Leonardo Pereyra

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Adiós a la Copa: Suárez y Cavani empezaron a ponerse viejos

La derrota contra Francia es nada comparado con lo que se viene
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11 de julio de 2018 a las 05:00
Dicen que a los golpes se aprende. Y si bien esto no siempre es así –a veces el conocimiento llega de experiencias luminosas–, es verdad que los asuntos ásperos de la vida suelen dejar algunos que otros saberes. Por eso, la eliminación de Uruguay el viernes pasado en cuartos de final en el mundial de Rusia contra la poderosa Francia puede ser aprovechada como un lindo porrazo, como una amigable advertencia.

Sucede que los nuevos hinchas uruguayos no están acostumbrados a la grisura que acompañó a la selección durante la década de los 70 y principio de los 80. Por eso, gran parte de quienes hoy tienen menos de 40 años recuerdan la goleada sufrida contra Dinamarca en el mundial de 1986 como una catástrofe a escala planetaria. Ni siquiera intuyen lo que fue la penosa rutina setentera de un equipo uruguayo con el que hasta los cuadros más débiles se peleaban por jugar.

A partir de la llegada de una generación que incluye a algunos de los mejores jugadores de fútbol del mundo como Forlán, Suárez, Cavani, Cáceres o Godín, los hinchas más jóvenes –pero particularmente aquellos, no importa la edad, que empezaron a colorearse de celeste después del penal errado por el morocho ghanés en Sudáfrica 2010– creyeron que clasificarse para un mundial era cosa común, que jugarles de igual a igual a las mejores selecciones era cosa de todos los días.

Al igual que los veteranos excedidos en sus expectativas después del maracanazo de 1950, los hijos del loco que picó el penal se mal acostumbraron y se dividieron en dos grandes bandos. Por un lado vemos a aquellos que chorrean miel por todos los costados, que compran banderitas de todos los tamaños, que gritan "Uruguay, Uruguay" con la misma cadencia con la que corean la canción de moda, que no les importa si el técnico de turno hace jugar al centro delantero de marcador de punta. Es decir, celebran lo que venga porque, para ellos, un partido de fútbol tiene la misma emoción que un bautismo o que la entrada de los novios a la iglesia.

Por el otro lado, vemos a los indignados de siempre. Aquellos que parecen haber olvidado de que viven en un país del tercer mundo con poco más de tres millones de personas, y no entienden que estar entreverados entre los ocho mejores equipos de la tierra es milagroso.

Cuando terminó el partido contra Francia, las cámaras de la televisión mostraban el llanto de algunos niños que, seguramente, creían que la victoria estaba al alcance de la mano. Sin saberlo, claro, estos chiquilines derramaban lágrimas por razones equivocadas.

En realidad, lo más triste de lo ocurrido en el Mundial de Rusia, y ellos no lo saben, es que, como ya fue dicho, allí se despidió la mejor generación de jugadores que quizás haya dado Uruguay en su historia.

A partir de ahora, Cavani, Suárez y Godín dejarán de crecer y empezarán a envejecer (en el fútbol los profesionales caducan rápido y estos cracks tendrán 35 años en el próximo mundial).

Y seguramente pasará mucho tiempo, mucho más que cuatro años, hasta que Uruguay tenga un plantel capaz, como este, de llegar a una final del mundo.

Pero el partido perdido el viernes contra Francia es, por sí solo, una nada. Es un pinchazo, no más. Estos niños que hoy lloran ya van a estar vacunados para la próxima. Y, además, el fútbol es nada más que un juego (hay que ver cómo se lo toman en serio muchos de aquellos que poco o nada saben de él).

Se trata del juego más lindo de todos –el que lo ha jugado la sabe, el que lo juegue lo sabrá– pero es un juego al fin. A lavarse las rodillas, chiquilines, una curita y a seguir chiveando.

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