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Gracias al cielo

Se suele asociar a la lluvia con la melancolía, pero también es una de las formas de la felicidad, como si el mundo lavara sus penas
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20 de enero de 2018 a las 05:00
Las ciencias de la atmósfera conspiran contra la poesía. Gran parte de la gracia de que llueva es que no se sepa que va a llover. Que se presienta, que se tema o se anhele, pero que no se sepa.
Hasta hace algunos años, esas ciencias eran tan falibles que hasta le agregaban encanto a la situación, con sus augurios fallidos. Lo lamentable es que han avanzado y sus predicciones se empiezan a parecer a la realidad del futuro.

Debemos conformarnos con pequeñas inexactitudes: no llovió el sábado sino el domingo; no llovió tanto. De todas maneras esos pronósticos arruinan buena parte de la fiesta.

Yo no los consulto y a veces no me entero, aunque lo más frecuente es que aparezca un delator de los planes del cielo con alguna alerta de color entre amarillo y rojo.

Pero me mantengo en pie de guerra y no registro lo que escucho; lo olvido, de tal manera que cuando oigo las primeras gotas o veo el agua en algún reflejo o escucho la gran predicción del trueno, recién entonces me entero: llueve.

Sé que hay lugares en la tierra sobre los que no llueve durante años, donde es difícil que se forme siquiera una nube. Sé que hay grandes ciudades que viven sin lluvia. Sus habitantes cuentan con toda mi compasión.

También me compadezco de quienes habitan esos lugares donde se sabe que va a llover durante meses, donde la lluvia se comporta de manera rutinaria e implacable, año tras año.

Por eso celebro el privilegio de vivir en un lugar donde llueve a lo largo de todo el año, sin certezas, salvo que, dos por tres, llueve. Y a cambio no me quejo. Agradezco a la lluvia cada vez que aparece. En invierno, primavera, otoño o verano. Nunca la insulto, y cuando escucho las palabras airadas de otros, me digo: "Perdónalos, agua del cielo, no saben lo que dicen".

Porque si hay algo que decirle a la lluvia es gracias. No solo por el momento en que llueve sino por la espera y el recuerdo. Y no solo por las lluvias de la realidad sino también por las de la ficción, memorables desde el diluvio bíblico en adelante.

De las lluvias ficticias me impresionó más que ninguna otra la de Cien años de soledad. Fue una lluvia que duró cuatro años, once meses y dos días y que transformó a Macondo para siempre. La lluvia ficticia, cuando es buena, es tan eterna como la real. "Llueve en Macondo" es una frase que evoca la maravilla para siempre.

Hay una escena en el cuento El inmortal, de Jorge Luis Borges, cuando la lluvia despierta de su letargo a los inmortales y comienza, de forma paradójica, el camino a la acción, que es encontrar la forma de morir, de una vez por todas.

Pero el mejor vehículo para rendir homenaje a la lluvia es el cine. Desde aquel momento en que Gene Kelly confunde a la lluvia con la felicidad, en Cantando bajo la lluvia, de 1952, el cine ha creado lluvias memorables.

Parte de la gracia es que a los personajes de cine no les importa mojarse. No corren ni maldicen sino que aceptan el regalo del cielo, como en ese final de Desayuno con diamantes, de Blake Edwards, cuando Audrey Hepburn llora abrazada a un gato anaranjado.

En Solaris, la obra maestra de Andréi Tarkovski, estrenada en 1972, sucede algo que en la realidad sería muy inquietante: llueve tranquilamente dentro de la casa y no afuera.

Una experiencia magnífica es salir del cine y que llueva. Confirmar que la lluvia es verdad, que existe esa pureza en el mundo real.

Me cuentan que nací un día de lluvia, en pleno verano. Me gustaría que hubiera una simetría y que también lloviera al final del camino.

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