Querida Magdalena:
Querida Magdalena:
En su más celebrada diáfora, Pascal afirma que “Le cœur a ses raisons que la raison ne connaît point”. Pero quizás no sea menos cierto que la razón tiene sus razones que ni siquiera la propia razón llega a conocer. Etienne Gilson sostiene que las ideas son muy independientes de los hombres que las crearon y del contexto en que nacieron. Que tienen vida propia. Y a veces producen efectos contradictorios entre sí, o paradójicos respecto incluso de las intenciones de sus progenitores. Se lo puedo contar con un ejemplo vivo.
Mi amigo Fabrice Hadjadj es un conocido filósofo francés que vive, feliz de él, en la Friburgo de Edmund Husserl y Edith Stein. Nació en el seno de una familia judía, con fuertes tradiciones marxistas y ateas. Y dice que se hizo cristiano gracias a Nietzsche. ¿El mismo Nietzsche que afirmaba que Dios ha muerto?…
Según me ha contado alguna vez, sintió desde muy joven, a través de la poesía, la presencia de lo real. La realidad, esa apariencia a la que Platón atribuyó tanta fragilidad, se le presentaba como el fruto de una generosidad; de una donación cuyo origen, sin embargo, no le era dado conocer -y así se convertía en un misterio. ¿Por qué se hizo cristiano? Por esta exposición a lo real. Porque Cristo-Dios es el Creador de la realidad. Y, una vez que se está en contacto con lo real, de alguna manera se está en contacto con Cristo. La realidad, dice Hadjadj, es naturalmente cristiana. Pero fueron necesarios un camino interior, y unas circunstancias. Esas anécdotas que son lo que, al final, únicamente recordamos: la sal en los labios.
Hadjadj es muy pudoroso de sus propias anécdotas. Teme siempre que cierto microcosmos católico, termine apropiándose de él, de su historia, como de una success story apologéticamente correcta: “Ved aquí a este judío que se ha hecho cristiano, y ahora es uno de los nuestros”. Esa simplificación lo horroriza.
Lo que es verdad es que descubrió el cristianismo, el catolicismo, por la mediación de autores profundamente anticristianos. Como judío y ateo en el que cristalizaban todas las negaciones de lo trascendente, egresado de escuelas laicas y republicanas, su enemigo era el cristianismo. Y alimentaba esta identidad suya, inmersiva y violentamente, en la literatura anticristiana de Nietzsche.
Pero ser anti-cristiano es, de alguna forma, todavía ser cristiano. Y, más allá de sus intenciones e incluso de sus afirmaciones textuales, el gran filósofo alemán no hacía otra cosa que confrontarlo, una y otra vez, con Cristo y con el cristianismo. Un universo vital e intelectual que no habría conocido, de no ser por él. Entonces, queda estupefacto ante la figura de Cristo, una figura adecuadamente magnificada por un genio como Nietzsche, al que se le pueden hacer, y de hecho se le hacen, muchos reproches, pero jamás el de ser un narrador mediocre.
Por otro lado, generacionalmente, Fabrice Hadjadj ya no puede adherir a las ideologías progres -como el marxismo. La reflexión sobre la Shoah e Hiroshima lo han llevado al borde del nihilismo. A la conciencia de un derrumbe. Y de que la especie humana es una especie finita, no necesariamente eterna, que enfrenta la perspectiva de una posible extinción auto-infligida. Hay un momento de desesperación. Pero así como el anticristianismo de Nietzsche era la contracara de un cristianismo de fondo, la desesperación fue para él -según la definición de Bernanos- el escalón hacia la esperanza. Y al final, vino esa luz impresionante de otro concepto nietzscheano: el de la gran razón del cuerpo. Fabrice intuyó que la verdad del hombre venía por el lado de la carne. Y, por primera vez, miró a Cristo crucificado, y entendió aquello: que Dios se ha hecho hombre (carne, en el original griego).
Siguió la lectura de la Biblia y allí descubrió que Jesucristo -pero también Pablo de Tarso o Isaías- era mucho más crítico y exigente con el cristianismo de lo que nunca podría llegar a ser el propio Nietzsche.
Cuando una tarde, a los 27 años, Fabrice Hadjadj entra en la iglesia de San Severin, en París, él no lo sabe, pero el camino está hecho y, en realidad, ya es cristiano. Y su guía ha sido Nietzsche, el filósofo al parecer más anticristiano que jamás haya existido…
Sí, Magdalena, sí. Las ideas tienen vida propia.
