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Hugo Burel cierra la trilogía de Gabriel Keller con su libro Noches de Bonanza

El autor uruguayo construyó con solidez un personaje que, después de perder a su mujer y separarse de su hijo, empieza a matar
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15 de julio de 2018 a las 05:00
Andrés Ricciardulli
Especial para El Observador

Lejos del estereotipo moderno del asesino uruguayo que mata por unas monedas, por una dosis o siguiendo las órdenes del jefe, Hugo Burel ha construido con solidez a lo largo de tres novelas al personaje de Gabriel Keller, un hombre de clase media que, tras perder a su mujer y separarse de su hijo, comienza a enloquecer y a sentir la necesidad de matar a todo aquel que se interponga en su camino.
Noches de Bonanza cierra de manera elegante una trilogía que bien podría definirse como un descenso a los infiernos de la psiquis. Cada novela agrega un aspecto nuevo de la personalidad perturbada de Keller, que empieza matando por amor pero termina haciéndolo casi por costumbre, recurriendo al gatillo cada vez que se le presenta un problema o cree que se está alejando de su objetivo principal: Beatriz, su vecina.

Sin embargo, en esta tercera parte el objeto de deseo cambia, ya que la joven viaja al extranjero y Keller toma contacto con otra mujer que lo fascina. Se trata de Mabel, una modelo que primero lo chantajea y que luego lo convierte en cómplice de un rebuscado plan que el lector intuye no va a salir nada bien.
La novela engancha perfectamente con la anterior gracias a la pericia de Burel, que siempre deja un cabo suelto para iniciar la siguiente con verosimilitud y coherencia. De todas formas, el libro puede leerse de manera independiente, ya que en los primeros capítulos el autor hace un resumen de las andanzas del personaje, lo que ayuda a comprenderlo todo un poco mejor.

Quien leyó las anteriores entregas encontrará en Noches de Bonanza todos los elementos de un universo bien construido a pesar de cierta recurrencia a la hora de nombrar lugares y comercios famosos del Montevideo de la década de 1960. Los coches, las armas, el telón de fondo de la incipiente guerrilla, los electrodomésticos, las películas y las boites de la Ciudad Vieja transportan al lector a una época en blanco y negro salpicada por el rojo de las crónicas policiales de El Diario o La Mañana.

Hay que destacar el primer capítulo, que presenta a Keller dentro de una iglesia y dispuesto a confesarse. Además de funcionar perfectamente, la escena le sirve a Burel para señalar que quizás haya esperanza para su personaje, que aunque no se arrepiente mucho de nada, sabe bien que necesita el perdón divino. Esa sensación de que algo está cambiando adentro de él se confirma según avanza el libro, donde hay pocas muertes y varias marchas atrás del personaje, que parece comenzar a dudar de su misión en la vida y a mirar con recelo a su querido revólver.

Esto se confirma cuando la voz recurrente que le habla en su cabeza, ese otro yo despiadado que lo impulsa a matar, comienza a recriminarle sus flaquezas a la hora de la verdad. El diálogo que se establece entre esas dos caras de una misma moneda es de lo mejor del libro.

La prosa de Burel vuelve a mostrar las virtudes ya exhibidas en las anteriores entregas. Hay precisión y sencillez en el lenguaje, buen manejo de los tiempos narrativos y un no abusar de lo macabro que el lector agradece. También son efectivos los diálogos y la forma de presentar lo inesperado.

En este sentido se pueden citar como ejemplos el primer beso entre Keller y su adorada Beatriz o una escena de cama sorprendente con Mabel. También están muy bien dosificadas las apariciones del inspector Tomasa, un perro de presa con más instinto que método que lo sigue de cerca desde hace unas mil páginas.

Aunque deja un resquicio abierto para una eventual continuación, Noches de Bonanza concluye de forma exitosa una trilogía original y bien hecha en torno a un asesino que podría ser cualquiera. Hugo Burel muestra con eficacia la escasa distancia que separa al hombre de la bestia y lo frágil del dique de contención que tiene toda cabeza. "Lo voy a dejar", expresa en un momento de desespero Gabriel Keller, como si matar fuera un vicio cualquiera. Lo mismo parece decirse a sí mismo el autor con este buen punto final.


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