Fernando Henrique Cardoso transfiere la Presidencia de Brasil a Lula, el 1º de enero de 2003
Miguel Arregui

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El incendio inflacionario en Brasil y el Plan Real

Una historia del dinero en Uruguay (XLII)
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25 de julio de 2018 a las 05:00
El nordestino José Sarney presidió Brasil a partir del 15 de marzo de 1985, en sustitución del malogrado Tancredo Neves, después de 21 años de dictadura. Él navegó malamente en medio de un caos similar al que padeció su contemporáneo argentino Raúl Alfonsín: por legado militar, y por sus propios actos.

Sin crédito –y sin margen político para aumentar impuestos–, Sarney y los suyos financiaron el déficit público con una emisión constante, que provocó alta inflación y una devaluación permanente del dinero.

Desde marzo de 1986 se le quitaron tres ceros a la moneda –el cruzeiro, que había sido introducido en 1942– y se la denominó cruzado: un nombre nuevo para la misma porquería.

En ese tiempo, y luego durante el gobierno de Fernando Collor, que se inició en 1990, se realizaron toda suerte de experimentos, desde la creación de una nueva moneda hasta un par de confiscaciones de los depósitos en los bancos, pasando por "congelaciones" y diversos sistemas de control, sin atacar el problema de fondo: el déficit de las cuentas públicas financiado con papel.

Una sociedad enloquecida

La combinación endemoniada de una inflación de 363% con controles de precios hicieron desaparecer los artículos de los comercios brasileños en 1987: desde muebles a televisores, pasando por vehículos y alimentos. Nadie vende si no conoce el valor de la reposición, que sube constantemente, o de que lo costará producir mañana. Los precios fijados por los gobiernos, que suelen ser irreales, sólo agravan las cosas.

La inflación en Brasil alcanzó el 2.000% en 1989, aunque otras fuentes sostienen que rozó el 7.000% (en procesos agudos de inflación, que van de la mano con la escasez de productos, es difícil llevar estadísticas). En 1990 el cruzeiro regresó como moneda del país, en sustitución del cruzado, que sobrevivió solo cuatro años.

En 1992, el último año de Fernando Collor de Mello en el gobierno, los precios crecieron 1.119%. En 1993, durante la Presidencia de Itamar Franco, los precios promedio treparon casi 2.500% (otros hablan de 5.000%).

En cierta forma, los brasileños enloquecieron, como se chiflaron los argentinos entre 1987 y 1990, en la fase final del gobierno de Alfonsín y el ascenso de Carlos Menem. Ninguna sociedad sobrevive sana a una inflación de tres y cuatro dígitos.

Las personas huían del dinero, comprando lo que hubiera antes de que perdiera más valor, y recurrían al trueque. Los más pudientes e informados se servían de moneda extranjera para las transacciones de cierta significación o para salvaguardar sus ahorros. Sólo abundaban las quiebras, el desempleo, la escasez y la pobreza, una desolación apenas suavizada por el clima, el forró, la cerveja, las telenovelas, el Xou da Xuxa o los éxitos de Ayrton Senna.
Fue otro caso del engañapichanga de siempre: se pagaban salarios, pasividades y gastos con una moneda que se achicaba día a día, lo que alimentaba nuevos conflictos, reclamos, controles y desabastecimiento, y que paralizaba al sector real. Especular era más rentable que producir.

"Darle a los gobiernos latinoamericanos la máquina de imprimir billetes ha resultado de hecho, históricamente, igual que regalarle una navaja a un mono", escribió Ramón Díaz en El Observador en abril de 2000, repasando esas historias. Pero entonces las cosas ya habían empezado a mejorar, salvo en algunos países incorregibles.

Venezuela: los chantas al poder

Un fenómeno similar al experimentado por Argentina y Brasil a fines de la década de 1980 e inicios de la de 1990 se registra ahora en la Venezuela chavista, aunque más grave y sin salida a la vista. Ese país podría padecer este año una inflación de hasta 1.000.000%.

El sistema "bolivariano" –el "socialismo del siglo XXI"– instaurado por Hugo Chávez y continuado por Nicolás Maduro, es un Estado paternalista y corrupto que gestó una sociedad mendicante sin sustento productivo. Un país erigido sobre una mar de petróleo se ahoga en el palabrerío más infernal y el papel impreso, que tapa un déficit fiscal que en 2017 llegó a 14% del PBI y que este año es todavía mayor.

La especialidad de los gobernantes venezolanos es echarle la culpa a otros, como ocurre siempre con los demagogos y los ineptos. "Estamos enfrentando un ataque terrorista de precios dentro de una batalla en condiciones asimétricas y hay que atacar las raíces de las prácticas especulativas", balbuceó en noviembre del año pasado, a modo de explicación, el superintendente para a la Defensa de los Derechos Socio Económicos, William Contreras, quien se supone que actúa de consuno con el inefable Viceministerio para la Suprema Felicidad Social del Pueblo.

