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La feliz marcha atrás de Trump con la separación de familias en la frontera

La ignominia de los niños llorando por sus padres hizo recular al presidente, y podría ser el preludio de logros mayores en materia migratoria
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23 de junio de 2018 a las 05:00
Esta vez no fue por un conflicto internacional, ni por los excesos en una guerra librada del otro lado del planeta. Las imágenes que esta semana desataron la indignación del mundo con Estados Unidos son consecuencia de sus políticas migratorias, sobre todo de las vinculadas a la “tolerancia cero” reimplantada por el gobierno de Donald Trump.

Como las de la prisión de Abu Ghraib en 2003 en Irak, o las de la masacre My Lai en 1968 en Vietnam, las crudas imágenes de niños emigrantes llorando por haber sido separados de sus padres en la frontera sur de Estados Unidos suspendieron el alma de la humanidad y provocaron una ola de condenas desde todos los rincones del globo. Cómo es posible que en “el país de las libertades” y “el sueño americano” —la gran civilización que ha contagiado con esas libertades a buena parte del mundo—, que en “el líder del mundo libre” sucedan estos abusos infames.


El drama de los niños en la frontera no es nuevo en Estados Unidos. Lo que es nuevo es el endurecimiento de unas políticas migratorias de por sí ya extremas y la retórica antiinmigrante que el propio presidente ha esgrimido desde el lanzamiento mismo de su campaña, y con la que profundizó gravemente una herida que ha atravesado a la sociedad estadounidense por más de 30 años. El debate nacional en torno a la inmigración en Estados Unidos es en realidad un tajo que divide a la sociedad sin solución de continuidad, y que remite a duras posiciones de naturaleza emocional e identitaria, con confrontaciones que van a la médula misma del melting pot, el gran crisol de identidades sobre el que se fundó Estados Unidos como nación.

Pero vayamos primero a las políticas. Según las medidas de tolerancia cero anunciadas el pasado abril por el secretario de Justicia, Jeff Sessions, los hijos menores de los emigrantes detenidos al cruzar la frontera en forma irregular serían separados de sus padres. El jerarca —un conocido político republicano con una larga trayectoria de línea dura en el Capitolio contra la migración ilegal— llegó a admitir entonces que la política de separación de padres e hijos obraría como “un disuasivo” para aquellos que quisieran cruzar la frontera a partir de entonces.


El número de menores que han sido separados de sus familias en estos meses no está muy claro todavía. La agencia Associated Press ha reportado que son más de 2.000 desde octubre de 2016. Lo cual plantea una interrogante insoslayable: ¿por qué se estaban separando familias aun desde antes?
La respuesta está en el endurecimiento que las políticas migratorias han sufrido desde mediados de los años noventa, y que han creado todo un sistema de prisiones para migrantes, algo que atenta contra el derecho internacional pero que, increíblemente, en Estados Unidos es parte de la legislación. Dos leyes aprobadas durante la presidencia de Bill Clinton (1993-2001) extendieron significativamente la práctica de encarcelar migrantes indocumentados en prisiones de gestión privada con fines de deportación. Es la llamada “deportación civil”: los migrantes permanecen en estos reclusorios hasta seis meses —a veces más— antes de comparecer ante un juez de migración que dictamine su deportación.

Pero esos juzgados migratorios están bajo la órbita del Departamento de Justicia, por lo cual no pertenecen al Poder Judicial sino al Ejecutivo. Así, los migrantes no tienen los derechos y garantías que les otorgaría la justicia ordinaria, ni siquiera tienen derecho a un abogado. Las condiciones en esos centros de detención también pueden ser bastante inhumanas, según varios informes de organizaciones pro migración que han denunciado abusos, maltratos y alimentación insalubre.


Las dos leyes firmadas por Clinton instauraron además una larga lista de delitos menores por los cuales cualquier “no ciudadano” de Estados Unidos, incluidos aquellos con residencia permanente, puede ser sujeto de deportación. Pero la medida más dura de todas fue la que tomó el expresidente George W. Bush (2001-2009): Operación Streamline, la tolerancia cero propiamente dicha, que penaliza la inmigración irregular independientemente de cualquier otra consideración. El delito es el mero hecho de cruzar la frontera, de tal modo que los migrantes detenidos en el cruce pueden ser procesados penalmente y encarcelados en Estados Unidos antes de su deportación.

