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Mi propio Tom Wolfe

La muerte a los 88 años del llamado "padre del nuevo periodismo" me recuerda algunas vivencias personales y coincidencias con el autor de La hoguera de las vanidades
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20 de mayo de 2018 a las 05:00
A comienzos de este siglo ni siquiera era periodista. Había egresado del CERP del Este como docente y daba clases de idioma español y, a veces, de literatura, en varios liceos de la ciudad de Maldonado, en Punta del Este, en Pan de Azúcar. Goethe lo había denominado un par de siglos atrás: era un "profesor de provincias". Vivía en una pequeña casita sacudida por el viento en Las Delicias, el país estaba quebrado y no se veía una salida, tenía una hija pequeña, un cúmulo de dudas y casi ninguna certeza, y las aspiraciones hacia la escritura estaban volcadas en revistas under que hacíamos, para despuntar el vicio, con amigos colegas para un círculo ínfimo de fieles lectores. Los proyectos literarios estaban encajonados en ideas transparentes que parecían materializarse en las noches pero que a la mañana siguiente se diluían con la luz del amanecer.

Un día había escuchado a Gerardo Sotelo despedir un informativo de fin de semana de canal 10 con una frase (que ahora no recuerdo) "del gran Tom Wolfe". Poco tiempo después, tampoco recuerdo cómo, llegó a mis manos un ejemplar de Todo un hombre, un ladrillo de un millar de páginas, tan soberbio que no se puede soltar.

A partir de entonces, devoré cada libro de este hombre virginiano que llegó a obsesionarme. A través de internet exploré una obra que a Uruguay siempre llegó un tanto sesgada, a pesar del enorme éxito editorial de muchos de sus libros. Me volví militante activo del tomwolfismo. Como un ignoto iniciado en la tribu, intenté imitar de manera torpe varios de sus trucos maestros con la escritura y la ortografía (por ejemplo, Wolfe exploró, entre muchos otros, el efecto en la página de colocar 10 pares de dos puntos antes de un diálogo, así :::::::::::), el ritmo, el punto de vista, el humor y el tono de cada uno de sus textos. Me viene a la cabeza un título estrambótico de una crónica nocturna en un casino demencial: "Las Vegas. ¿Qué? ¡Las Vegas! No te escucho, hay mucho ruido. ¡¡¡Las Vegas!!!".

Leí sus perfiles, las crónicas, las novelas, los apuntes sociales, las parodias, disfruté de su ojo clínico (con pizcas de Dickens, Balzac, Twain, los realistas rusos), de la originalidad para elegir los temas y la sutileza, cual torero fino, para rematarlos. La prosa de Wolfe me demostró que en la vida valía la pena ser periodista y escribir.

Tom Wolfe
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En 2005 comencé a escribir en El Observador, al principio como freelance, en varias secciones, y luego como periodista cultural. En 2007 mandé un conjunto de cuentos al concurso por el Premio Nacional de Narrativa Juan José Morosoli. Titulé la obra Jaula de costillas, por una frase al inicio de Todo un hombre, y utilicé como seudónimo "Tomás Lobo", en honor al escritor.

Cuando al año siguiente me enteré de que Wolfe era uno de los visitantes ilustres de la Feria del Libro de Buenos Aires, no dudé en cruzar con el mero objetivo de saludar y agradecer al maestro, al mito viviente. Asistí a la charla principal, en una enorme carpa blanca, donde la flaca figura discurseó parada junto a un atril, sobre los fenómenos sociales que definen una época. Recuerdo que contó una anécdota sobre la fórmula Nascar yanqui y una pista de automovilismo incrustada como un gran cono en la tierra, una nueva catedral para una nueva religión deportiva en los Estados Unidos, y cómo la tragedia mediática de Britney Spears decía mucho de los tiempos que se vivían en el mundo globalizado.

Después de la conferencia, llegó el momento de los autógrafos. Hice la cola de rigor, al final de la cual un hombrecito de físico exiguo y traje color crema estaba sentado en una humilde mesa con una pluma y una pila de libros. A ambos lados, dos guardias de seguridad trajeados y con intercomunicadores en los oídos, provistos por la embajada estadounidense, vigilaban cualquier movimiento extraño cerca de Wolfe. Cuando me llegó mi turno, el entregué mi ajada edición de Todo un hombre. Wolfe sonrió, abrió la primera página y con su pluma dibujó una firma de caligrafía antigua y una sucesión de curvas señoriales dignas de un emperador. Al devolverme el libro le extendí la mano. Uno de los guardias quiso detener mi gesto, pero Wolfe, sin complicaciones, me la estrechó. Solo atiné a decirle: "Me hice periodista por usted, mucha gracias". Wolfe sonrió con ojos brillantes y me respondió: "Thank you, boy".

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