Los procesos inflacionarios en los países socialistas se expresan a veces en subidas de precios, pero más comúnmente en escasez y mercado negro, con precios realistas o exaltados por la represión. Venezuela padece todos esos males a la vez.

La hiperinflación destruyó los sueldos y los ahorros de los venezolanos, y la inseguridad alimentaria se extendió a casi todos los hogares, salvo los muy ricos o los altos funcionarios del gobierno.

Muchos otros países sufrieron la caída de los precios de las materias primas, incluso productores latinoamericanos de petróleo, desde Ecuador a México. Pero ninguno de ellos llegó a los extremos de la desidia y el monocultivo venezolano, unido a expropiaciones sistemáticas, el autoritarismo caudillista y la incompetencia.

La inflación evaporó el "bolívar fuerte", que fue introducido por Chávez en 2008 tras quitarle tres ceros al depreciado "bolívar". Ahora, en agosto, se le quitarán otros cinco ceros a la moneda, que pasará a llamarse "bolívar soberano", o lo que Maduro invente sobre la marcha. Pero las causas del incendio siguen tan campantes, pese a los controles, las amenazas y las milicias en las calles.

La desmonetización

Durante los procesos hiperinflacionarios, la gente aprende que un aumento de salarios es sólo el preámbulo de nuevas subidas de precios.

El dinero tiende a desaparecer. Las personas recurren al trueque, que es muy engorroso, pero mejor que cargar carretillas de billetes inútiles para comprar lo básico. Algunos barrios o regiones crean sus propias monedas, de aceptación libre (fiducia), que valen según su credibilidad: regresan a los orígenes.

Las cosas estaban aún peor entre 2005 y 2009 en la ex república socialista de Zimbabue, la antigua Rodesia del Sur, donde el déspota Robert Mugabe envileció la moneda hasta que las personas simplemente dejaron de usarla. Por fin el gobierno aceptó canjear la moneda propia, el dólar zimbabuense, y pasarse al dólar estadounidense, a la libra inglesa y a cualquier otra moneda aceptada. El tipo de cambio inicial para el canje, a mediados de 2015, fue de un dólar de Estados Unidos por US$ 35.000 millones de Zimbabue.

En el primer capítulo de esta serie ya se mencionaron dos casos extremos y paradigmáticos de hiperinflación: Austria, Polonia y Alemania en 1921-1923, con una subida de precios de hasta 56.000.000.000% anual en el último caso (sólo el 12% del presupuesto alemán de entonces era cubierto con ingresos fiscales: el resto era papel impreso); y Hungría 1946, después de la Segunda Guerra y antes de la instauración del comunismo soviético, cuando llegó a 41,9 trillones por ciento, con un promedio mensual de 19.800% (ver capítulo I: De cuando los billetes se cargaban en carretilla).

Otros países de América Latina, entre ellos Perú, Bolivia, Chile y Nicaragua, también registraron etapas de inflación extrema. Los bolivianos vieron escalar los precios desde 29% en 1981 a 11.750% en 1985, cuando hasta la mitad del presupuesto se pagaba con la impresión de dinero. Perú llegó a una inflación de 400% mensual en 1990, durante el primer gobierno de Alan García, y más de 7.400% en el año. Fiel a la ideología nacionalista y estatista de su partido, el APRA, García trató de controlar los salarios y los precios mientras aplicó una política fiscal y monetaria expansiva. El desastre de esa época una de las razones que llevaron a Alberto Fujimori al gobierno (como la "hiper" alemana de 1923 robusteció al Partido Nazi, que ese año intentó su primer golpe o "putsch").

Todos esos procesos de mega-inflación redujeron la producción a lo más primario y provocaron hambre, caos y radicalización política.

Renuncia a la moneda propia

Algunos Estados renunciaron a disponer de moneda propia, o la tuvieron y la cambiaron por el dólar o el euro después de hartarse de los desbarajustes. Así los gobernantes perdieron la potestad de imprimir billetes. Ni siquiera gobernantes de derecha nacionalista o izquierda populista creyeron que la utilización del dólar como moneda oficial en sus países atentara contra la soberanía nacional: Martín Torrijos (hijo del general Omar Torrijos) en Panamá, Mauricio Funes y el ex guerrillero Salvador Sánchez en El Salvador, o Rafael Correa en Ecuador mantuvieron la moneda estadounidense como signo nacional. El real atentado contra la independencia nacional, en todo caso, son las monedas que se corrompen sistemáticamente para estafar a los ciudadanos.