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¿Qué hacían entonces con los hijos pequeños de esos padres detenidos en los cruces fronterizos, o en redadas dentro de Estados Unidos? Eso tampoco está muy claro aún. Diversas versiones de prensa han señalado en estos días que durante el gobierno de Bush hijo se eximía de los cargos a los migrantes con niños menores y se mantenían a las familias unidas. Y que luego Barack Obama (2009-2017) continuó con esa política.

No está del todo claro que así haya sido. Lo que sí está muy claro es que la administración Trump no solo separaba a las familias (hasta su decreto que lo prohíbe, sacado de apuro el jueves por la mañana ante la ola de indignación mundial), sino que además, según su propio secretario de Justicia, utilizaba eso como elemento de disuasión. Es decir, el sistema migratorio de Estados Unidos ya era represivo, y está descompuesto desde hace años. Ningún sistema que no esté profundamente descompuesto puede convivir con 11 millones de indocumentados en las sombras y decenas de miles de presos por el solo hecho de haber traspuesto una línea fronteriza. Pero la bravuconería de Trump, y el ensalzamiento e implementación de las medidas más crueles de ese mismo sistema han descorrido el velo de su rostro más inhumano.


Trump llegó a la Casa Blanca montado en su poni de la antiinmigración y el “America First”. Su lenguaje chovinista y xenófobo generó poderosos anticuerpos en la sociedad estadounidense y en el mundo entero. Por eso a la hora de cumplir sus promesas de campaña y respaldar su retórica incendiaria con políticas, hace que esas políticas estén más a la vista y puedan ser sujetas de mayor escrutinio.
Ni Clinton, ni Bush, ni Obama eran precisamente unos campeones de los derechos de los migrantes. Obama tal vez menos que ninguno, que durante sus ocho años de mandato deportó a casi 3 millones de personas y fue motejado por los defensores de los derechos migratorios como “el deportador en jefe”. Pero las políticas de estos tres en materia de migración pasaban bajo el radar de la gran prensa. El discurso de los tres predecesores de Trump, lejos de ser antiinmigrante, era pro inmigrante. Y así, los innumerables abusos en la frontera pasaban mayormente inadvertidos.

Ahora en cambio están en el candelero y son motivo de escrutinio. Debería aprovecharse la coyuntura para que los organismos internacionales vuelvan a insistir y presionar no solo para que se destierre para siempre la crueldad de separar a niños de sus padres, sino también para que en Estados Unidos se despenalice la migración irregular.

Al interior de la primera potencia, sin embargo, el asunto seguirá siendo parte del tire y afloje político; tal vez el más ríspido de todos (junto a las tensiones raciales entre negros y blancos y la violencia policial que las recrudece), pero indefectiblemente uno en el que afloran las mezquindades, cálculos e intereses propios de la política.


El problema del debate sobre la migración en Estados Unidos es que, para aquellos que se oponen a una reforma migratoria, las razones son mayormente culturales. Temen que el continuo flujo de migrantes pueda alterar el rostro demográfico de la sociedad; algo que ha sido históricamente inevitable. Pero son, como siempre han sido, sentimientos de un arraigo tribal muy difícil de hacer entrar en razón. Incluso han sido “racionalizados” —si cabe el término— por algunos autores de renombre, como Samuel Huntington.
Mientras, los proclives a reformar las políticas migratorias lo hacen en su mayoría por razones humanitarias; y una minoría por razones exclusivamente políticas.

Por muchos años no habían sido estas razones de fuerza suficiente para inclinar la balanza. Hasta que llegó Trump. El rechazo emocional que producen tanto el estilo como la retórica del presidente ha dado a la causa de la migración una fuerza que jamás había tenido en Estados Unidos. Al tiempo que ha orillado a varios dirigentes demócratas, que navegaban con la bandera de la tibieza y la especulación, a definirse de forma categórica.

Es muy probable que este estado de cosas —dependiendo de los resultados de las elecciones legislativas de noviembre— pueda allanar finalmente el camino para una reforma migratoria que tan esquiva le ha sido al Congreso. Por lo pronto parece haber evitado el oprobio de tener más niños llorando por sus padres en la frontera.

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