Espectáculos y Cultura > COLUMNA/EDUARDO ESPINA

Más rock, menos Che Guevara

En 1968 el rock pesado se transformaba en la música revolucionaria de una generación
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19 de mayo de 2018 a las 05:00
Sobre el carácter aurático que tuvo el año 1968, cargado de ideas, promesas y sucesos que transformaron la historia por venir y la forma cómo se veía el pasado inmediato, se han escrito infinidad de artículos –sin ir más lejos, dos por mí firmados en este diario a principios de año– y otros tantos saldrán publicados antes de que termine diciembre, pues el tiempo pasa rápido y ya transcurrieron 50 años desde 1968. El mundo cambió bastante, también las perspectivas para interpretarlo y analizarlo; sin embargo, lo ocurrido en 1968 no ha perdido vigencia, lo cual destaca la importancia de aquella superposición de hechos y realidades, las cuales en cierta manera siguen llegando invictas al presente; incluso las que han envejecido más, continúan dejando margen para las moralejas y las interpretaciones en el espejo retrovisor.

La mayoría de los artículos escritos sobre 1968 tienen que ver con política y proclamas sociales y estudiantiles repletas de atractivos eslóganes del tipo, "Soyez réalistes, demandez l'impossible" (Sé realista, pide lo imposible). Algunos de los artículos, muy pocos, han sido sobre la nómina de películas estrenadas ese año y que se convirtieron en parteaguas. En un ensayo previo hice referencia a eso, mencionando los nombres, por ineludibles, de filmes que llegaron a los cines en 1968 y que trajeron nuevos accesos formales a una de las dos artes con mayor influencia y penetración masiva en la época moderna. La lista de imprescindibles incluye: 2001: Odisea del espacio, El nadador, El bebé de Rosemary, If (Si), Érase una vez en el oeste, Bullitt, El corazón es un cazador solitario, además La noche de los muertos vivientes y El planeta de los simios, inconmensurables en cuanto a influencia estética e impacto creativo que tuvieron en el cine futuro por haber inventado dos géneros hoy prolíficos y populares.

También en música, 1968 fue un año clave. Se fundaron tres grupos pioneros en la transformación del sonido que hoy cualquiera puede reconocer, aunque lo deteste: Deep Purple, Black Sabbath y Led Zeppelin. En mayo de 1968, Deep Purple grabó su disco debut, Shapes of Deep Purple, que contiene cuatro canciones originales y cuatro covers, entre ellos Help, de los Beatles, y Hush, de Joe South, que fue el primer éxito del grupo. Lo compré usado en una disquería de segunda mano y todavía lo tengo. Las reseñas de Shapes of Deep Purple, puesto a la venta dos meses después de fundado el grupo, fueron en su mayoría negativas. Una de ellas lo consideraba un disco "pomposo", adjetivo horrendo para usar en un grupo de rock pesado. Con el tiempo, sin embargo, el disco se convirtió en clásico, y nuevas reseñas lo consideran "pionero".

Por esos mismos días, los cuatro miembros fundadores de Black Sabbath –Tony Iommi, Geezer Butler, Bill Ward y Ozzy Osbourne– comenzaron a ensayar juntos. Por su parte, en agosto de 1968 comenzaba la historia de Led Zeppelin. Desde los años 1995, 2006, y 2016 respectivamente, las tres bandas forman parte del Rock and Roll Hall of Fame. Considerados todos los hechos, no está tan alejado de la verdad afirmar que en 1968 tuvo lugar el primer esplendor del heavy metal y del hard rock. Ambas versiones de casi lo mismo, pero con diferente subdenominación, fueron algo más que un espasmo atómico en las entrañas de la música que por entonces, cuatro años después de la invasión mundial de los Beatles, se había convertido no solo en la música de una generación, sino en la banda sonora de una época que la realidad convirtió en película fascinante y que aún no ha terminado. Seremos los últimos en apagar la luz.

