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Murió Ramón Díaz, un profeta del liberalismo

Tenía 90 años. Fue abogado, economista y periodista, presidió el Banco Central y la OPP
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07 de enero de 2017 a las 15:11
Ha muerto Ramón Díaz, profeta y guerrero del liberalismo, quien tuvo una gran influencia en las décadas finales del siglo XX, y a quien tanto debo.

En 1972 fundó Búsqueda, una revista bimestral de opinión y debate ideológico, sin mayor información, cuyas pequeñas y pobres páginas él llenaba con la ayuda de algunos amigos. Desde entonces, contra toda esperanza, libró una guerrilla sin cuartel en defensa de las ideas liberales. No eran esos sin duda los vientos dominantes en los años '60 y '70, cuando las instituciones democráticas, la economía y la sociedad de este país agonizaban bajo el peso de los extremismos y la adoración, cual becerro de oro, del Estado y su burocracia. Y sin embargo, se abrió paso hasta convertirse en uno de los intelectuales más influyentes de Uruguay durante la restauración democrática.

Fue abogado, economista, periodista, escritor, docente, polemista, director de la Oficina de Planeamiento y Presupuesto (1970) y presidente del Banco Central (1990-1993).

Publicó diversos libros y ensayos. Entre ellos destaca su "Historia económica del Uruguay", un manual que escribió para sus alumnos y publicó en 2003. Cuenta las vicisitudes de un país que nació inviable, que se pobló y se enriqueció muy rápido, pese al caos político, que comenzó a cerrarse durante el Militarismo (1875-1890) y que algunas décadas más tarde ingresó en una larguísima agonía.

"Para comprender un país hay que ir a su proceso histórico", afirmó entonces. "Siguiendo a Ortega y Gasset, creo en la razón histórica. Para entender algo –una institución, un período, una personalidad– el investigador debe contar un cuento. En el desarrollo del cuento está la esencia de lo que uno quiere conocer".

Ramon díaz
Ignacio de Posadas y Ramón Díaz. Foto de Luis Alonso. 1994
Ignacio de Posadas y Ramón Díaz. Foto de Luis Alonso. 1994

En marzo de 1990, cuando asumió la Presidencia del Banco Central, dijo públicamente que su objetivo era llevar la inflación a "un dígito". Pareció un chiste. Desde 1951 el país vivía en la inflación de dos o tres dígitos, utilizada como un impuesto encubierto sobre salarios y pasividades. Cada año electoral, sin falta, se hacía una gran emisión de dinero para atizar el gasto público. El pico inflacionario se registraba al año siguiente, ya en otro gobierno. En 1989 la inflación había alcanzado 89% y 1990 cerraría con 129%. Ramón Díaz aplicó un manejo muy celoso de la moneda, pues no es otra la función básica de un banco central, y la inflación de un dígito, esa que ahora parece normal, arribópor fin en 1998.

Hace casi 40 años Ramón me adoptó como secretario, cuando yo era un joven recién llegado del interior del país, que trabajaba en siete oficios y estudiaba abogacía. Le ordenaba su biblioteca, reunía antecedentes sobre diversos temas, pasaba a máquina sus originales manuscritos y discutía con él sobre cuestiones inverosímiles.

Hallé una persona más bien asombrosa. Escribía en inglés, pues en su juventud se había ganado la vida enseñando esa lengua; o leía los tomos de "El Capital" de Karl Marx, un mamotreto imposible cuya extensión se mide no en páginas sino en kilos, y que ni siquiera los marxistas, razonablemente, han leído.

Me abrió las puertas de su casa y de sus trabajos: la abogacía y el periodismo, y me permitió optar.
Naturalmente que dejé la abogacía, pues nada compite con la oscura pasión del periodismo.

Un día lo hice meter preso. A fines de 1980 un militar uruguayo pronunció un discurso de clara raíz fascista, un culto a la fuerza bruta. Conseguí una edición de la historia de la Guerra Civil Española de Hugh Thomas y le señalé a Ramón el legendario enfrentamiento entre el general Millán Astray, quien gritó: "Mueran los intelectuales, viva la muerte", y la respuesta de Miguel de Unamuno: "Venceréis, porque tenéis sobrada fuerza bruta, pero no convenceréis". Él puso eso y muchas otras cosas en negro sobre blanco y poco después estaba en la cárcel.

Ofelia, una esposa tan paciente como Penélope, decía: "No sé: Ramón siempre metido en líos...". Él sin embargo salió fortalecido: en Cárcel Central vio a Líber Seregni, debatió durante horas con Víctor Hugo Morales –que estaba en prisión por haberle roto la nariz a alguien que lo insultó en una cancha de fútbol– y limpió letrinas, como cualquier recluso honorable. "Me hizo bien –contó tras recuperar la libertad–; conocí a personas detenidas por librar cheques sin fondos que son mejores que muchos otros que jamás irán a parar a una celda".

Su desprecio por la burocracia era proverbial. Una vez, a fines de los '70, hizo un escándalo en una oficina pública porque un policía le pidió su cédula de identidad para permitirle el ingreso: "Ustedes están al servicio de los ciudadanos, y no al revés. ¡Déme usted su cédula!". Lo detuvieron de inmediato.

Ramon díaz
Marzo de 1979. Escribiendo en su casa
Marzo de 1979. Escribiendo en su casa


Sus líos fueron homéricos. Un sentido épico del periodismo y de la vida le hizo quebrar lanzas por un sinfín de cuestiones ideológicas. "Es el más intolerante de los liberales", comentó alguien cierta vez.
Durante décadas presencié peleas apocalípticas de Ramón con cualquiera que se le pusiese enfrente, que contradijera sus puntos de vista, o que tuviese ganas de debatir sobre cosas tan abstrusas como, digamos, la formación de precios en el sistema socialista, o la influencia literaria y la fuente estética de una vieja canción.

En sus últimos años como periodista, antes de ser apartado por una enfermedad inclemente, mantuvo una peculiar relación con Lincoln Maiztegui, otro intelectual belicoso. Una charla entre ellos se parecía a un duelo con florete: tal vez remilgado, pero necesariamente agudo y mortal. Cuando ya no podían hablar, sus debates continuaban por escrito. Guardo algunos textos de esas querellas como incunables, pues lo son.

No tengo palabras para agradecer a Ramón Díaz. Tomo prestadas unas de Albert Camus:
Cuando yo era muy joven, muy necio y estaba muy solo, usted se acercó a mí y sin mostrarlo me abrió las puertas de todo lo que yo amo en este mundo.


*Este artículo es una mera puesta al día y ampliacióndel que se publicó el sábado 15 de agosto de 2009, cuando Ramón Díaz dejó de escribir en El Observador.

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