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¿Alcanza con lavar los trapos sucios solo en casa?

Cuando en un ambiente hay un olor desagradable lo razonable sería averiguar el origen de ese mal olor
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30 de octubre de 2017 a las 05:00
Por profesor Juan José García

"Los trapos sucios se lavan en casa" era una consigna de nuestros abuelos que no pocos siguen considerando un principio indiscutible.

Puede ser que en aquellos años en los que el acceso a la opinión pública estaba tan restringido ese modo de proceder haya salvaguardado la buena fama de algunas familias y de muchas instituciones.
Aunque no habría que olvidar la cantidad de basura barrida bajo la alfombra, la legitimación de la hipocresía, y el daño –tantas veces irreparable– ocasionado a las víctimas.

Pero los tiempos han cambiado: el acceso irrestricto a la opinión pública que una inmensa mayoría tiene ahora gracias a la tecnología deja un poco en ridículo esa pretensión ancestral. Al margen de la posible hipocresía que pueden inspirar esos ocultamientos, resulta en los hechos una ingenuidad. Todo se sabe, se graba, se fotografía, se filma... Vivimos sumergidos en un ámbito público que tiene las características propias de un reality show.

De ahí que resulte tan fuera de lugar pretender que se oculten fallos técnicos innegables, y ni qué hablar de faltas de ética en la gestión de cualquier empresa u organización. Por eso cuando algo huele mal hay que negarse a ese recurso al que de manera instintiva acudimos desde nuestra niñez: escondernos. Hay que dar la cara, responsabilizarse por duro que resulte el trance, porque lo contrario, "borrarse", es peor: se acaba sufriendo más; y, sobre todo, no se es justo.

Cuando en un ambiente hay un olor desagradable –"algo huele mal en Dinamarca", decía el centinela en la obra de Shakespeare– lo razonable sería averiguar el origen de ese mal olor. Abrir ventanas, prender luces, seguir las pistas que nos da el olfato. Por desgracia, no suele ser lo habitual: se bajan las persianas, se encienden luces bajas y se echa desodorante de ambientes. Hay que disimular, como si ese intento sirviera para engañar por mucho tiempo a alguien.

Es innegable que no resulta nada grato encarar con iniciativa ciertas actuaciones desafortunadas de algún o algunos miembros de la organización –institución pública, empresa, partido político, universidad...– y tomar las medidas oportunas, que en casos extremos podrían llevar a apartar a una persona de su cargo. De este modo se demostraría que entre quienes dirigen hay la honestidad como para reaccionar con la energía que sea necesaria cuando corresponda.

En caso contrario, cuando "no se hace nada", se va minando la confianza depositada en esa organización, y sobre todo en sus directivos, que dejan de resultar idóneos. Porque o no se enteran, lo que implicaría que carecen de la lucidez necesaria para gobernar, o se enteran, pero prefieren hacer la "vista gorda", que equivale a una hipocresía deliberada. Esa actitud tiene un costo muy alto, porque se llega a la conclusión de que existe en los hechos una impunidad que despierta un resentimiento soterrado en quienes están viendo ese desatino.

En esas situaciones desafortunadas suele ocurrir algo peor todavía: se castiga a quienes denuncian esos abusos. Se los considera enemigos, sospechosos, como si fueran unos infiltrados para destruir desde dentro los cimientos de la buena fama de la organización. Y cuando este proceder se vuelve consuetudinario la gente comienza a tener miedo, se calla, pero eso no implica que no piense ni juzgue. El temor aquieta en apariencia las aguas, pero "la rebelión va por dentro" –parafraseando la vieja expresión hispánica–.

¡Cuánto más sencillo sería reconocer honradamente los errores, los delitos, si los hubiera! Pero se prefiere jugar al disimula. Muchas veces con la excusa de no "difamar" a la institución –como si fuera posible tapar el sol con la mano–. Con ese criterio quizá nadie haya "difamado" más a la Iglesia que el actual pontífice. Pero ocurre que solo desde el reconocimiento honesto de algunas aberraciones es posible al menos mantener la confianza en que hay una reacción saludable frente a enfermedades que no pueden ocultarse.

Cada Estado dispone de unos ordenamientos jurídicos que posibilitan juzgar al margen de arbitrariedades el comportamiento de sus ciudadanos. Algo similar tendría que tener cada organización: un código de ética en el que se señalaran unos mínimos que permitieran moverse con total libertad y la seguridad de que no se está fuera de la conducta corporativa establecida y por tanto nadie podrá ser víctima de los abusos de poder.

Ese código proporcionaría unas pautas claras, unos puntos de referencia, unos límites que agradece cualquier persona que quiera comportarse honestamente.

Hay unas palabras de Jesús en los Evangelios que pueden servir hasta para quienes no tienen fe: "No hay nada oculto que no haya de ser manifiesto, ni secreto que no haya de ser conocido y salga a la luz". Si atendemos a esta sabiduría, ¿seremos capaces de pensar que los trapos sucios solo se lavan en casa? Máxime si tenemos en cuenta que cualquier organización tiene una responsabilidad por el comportamiento público de sus integrantes porque su conducta construye o deteriora el ámbito social en el que participan.

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