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Infancia en la pantalla

El celular se ha convertido en un sexto sentido humano, y en muchas partes del planeta hay más dispositivos con internet que habitantes por kilómetro cuadrado
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23 de enero de 2018 a las 05:00
Si hay un símbolo que caracteriza nuestro tiempo es la pantalla: el celular se ha convertido en un sexto sentido humano, y en muchas partes del planeta hay más dispositivos conectados a internet que habitantes por kilómetro cuadrado.

El paisaje cotidiano se ha vuelto a componer a partir del hecho de que todos estamos donde estamos y en algún lado más. Algunas veces hago la prueba de observar un espacio público como si no tuviera teléfono celular. La sensación puede ser abrumadora y un poco extraña, por momentos demasiado parecida a la impresión que me provocan las ficciones de zombies. Algo así deben sentir los niños que aún no se han conectado cuando los adultos nos hipnotizamos con las pantallitas de nuestros dispositvos personales.

En mi identidad como madre y en mi profesión como pensadora de estos temas, toda esta hipervirtualización me está haciendo pensar. La maternidad tiene ese psicodélico poder de llevarte a lugares muy hondos, a veces oscuros, reales en su máxima expresión. Uno de estos lugares, visitado y re visitado en mi maternidad es el lugar en el que las hormonas se encuentran con el cuerpo, y el cuerpo con las emociones, y las emociones con la conducta, y la conducta con la naturaleza, ese misterio alucinante.

Resulta que mirando a mis hijos descubro el quid del mamífero humano: su capacidad para entrar en relación con un otro. Somos seres relacionales. El humano no solo tiene la capacidad para entrar en relación, sino que su vida depende de esto.

O sea: si un bebé no entra en relación con su madre (o con algún buen sustituto humano), lisa y llanamente, muere. No le alcanza al hombre el alimento físico: requiere para subsistir de otro tipo de alimento nutritivo, llamémosle espiritual, inmaterial, relacional. Este otro alimento del que dependemos para existir, para madurar nuestros sistemas y para desarrollar "la sustancia humana" es el apego: esa fuerza de atracción que nos hace buscar la cercanía de aquellos a quienes seguimos, de quienes dependemos, a quienes amamos y con quienes convivimos. Este impuslo, esta búsqueda del otro, este apego forma parte de nuestro ADN.

Ser reconocidos, mirados, queridos, buscados, protegidos, y a la vez: reconocer, mirar, querer, buscar y proteger a nuestra cría es lo que hacemos y lo que somos. Esta energía está en la base de nuestra conducta, incluso en la base de las conductas más disruptivas: ¿qué es la violencia si no un grito desesperado y desubicado que pide mirada y amor?, ¿qué es la ira si no la tristeza sostenida por una ausencia?

Así somos. Hay un espacio en nuestro interior que necesita ser permanentemente alimentado, y no con comida (como penosamente muchas personas descubren). Ese espacio es el espacio para el otro, en lo posible para la mirada amorosa del otro, la mirada del juego entre niños, la del diálogo en la familia, con los amigos, en el ámbito profesional.

Si ese espacio no es frecuentemente nutrido, todo nuestro sistema humano entra en crisis. Y en el caso de los niños, que se encuentran en etapa de "configuración", ese espacio, igual que en el cuerpo físico, cuando no es nutrido frecuentemente, puede dejar secuelas serias.

Eso que sucede durante los primeros años de vida, nos marca a fuego. Así como el alimento físico puede convertirse en una obsesión y dejar de ser un don maravilloso de vitaminas y sustancia; así también las pantallas pueden convertirse en un paupérrimo sucedáneo del "otro" en nuestras vidas. Es que, ya lo están diciendo los expertos: estos dispositivos tecnológicos tan poderosos movilizan la energía del apego.

Todos los juegos y las redes sociales basan su pregnancia en la mirada, el reconocimiento, el ser visto, es decir, aquello para lo que los humanos estamos "programados": para ser mirados y reconocidos, y así, amados. Esta es la razón por la que las pantallas ejercen la fascinación que ejercen, además del look colorido y dinámico irresistible.
¿Y cuál es el problema cuando alguien, especialmente un niño, busca satisfacer sus necesidades de apego en relación con una pantalla, de forma repetida y durante una buena parte del tiempo que pasa despierto? Y es que no hay nadie allí. Al menos nadie dispuesto a mirarnos como realmente necesitamos ser mirados, reconocidos en nuestro ser, nutridos en ese espacio vital pensado únicamente para la relación real, personal y verdadera.

Entonces, ¿qué pasa cuando, por ejemplo, ante las emociones negativas nos refugiamos (o enviamos a nuestros hijos a refugiarse) detrás de un dispositivo electrónico, de cara a una pantalla: pasa que se trata de un placebo, un sucedáneo de mala calidad.

Es que no hay nada humano en esa dinámica. Porque si cuando nos sentimos solos, comemos chocolates, seguiremos igual de solos y además quizá enfermos. Igual: si cuando estamos enojados, abrumados, frustrados, tristes o angustiados, nos refugiamos en la compulsión tecnológica, nada va a cambiar de verdad.

Y en el caso de los niños, este mecanismo es muy peligroso. Porque sus cerebros son plásticos y vulnerables a la experiencia, porque están mirándonos para aprender cómo lidiamos con las emociones, porque a partir de las relaciones que establecen toman decisiones sobre quiénes son y desarrollan los recursos fundamentales de su personalidad, y porque en ellos la energía del apego tiene como un color especial, más intenso: el niño humano está permanentemente en busca de orientación.

Si no la encuentra en otra persona, la buscará en el dispositivo que moviliza esa energía tan fundamental. ¿Y adivinen qué? Los niños se parecen a aquellos a quienes se apegan. Tienden a internalizar sus códigos de comportamiento, su lenguaje, sus dinámicas. El resto del razonamiento y sus implicancias se lo dejo a ustedes.

Florencia Basaldúa es licenciada y profesora en Ciencias de la Comunicación, doula, educadora de familias certificada por Attachment Parenting International y por la Asociación Internacional de Disciplina Positiva, y voluntaria en Liga de La Leche Internacional. Está casada y es madre de tres hijos

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