Seisgrados > Santiago de Compostela y Cabo Finisterre

Al final del camino

Un breve recorrido por dos lugares que acogen a todo tipo de turistas, un rincón de Europa que merece ser visitado
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09 de octubre de 2015 a las 05:00

El obispo Teodomiro descubrió los supuestos restos de Santiago, el apóstol de Jesús, gracias a la señal de una estrella que cayó en el lugar de la sepultura. Desde ese momento, lo que era una antigua ciudad romana prácticamente abandonada se convirtió, luego de la construcción de tres sucesivas iglesias (cada una más grande que la anterior), en un destino importante para peregrinos cristianos.

Por Matías Parodi y Estefanía Pucek

En dirección norte, desde la ciudad de Vigo, entramos en la provincia de La Coruña, en la Comunidad Autónoma de Galicia. Allí nos esperaba una pequeña ciudad con aproximadamente 100 mil habitantes. Pequeña por lo menos si la comparamos con los otros dos grandes destinos históricos de peregrinación de la fe cristiana: Roma y Jerusalén.

Compostela es un nombre cuyo origen y significados todavía hoy despiertan incertidumbre, así como también su leyenda. "Campo de estrellas" podría ser la definición que emparente más la una con la otra y ayude a alimentar el emblema religioso y también turístico que es hoy la ciudad de Santiago.

Nuestro paso por la cuidad histórica fue breve pero intenso. Entramos recorriendo las viejas callecitas, visitando los diferentes puestos de recuerdos y souvenirs, queriendo comprar todo. Entre balcones y galerías grises de piedras que parecían haber estado siempre ahí, seguimos la monumental presencia de la catedral, que brillaba más que nunca por la extraña presencia del sol, en una ciudad que según nos comentaron es muy lluviosa y gris. Es un lugar que cautiva por su paz, mezclada con el movimiento de turistas y estudiantes, ya que Santiago se ha convertido en una importante ciudad universitaria.

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Grupos de peregrinos, al parecer recién llegados, reunidos en los bares de la ciudad vieja brindando, aportaban la cuota de alegría y bohemia. Nosotros, mientras tanto, explorábamos la ciudad, sus rincones, sus librerías. A estas últimas con segundas intenciones; ya que buscábamos libros sobre la historia de Santiago, pero algunos que parecían interesantes estaban disponibles solamente en idioma gallego. Una de las tantas librerías que visitamos nos recibió con música en vivo. Delante de un piano vertical negro, inmaculado, un visitante que sabía tocar improvisaba melodías, evidentemente inspirado por el ambiente del lugar. Se agolparon algunas personas para ver este espectáculo que duró poco pero fue muy disfrutable, igual que nuestra visita a esta hermosa ciudad.

La catedral

No se puede visitar Santiago sin entrar a la catedral; este imán que logra atraer tantos visitantes se levanta en uno de los cuatro lados de la plaza del Obradoiro y destaca sobre el resto de las edificaciones del lugar por su altura y magnificencia. Era, por supuesto, nuestro objetivo principal y realmente no nos defraudó. Llegamos por uno de los laterales del edificio sin saberlo y, aunque creímos que ese era el frente, enseguida percibimos que había más para ver. Seguimos caminando con gran expectativa, desembocamos en la plaza y levantamos la vista para observar la catedral, imitando al resto de los visitantes. Quedamos impactados al ver esta inmensa pero armoniosa y delicada construcción. Estaba en reparación y no pudimos apreciarla en su máximo esplendor, ya que una de las torres estaba tapada por andamios. En la plaza además están el ayuntamiento de la ciudad, el rectorado de la Universidad y el hostal de los Reyes Católicos, en el que dan ganas de quedarse. A pesar de que lo vimos con nuestros propios ojos, da la sensación de que la catedral nunca hubiese sido objeto de mantenimiento; por lo menos eso parece decirnos la vegetación que crece en sus viejas torres. Cerca, un grupo de señores deleitaba a los caminantes con gaita, guitarra y violín, como un recordatorio del pasado y del legado celta en el norte de España.

Por fin entramos a la catedral, esta edificación de aproximadamente 8.000 metros cuadrados nos transporta inmediatamente a otro tiempo y percibimos la energía de los muchos visitantes que, en los últimos casi 1.000 años, pasearon por aquí su fe y su emoción, y descargaron la pesada carga de viaje a los pies del apóstol. Él nos recibe rodeado de ángeles dentro de la capilla Mayor, en un busto que lo recuerda y al que los creyentes y los que no lo son tanto se pueden acercar y abrazar. Esta actividad es llamada de manera muy ocurrente "el abrazo al apóstol". La capilla Mayor además destaca por su brillo en dorado y bronce con una iluminación acorde a su importancia, esta inmensa capilla es la principal de un total de 14.

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Los restos encontrados a comienzos del siglo IX y que fueron adjudicados a Santiago el Mayor, descansan debajo del altar, en una urna que se mantiene a la vista pero lejos del alcance de los visitantes. Bajando por una pequeña escalera nos encontramos con la principal causa de que esta ciudad hoy sea lo que es y de que nosotros estemos allí visitándola.

