzaron a marcarse récords de usuarios. La popularidad de los smartphones también ayudó a expandir otras apps. En un momento, las fotos y videos temporales pasaron también a ser parte de la norma de los nuevos adolescentes. Y los adolescentes/jóvenes adultos que cimentaron la popularidad de Facebook durante su génesis comenzaron a tener cosas más importantes que hacer, o al menos encontrar vías más efectivas para comunicar lo que tenían que comunicar. Por eso Zuckerberg y los suyos tuvieron miedo y por eso comenzaron a comprar a sus competidores.

Facebook consiguió así mantener momentáneamente el monopolio de la vida. Pero entrar allí ya no se sentía igual. No para mí, no para varios de los más de 1350 millones de nombres que componían la red social. Y pasaba, sobre todo con los jóvenes.

Por años fue el lugar donde había que estar. "¿No estás en Facebook? Bueno, lo lamento. La realidad está allí". Eso nos decían. Nos vendían. Comprábamos. Pero las cosas cambiaron.
Según un informe publicado en agosto del año pasado por la compañía de investigación de mercado eMarketer, el uso de Facebook entre los adolescentes de 12 a 17 años disminuyó, con un descenso estimado de 3,4%. Y para los menores de 25 el interés también comenzó a disminuir de forma importante. Yo estoy dentro de ese grupo etario. Y eso me pasó. Un día las publicaciones de esa plataforma me dejaron de importar, ni siquiera un proyecto personal que había encontrado allí su nicho para –eventualmente– explotar lograba que hiciera clic en el marcador azul de la barra de favoritos.
Cuando quisimos acordar, Facebook se había muerto.

Y si todo este texto está escrito en pasado es porque es un obituario para algo que todavía sigue activo pero que hoy funciona como una agenda molesta que se abre de vez en cuando. Funciona para identificar algún evento y para recordar algún cumpleaños.

Pero, en definitiva, Facebook está clínicamente muerto. Y lo maté yo, abandonándolo por otras ofertas que llenaron necesidades que otras mentes lograron que tuviera. Lo mató Zuckerberg, que en un esfuerzo por mantenerlo vivo buscó desplegar su billetera para acaparar a sus competidores más rebeldes y con eso convertirlo en un híbrido deforme. Y también lo mató usted, porque, aunque todavía siga usándolo, sabe que ya no es lo mismo, que ese universo conventillero/benefactor ya no es lo que era hace cinco años y porque sabe que tarde o temprano dejará de parecerle importante subir esa foto que le quedó preciosa en sus vacaciones. Ahora eso va para Instragram.

Si la analogía de la muerte le parece un poco extrema, cámbiela por la de un moribundo conectado a un respirador artificial. Pero para quien escribe, y para una generación que concretó citas y partidos de fútbol por allí, que subió cada foto que tomaba y que volcó pensamientos diarios confesando secretos enormes y pequeños, es un coma del que difícilmente vuelva a levantarse.

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