Así como el hard rock de Led Zeppelin y de los Who dinamitó las barreras entre el rock melódico y el rock a todo volumen, abriendo las puertas para que nuevas generaciones llegaran en estampida al no tan reducido grupo de admiradores incondicionales y el rock conquistara los amplios estadios abiertos, que se convirtieron en iglesias laicas del sonido a su mayor potencia, el heavy metal representó una revolución cultural. Sus efectos a corto y largo plazo tuvieron mayor incidencia que las proclamas ideológicas y políticas populares de la época y que tenían a la palabra "revolución" como caballito de batalla. En 1968 –más que coincidencia– salió a la venta Beggars Banquet, disco clásico de los Rolling Stones que incluye la canción más política del grupo, Street Fighting Man. En la segunda estrofa dice: "Hey! think the time is right for a palace revolution" (¡Oye! Pienso que es el momento correcto para una revolución del palacio). Era un mundo convulso guiado por la insatisfacción. Hasta en las cosas de mayor simpleza de la vida la palabra 'revolución' estaba presente. La música no fue la excepción. En 1968 los Beatles grabaron tres distintas versiones de la canción Revolution; con ritmos diferentes, la misma letra decía: "You say you want a revolution/Well, you know/We all want to change the world" (Dices que quieres una revolución /Bueno, ya sabes / Todos queremos cambiar el mundo).

El heavy metal fue una revolución que anheló transformar la realidad de las cosas tanto como las proclamas políticas de izquierda muy en boga en 1968, redimensionadas por la muerte del Che Guevara un año antes. El radio de acción del rock pesado, sin embargo, fue más poderoso, mucho menos violento, pero asimismo con mayor durabilidad. Tal como Rimbaud lo hizo con la poesía, cambió la vida de una manera impensada. Trajo un desaforado entusiasmo que, además, para bien de la inteligencia, no debía dar cuenta a ninguna ideología específica ni a ningún partido político institucionalizado. Por eso en algunas partes del mundo, también en el Uruguay que hoy quiere pasar por país de mente abierta, el metal, como cualquier cosa que estuviera asociado al rock, fue detestado por demasiado tiempo. Lo recuerdo bien, por más que en aquellos tiempos yo estaba en la escuela, viendo la vida a través de un frágil vidrio.

En tiempos posteriores a la muerte del general Oscar Gestido (1901-1967), y con la llegada de Jorge Pacheco Areco a la Presidencia del Uruguay, se radicalizó la visión súmmum del maniqueísmo y del guevarismo, la cual distorsionaba la complejidad de la realidad al ver el mundo en blanco y negro, y creer que había dos fuerzas únicas en pugna. Los buenos eran los simpatizantes del régimen comunista de Cuba; los malos, los imperialistas estadounidenses, la gran lacra universal. Recuerdo haber visto por aquellos días de 1968 en una pared montevideana una pintada –no era un grafiti, porque esta amplificaba una imbecilidad de moda por entonces– que decía: "El rock es imperialismo". Al verla, me vinieron ganas de irme adonde estuviera el "imperialismo", pues, supuse, ahí podría comprar todos los discos de Deep Purple, de Led Zeppelin, de Black Sabbath, a precios más módicos de los que pagaba en la disquería ubicada en una galería montevideana céntrica, en donde cada tanto me dejaba asaltar con gusto.

En 1968, año de tantas revoluciones, algunas incumplidas en la práctica y otras solo en la teoría, si bien había grupos de rock uruguayos (y más de uno bueno y con bastantes seguidores), las canciones populares del Uruguay de entonces invitaban a mirarse el ombligo y a reafirmar valores telúricos asociados con una supuesta identidad nacional y "latinoamericana", tan vaga como artificial y superflua. Quien no salía a "desalambrar", era considerado un enemigo de la patria, un facho en el clóset. El rock, sobre todo el heavy metal y el hard rock con su circense opulencia audiovisual, no solo representaba al capitalismo y al imperialismo unidos (pero jamás vencidos), aunque viniera en verdad del corazón profundo de la clase trabajadora.

Además, el rock en todas sus versiones era considerado epítome del gusto burgués más condenable, aquel que prefería dejar la política en manos de los políticos, y las artes en manos de quienes creían que las revoluciones espirituales las debían hacer los artistas, no los políticos, y menos algún esclavo de la ideología con barba y fusil en mano, que invitaba a unirse al rebaño. Esa demencia idólatra no llevaba a nada, como no llevó. La otra gran locura, en cambio, la que vivía pidiendo que subieran el volumen, abrió puertas en la imaginación, las que todavía siguen abiertas. John Lennon, en ese año, dio su visión del credo de la única revolución posible: "Inclúyanme fuera si es con violencia. No me esperes en las barricadas a menos que sea con flores".

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