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Indignación y miedo

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03 de febrero de 2018 a las 05:00
La revuelta de los productores rurales es, al mismo tiempo, una advertencia sobre ciertas disonancias de la economía y un ataque político frontal al gobierno.

Los rebeldes –que parecen haber surgido de la nada tras una convocatoria horizontal, como en la primavera árabe– denuncian una situación muy real de asfixia por precios estancados o en declive y costos crecientes, aunque tamberos y agricultores lo sufran más que los ganaderos. También expresan una reacción, a veces primaria, a veces más elaborada, contra los "vagos" y los "chorros", los políticos, los funcionarios públicos, los prejuicios citadinos y el centralismo montevideano. Denuncian corrupción, real o imaginada, tráfico de influencias y acomodos en las intendencias y en el Estado central, que en los pueblos y las ciudades del interior tienen nombre y apellido.

Han hecho que ya no se discuta tanto sobre el sexo de los ángeles, como tiende a hacer una clase política cuya eficacia y representatividad está siendo enjuiciada, como en otras partes del mundo, sino sobre producción, rentabilidad, costos internos, tipo de cambio, déficit fiscal y deuda pública.
Los grupos de WhatsApp no representan fielmente al conjunto de productores sino solo a los más radicales o expresivos. Pero escudados en ellos, los más extremistas por izquierda y derecha libran una guerrilla de caricaturas. Hay mucho loquito on line.

Uruguay no es el país de las maravillas, como cuentan algunos voceros oficialistas: alcanza con salir a dar una mirada; pero no está nada mal en el contexto latinoamericano. En todo caso sufre la parálisis del conformismo, y tiene un gobierno dividido, que gasta más de lo que puede y que retrasa un ajuste mayor hasta después de las elecciones.

Y los productores rurales que protestan no son la oligarquía, ni siquiera los grandes propietarios. Los mayores tenedores de tierras en Uruguay son compañías forestales, grupos multinacionales y sociedades anónimas. A la vez, varias de esas empresas pertenecen a una multitud de accionistas, grandes y pequeños, distribuidos por el mundo, desde Argentina a Singapur, pasando por Suecia, Finlandia, Estados Unidos o el propio Uruguay. Los grandes propietarios de tierras no hacen vigilias al costado de las rutas: se sientan a la mesa del gobierno y obtienen trato personal, como ocurrió con UPM hace muy poco. Los ricos en serio de Uruguay deben buscarse en el comercio y en la intermediación, aunque también compren tierras para diversificar sus carteras.

Después de algunos errores iniciales, mezcla de soberbia e ignorancia, el gobierno y los dirigentes partidarios han cambiado de actitud y eligieron la paciencia o el anticipo. No buscan por ahora polarizar la sociedad, como ha hecho tanto caudillejo en América Latina, porque entonces la vida se torna muy difícil y porque, a la larga, es un camino de destrucción y derrota.

Los productores rurales son pocos, apenas unas decenas de miles, pero están en la base de la economía nacional y expresan el difuso fastidio de una porción mucho más amplia de la sociedad. Tienen notas en común con la ola de descontento que barre el mundo, desde los "indignados" españoles por izquierda hasta la nueva derecha furibunda europea y norteamericana. La rapidez que han cobrado los fenómenos socioeconómicos provoca enormes ansiedades. Pero, sobre todo, sienten los problemas en sus bolsillos.

Expresan distintas corrientes ideológicas: desde el liberalismo moderno al nacionalismo conservador, pasando por un tradicionalismo folclórico y propuestas autoritarias de derecha ultramontana. Benito Nardone se movería feliz entre algunos de ellos.

En un sentido cultural, no tanto político-partidario, son mayoritariamente blancos, más que del Partido Nacional: un poco anárquicos e igualitarios, desconfiados del Estado y del poder. Son cada vez menos y temen perder su heredad. El Frente Amplio, en buena medida un sustituto histórico del batllismo, dueño de la burocracia y de la caja pública, es una de sus bestias negras.

El gobierno pretende domesticarlos, sentándolos a una mesa. Ellos creen que así los enredan y los duermen. Tal vez insistan en sus demandas con actos más tajantes, como cortes de rutas y desabastecimiento. Tendrán discusiones y divisiones abiertas, sin tapujos, y luego cansancio y remisión. Pero sienten orgullo por lo que representan y por lo que han hecho, y son vagamente conscientes de sus posibilidades. Es muy probable que, si su situación económica no mejora, reaparezcan empecinados, con altibajos, aquí y allá, y más aún en tiempo electoral.

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