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La Europa low cost

Bulgaria tiene los encantos de Europa al alcance del bolsillo. Un crisol de antiguas culturas del viejo continente atravesadas por el paso del comunismo. Un destino escondido detrás de la antigua Cortina de Hierro
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25 de marzo de 2015 a las 18:09

*Por Felipe Llambías

Me bajé del globo aerostático en Capadocia después de volar por uno de los paisajes rocosos más pintorescos del mundo (ver crónica del número anterior), y me subí a la camioneta que llevaba a los pasajeros hasta el pueblo de Goreme, donde me estaba alojando.

Recogí mis cosas lo más rápido que pude y fui directo a la parada de ómnibus, donde a las ocho y media de la mañana tenía que estar para comenzar un largo trayecto en esta ruta de viaje que inicié con Seisgrados por una no tan conocida parte del mundo. Un día entero por carretera desde el centro de Turquía me dejó en una fría mañana de invierno en Sofía, la capital de Bulgaria. Antes, el bus paró en Ankara, la capital turca, y en Estambul, la ciudad más importante de ese país que marca el límite entre dos civilizaciones, la asiática y la europea.

El cruce de frontera, cuando el reloj marcaba las muy incómodas dos de la mañana, hizo que todos los pasajeros debieran bajarse del coche y pasar por la ventanilla donde el oficial de migraciones haría los controles. Para la mayoría de quienes pasaban de un territorio a otro, el trámite era sencillo. Pero no lo fue para un matrimonio sirio con tres hijos pequeños, quienes presumiblemente escapaban de su país y a los que sometieron a diversas preguntas, chequeos y una larga espera, mientras los niños les preguntaban a sus padres qué pasaba. Al final los dejaron seguir, y el ómnibus continuó su rumbo.

Cuando desperté a la mañana siguiente estábamos llegando a Sofía. Al principio pensé que podíamos estar atravesando otra ciudad previa en el trayecto, dado el paisaje de edificios bajos –de unos cuatro o cinco pisos–, cuadrados y sin vida. Una rápida mirada al GPS me indicó que estaba equivocado; habíamos llegado a Sofía. En ese momento comprendí cuán vigentes seguían las huellas del comunismo en esta zona de Europa, al menos en un principio por la arquitectura con clara influencia soviética. Y por primera vez había encontrado una ciudad más gris que Montevideo.

El ómnibus llegó a la terminal y a la familia siria la estaban esperando ansiosamente. Abrazos de rencuentro que cerraban un viaje que, si había sido largo para mí, supongo que para ellos lo había sido mucho más. Rápidamente busqué ubicarme en el mapa y ver hacia dónde quedaba el hostel donde me iba a alojar esos días, aunque sin que dijera nada, todos parecían saber mi futuro paradero. “¿Vas al hostel Mostel?”, me preguntaron tres o cuatro búlgaros luego de contarles que recién había llegado. Mi respuesta era afirmativa, pero no entendía muy bien por qué cada una de las personas con las que hablaba me mencionaba solo ese lugar. Aparentemente era muy popular sin que lo supiera. Tras una caminata no muy larga, llegué a destino. Atravesar las calles de Sofía me dio una primera certeza: estaba en Europa. Se veía en la forma de ser de las personas, en sus caras, en la fisonomía de la ciudad, en el orden, el cuidado y la limpieza.

Pasado de hoz y martillo

El hostel Mostel está ubicado en un pequeño edificio que data del siglo XIX y que fuera construido por una familia griega para funcionar como “La vieja posada”, una popular parada en la ruta hacia Atenas por ese entonces. Cuando los comunistas llegaron al poder en Bulgaria, la construcción fue tomada por el gobierno y sus antiguos dueños se exiliaron en Grecia. Las autoridades cerraron las fronteras del país y ya no fue más utilizado como casa de huéspedes, sino que pasó a servir como sede de oficinas municipales.

Era 1944. Estaba terminando la segunda guerra mundial y Europa comenzaba a dividirse en dos bloques, el capitalista y el comunista. En Bulgaria, el Frente de la Patria, una organización política de izquierda que ayudada por el Ejército Rojo derrocó la monarquía y fundó la República Popular de Bulgaria, tomó el timón del país. Sofía quedó, de esta forma, detrás de la Cortina de Hierro. Y no fue hasta después de la caída del Muro de Berlín que, en 1990, el Partido Comunista permitió elecciones abiertas y el país comenzó una transición hacia la democracia y el capitalismo.

Pese a que ya pasaron 25 años, los vestigios del régimen aún se sienten. Su economía es de un tamaño similar a la de Uruguay, aunque con más del doble de la población, lo que resulta en un PBI per cápita de apenas 7.500 dólares anuales. Eso explica, en parte, por qué Bulgaria es tan económica. Almorzar algo afuera que no sea comida chatarra puede costar 8 o 10 leva, equivalente a unos 4 o 5 euros; algo impensable en Europa Central. El hospedaje por una noche en un albergue vale unos 11 leva, 5 euros y medio. Si la opción es un hotel con algo más de comodidades, el bolsillo no se resentirá, y salir por la noche a un bar no se traduce en un gasto excesivo.