Los Estados que adoptaron moneda ajena y menos volátil, como Panamá, Ecuador o Zimbabue, se sacaron de encima uno de problemas típicos de los países menos desarrollados, como las enormes sobretasas de interés que se aplican a los créditos internos como seguro contra riesgos devaluatorios. Todavía hoy en Uruguay, un país relativamente estable, con una inflación anual menor al 10%, la tasa de interés por créditos al consumo en pesos anda entre 40 y 90%.

Estabilización en Brasil

Entre 1993 y 1994 el sociólogo Fernando Henrique Cardoso, ministro de Hacienda de Itamar Franco, impuso el Plan Real, que incluyó la adopción del real (reais) como moneda, con un valor inicial equivalente a 2.750 cruzeiros.

El real, que comenzó a circular el 1º de julio de 1994, fue la décima moneda en la historia de Brasil, lo que, por sí solo, habla de desastres sin cuento.

La cotización del real se fijó a la par del dólar: uno a uno, aunque, a diferencia de Argentina bajo Carlos Menem y Domingo Cavallo, ese valor no se estableció por ley, para dar mayor margen de maniobra al Banco Central. El control del tipo de cambio fue acompañado con el fin de la indexación (los sistemas de adecuación de los precios y salarios a los índices de inflación, que contribuyen a mantener la pelota en el aire).

El programa brasileño, que fue acompañado por una considerable disciplina fiscal y claras señales de responsabilidad fiscal, acabó con una era de casi tres décadas de alta inflación y perdura aún hoy, casi un cuarto de siglo más tarde.

La trepada de los precios al consumo pasó de 2.447% en 1993, a 916% en 1994, 22,4% en 1995 y a 1,65% tres años más tarde, en 1998.

Sin ese pasaje de la locura a la estabilidad, Brasil jamás habría ingresado en un proceso de crecimiento más o menos permanente, como ocurrió en los albores del siglo XXI, que por fin le permitió sentarse en la mesa de las grandes potencias, como tanto ansía.

"Fue bajo la tutela de Itamar Franco que el país vio nacer el Plan Real, que presentó a las jóvenes generaciones de brasileños la vida fuera de la hiperinflación y que acabó conduciendo a la Presidencia a su principal mentor, el entonces ministro de Hacienda, Fernando Henrique Cardoso", resume el historiador Eduardo Bueno en su libro Brasil, uma história.

Efectivamente, la estabilización económica y monetaria significó un gran prestigio para Fernando Henrique Cardoso, quien fue electo presidente de Brasil dos veces y gobernó entre 1995 y 2002.

En un país tranquilo y casi sin inflación, con un precio artificialmente barato para el pollo, y con la selección de fútbol campeona del Mundo, Itamar Franco hizo el 1º de enero de 1995 una de las sucesiones más tranquilas de la historia brasileña, resumió el historiador Eduardo Bueno.

Habría problemas en el futuro, sin duda, pero no tantos con la inflación. Así, por ejemplo, la caída del precio internacional de las materias primas a fines de la década de 1990 significó una depresión económica para Brasil, con recesión y fuga de capitales.

"Después del colapso del rublo ruso, Brasil, con su enorme déficit fiscal, tasas de interés obscenamente altas, crecimiento lento, moneda cuasi-fija y una deuda creciente a corto plazo, parece particularmente vulnerable", advertía en agosto de 1998 un artículo de The Wall Street Journal.

Muy al modo latinoamericano, Fernando Henrique Cardoso logró que el Congreso realizara una enmienda a la Constitución para permitir la reelección del presidente, los gobernadores y otros cargos ejecutivos menores. Entonces fue reelecto el 4 de octubre de 1998 con el 53% de los sufragios. Pero, en términos generales, la economía del país estaba en un pantano.

Al fin, en enero de 1999, después del triunfo en las urnas, el gobierno de Cardoso resolvió la libre flotación del real. El dólar pasó de 1,2 a principios de año a 2 reales a fines de febrero, una devaluación de más de 60%, aunque luego se estabilizó un poco más bajo.

La devaluación brasileña de 1999 contribuyó a empujar a Argentina hacia el precipicio, en el que cayó a fines de 2001, arrastrando consigo a Uruguay, como se vio en el capítulo anterior de esta serie.

Las reformas estabilizadoras y modernizadoras de Fernando Henrique Cardoso, que implicaron un mayor grado de desregulación y privatización de la economía brasileña, abrieron las puertas al gobierno del líder izquierdista Luiz Inácio da Silva, Lula, a partir de 2003.

Próxima nota: El fin de la inflación de tres dígitos en Uruguay a partir de 1990

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