Estimado Leslie:
¡Qué oportunas son sus reflexiones acerca del valor de las ideas! Coincido plenamente con usted en que, cuando son lúcidas, ellas adquieren vida propia, independizándose de los hombres que las concibieron. En este sentido, son comparables a nosotros, seres humanos, que somos dados a luz por una mujer con la cual siempre vamos a estar de alguna forma identificados pero que, llegado el momento, debemos “cortar el cordón umbilical” para construirnos una vida propia.
Por otra parte, no me extraña lo que me cuenta acerca de su amigo. Porque si hay algo en lo cual Nietzsche hizo especial hincapié, es en que debemos detenernos en las ideas de los filósofos, pero no para tomarlas como verdades incuestionables o absolutas, sino como un medio para reflexionar y concebir pensamientos propios: “Compañeros de viaje vivos es lo que necesito, que me sigan porque quieren seguirse a sí mismos”.
Pero su carta es especialmente oportuna porque, en mi humilde opinión, el valor de las ideas se encuentra en una franca y vertiginosa devaluación. Basta con leer los diarios, escuchar la radio o ver la televisión para constatar cómo los debates y discusiones públicas se centran alrededor de quién lo dice, y no de qué está diciendo. Como en la falacia ad hominem, las ideas son ensombrecidas por la persona y, así, quedan adheridas umbilicalmente al ídolo que las vocea.
Esta tendencia puede asociarse al marcado individualismo -retoño del más pretérito antropocentrismo- que persiste pertinazmente en nuestra cultura occidental. El reciente debate Trump-Biden para las próximas elecciones presidenciales en Estados Unidos es un siniestro exponente de esta lastimosa realidad. Como si los individuos falibles y mortales fuesen más importantes que las ideas profundas y perdurables concebidas por su inteligencia. ¡Qué absurda presunción! Lo que hace a Platón, Aristóteles, Spinoza, Hegel, Marx o Nietzsche individuos memorables, es la brillantez y perennidad de su pensamiento, no su biografía. De no ser por sus ideas, todos ellos habrían sucumbido, como la inmensísima mayoría de los mortales, en la marea del olvido.
Esta tendencia a enfocarse en la persona y no en sus ideas acarrea una suerte de narcisismo populista, gracias al cual el espacio público se ve atestado de ególatras superficiales, animados por una muchedumbre acrítica y obnubilada por “grandes ídolos”. Así, lo que debería ser un espacio para la discusión y producción de conocimiento accesible a todos los ciudadanos, deviene cada vez más en una suerte de tablado sobre el cual distintos personajes balbucean eslóganes a espectadores deseosos de escuchar lo que ya “saben” y no están dispuestos a cuestionar. Parafraseando a Lou Marinoff: en este pan y circo contemporáneo, lo que necesitamos son más ideas y menos ideología.
Las ideas son presentadas, mientras que las ideologías son representadas. Y aunque parezca nimia la diferencia, ésta es bien significativa. Porque presentar significa mostrar algo para que pueda ser visto, examinado y juzgado con detenimiento. Lo que se presenta no busca persuadir o convencer, sino estimular el pensamiento. Representar, en cambio, significa ser la personificación de algo que ya está presumido de antemano. En la representación se juzga al representante y no a lo representado. Por eso, basta con convertirse en héroe-emblema de una determinada ideología para poder decir o hacer lo que a uno se le cante y recibir, a cambio, ovaciones y aplausos. La representación no persigue la reflexión crítica sino la aprobación de lo ya dado.
No es que pretenda, como Platón, que los gobernantes sean filósofos, no. Pero sí me crispa, le confieso, Leslie, ver a políticos y formadores de opinión impunemente ocupados en defender su ego y no a la res pública, como debería ser el caso. Porque allende a la relevancia de lo privado (que los griegos denominaban oikos, radical etimológico de la palabra “economía”), es en la esfera pública (el ágora de la Grecia antigua) donde, como animales políticos o sociales, nos jugamos la última carta. Por esto, de nosotros depende que el ágora sea un espacio para intercambiar ideas y perseguir una vida buena, o un tablado para narcisistas ideologizados y ávidos de aplausos.
Porque, al final, de nuestras palmas beben su ambrosía los ídolos falsos.