Lamentablemente no pudimos ver el botafumeiro o enorme incensario que funciona en las instalaciones de la catedral, ya que se utiliza en contadas ocasiones al año. En compensación pudimos presenciar el ensayo de una comunión. Un famoso relator de fútbol diría: "¡Es lo que hay valor!". El botafumeiro funciona con poleas tiradas por ocho hombres y se balancea rápidamente, con lo que logra llenar el ambiente de aroma de incienso en un espectáculo que imaginamos debe ser muy vistoso. Aunque el que se utiliza en la actualidad fue fabricado en 1851, el origen de este sistema de aromatización en Compostela se remonta a mediados del siglo XVI. Su finalidad era la misma que hoy pero las circunstancias en aquel momento lo hacían más necesario, ya que muchos peregrinos se quedaban a dormir en la catedral luego de un difícil viaje y poco aseo. Ahora entendemos la importancia de que fuera tan grande.

Los peregrinos

El camino a Santiago, o por lo menos el tramo gallego del camino portugués, está señalizado con carteles en azul y amarillo que van indicando por dónde continuar. Nosotros fuimos en auto desde Vigo y a pocos minutos de andar por la carretera nos encontramos con peregrinos en los tramos que unen a los coches con los caminantes. En otros tramos, el camino se pierde entre el verde en el que predominan las parras de uvas. Hacer estos kilómetros en auto lo hacen sentir a uno un poco culpable: llegar a Santiago sin siquiera despeinarse no es lo mismo que una entrada triunfal con mochila y bastón en mano. Es muy pintoresco verlos caminar al costado de la ruta en grupos grandes, pequeños o individuales pero todos muy pensativos y disfrutando del hermoso paisaje, en una travesía que no solo acoge a cristianos que van tras los restos del apóstol sino también a toda clase de turistas aventureros en busca de experiencias nuevas, de renacimiento, de purificación. No los vimos pero sabemos que hay personas que hacen el camino a caballo o en bicicleta, y aunque uno puede pensar que es más fácil, en ciertos tramos puede resultar más complicado moverse.

Hacer la peregrinación es para nosotros una cuenta pendiente; lo era antes de ir a Galicia y más aun ahora que pudimos ver a estos seres transitar, llegar felices a destino, habiendo recorrido cientos de kilómetros. Para algunos de ellos el camino no termina en Compostela sino que continúa hasta el fin del mundo, y hacia ahí fuimos.

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Finisterre: viejo fin, nuevo comienzo

A 98 kilómetros de Santiago de Compostela, en plena Costa da Morte y como para finalizar este recorrido nos encontramos con Finisterre. Derivado del latín, su significado es "fin de la tierra", los gallegos lo llaman Fisterra.

Es el segundo lugar más visitado de Galicia, y el puesto número uno, como no podía ser de otra manera, lo ocupa Santiago de Compostela. Según los romanos, el punto más occidental de la tierra, aunque hoy se sabe que el punto más occidental de Europa es el Cabo da Roca en Portugal. Para los pueblos prerománicos y por supuesto precristianos que rendían aquí culto al sol, este lugar era importante.

Un imponente sitio rodeado del feroz océano Atlántico para divisar atardeceres maravillosos donde muere el sol y comienza un mundo desconocido y misterioso. La tradición impone que el peregrino que llegue hasta aquí debe quemar su ropa (no sin antes vestirse nuevamente) en una especie de rito que significa un renacer, un nuevo comienzo en su vida para volver renovado a su lugar de origen. Mientras nos acercamos a la punta rocosa del cabo, luego de pasar por las instalaciones del faro, comenzamos a ver indicios de fogatas, restos de prendas de vestir y comprobamos que la tradición sigue viva. El color turquesa del agua es un motivo más para querer quedarnos allí un buen rato, disfrutando de un lugar especial por su belleza y también por su significado. Descendimos por las rocas, en silencio, respetando el momento único de un puñado de personas que meditaban al final de su camino. Una de ellas, una señora de aproximadamente 70 años, procedente de Inglaterra, se mostró dispuesta a conversar y nos contó que había llegado allí luego de 11 días en los que caminó de Porto a Santiago, y que el último tramo a Finisterre lo había hecho en ómnibus. Tal como nos imaginamos, la experiencia para esta señora británica fue inolvidable.

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Arriba, el faro, símbolo del lugar, utilizado en muchos de los suvenires que recuerdan el cabo. Esta construcción no ha perdido su vigencia a la hora de prevenir a navegantes en las peligrosas aguas de la Costa da Morte, famosas por su difícil navegabilidad. Varios factores hacen de esta zona testigo de muchos naufragios a lo largo de la historia: los fuertes temporales y las zonas bajas alejadas de la costa complican mucho la navegación. Sin embargo, algunos valientes lugareños se animan a acercarse donde rompe el agua con las rocas para conseguir percebes. Estos crustáceos, que a golpe de vista nos parecieron similares a nuestros mejillones, son un ingrediente típico de los platos gallegos.

Al abandonar Finisterre nos vamos más livianos, con las energías renovadas; parece que el viento que sopla tan fuerte en el cabo nos despojó de preocupaciones, y a pesar de no haber quemado nuestras ropas, nos sentimos diferentes, algo cambiados. Puede ser superstición, puede ser real, como todo en estas mágicas tierras de Galicia.

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