También se nota el pasado rojo en el transporte público: unos añejos pero bien conservados trolebuses recorren la ciudad, aunque a uno lo trasladan a 50 años atrás en una especie de máquina del tiempo.

A pesar de no tener el desarrollo de otras ciudades europeas, Sofía es una opción de bajo costo en los Balcanes para aquellos que quieren visitar el viejo continente sin tener que ver cómo el dinero se va como si fuera agua entre los dedos. Es verdad, no tiene los grandes atractivos de París, Londres o Barcelona, pero contiene una rica historia que vale la pena conocer.

L

a Montevideo de los Balcanes

Sofía es una de las capitales más antiguas de Europa. Tiene 1,3 millones de habitantes, un número reducido en comparación con otras urbes del mundo, y cuenta con una población bastante homogénea. De nuevo, similar a Montevideo. Claro que tiene diferencias, sobre todo por las influencias culturales históricas, pero su tamaño, su sencillez y su parsimonia, teñidas todas por el gris predominante en el paisaje del crudo invierno, muestran más puntos en común de los que uno a priori podría prever.

De acuerdo con sitios turísticos especializados, las principales atracciones de la capital búlgara están relacionadas con la arquitectura religiosa. Es así que se puede visitar la catedral de Alejandro Nevski, la catedral de Sveta-Nedelya, la iglesia de Boyana, el templo Sveti Sedmochislenitsi o la iglesia de Sveti Georgi, entre muchas otras. Cada una cuenta con distintos rasgos de acuerdo a la época y el credo, puesto que existe una mezcla entre la cultura católica, ortodoxa e incluso islámica, dada su ubicación geográfica y su pasado como parte del Imperio otomano.

La iglesia más importante de todas, e ícono de la ciudad, es la catedral ortodoxa de Alejandro Nevski. Sus cúpulas doradas y turquesas y su imponente tamaño –de 3.170 metros cuadrados y con capacidad para 5.000 personas– desentonan con el resto de la ciudad.

Fue construida entre fines del siglo XIX y comienzos del XX con la ayuda de arquitectos de San Petersburgo, y dentro pueden encontrarse pinturas y murales de origen búlgaro, ruso y checo, entre otras obras artísticas. La historia de Bulgaria se cuenta a través de las paredes de estos edificios. Tal es el caso de la catedral de Sveta-Nedelya. A la entrada de este templo, también perteneciente a la iglesia ortodoxa, se puede leer una placa que recuerda el mayor atentado sufrido en ese país y que ocurriera justamente en ese recinto. Fue en 1925, cuando una bomba puesta por miembros del Partido Comunista destruyó el edificio en medio de la celebración del funeral de un general del Ejército, asesinado dos días antes por los bolcheviques, y mató a 128 personas, entre los que se encontraban militares y políticos de la época. La catedral luego debió ser reconstruida.

Si uno se aleja de la gran ciudad puede encontrar emblemas religiosos, como el monasterio de Rila, situado en las montañas homónimas, que data del Medioevo y que fuera declarado patrimonio de la humanidad por la Unesco. Pero, más allá de edificios antiguos, lo que más vale la pena en Sofía es caminar. Deambular por sus callecitas, sus plazas y sus parques. Meterse en los pequeños mercados al aire libre, perderse un rato hasta volver a saber para dónde ir. Desorientarse no será nada difícil, debido a que además muy poca gente local habla inglés –mucho menos español– y la comunicación se puede tornar a veces un tanto complicada al enfrentarse a un idioma como el búlgaro que tiene mucho más de parentesco con el ruso que con cualquier lengua occidental.

Afortunadamente, los carteles con los nombres de las calles están tanto en alfabeto cirílico como latino. Además, después de un tiempo de leer, se va aprendiendo los sonidos de las diferentes letras.

Dos o tres días son suficientes para visitar esta ciudad si la agenda es ajustada, y quien tenga alguna jornada más disponible puede aprovechar y hacer viajes por el día a lugares cercanos, como Veliko Tarnovo, ciudad a unos 250 kilómetros de Sofía que fuera la capital del Segundo Imperio Búlgaro entre los siglos XII y XIV, y que conserva hasta estos días reliquias arquitectónicas de épocas pasadas. Recorrer Europa en invierno no es la mejor opción. Definitivamente. Los días cortos, el frío –mucho frío– y la lluvia determinan una combinación poco atractiva para salir de la comodidad del calor bajo techo y caminar al aire libre, una de las actividades más interesantes en las calles de ese continente. Mucho menos en Sofía, donde las temperaturas son muy bajas. La única ventaja es que se puede salir a dar un paseo mientras está nevando, algo que normalmente se ve muy poco y devuelve una sensación de asombro y encanto a menudo difícil de encontrar.

Para los europeos, Bulgaria es una opción de viaje económica que incluso puede traducirse en una escapada de fin de semana con vuelos que se consiguen por 40 euros ida y vuelta desde las principales ciudades. En las épocas más gélidas, sus montañas convierten al país en un atractivo resort de esquí, mientras que en verano las escapadas al mar Negro son una opción popular. Para los uruguayos, Bulgaria está, por lógica, mucho más lejos. Pero es una alternativa cuando se planifica un viaje largo de placer que salga –al menos por un rato– del mainstream habitual.

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