Polideportivo > COLUMNA DE LINCOLN MAIZTEGUI

En un rincón doliente de mi alma

El 5-0 de Peñarol generó una angustia indescriptible y casi inédita en los hinchas de Nacional; Lincoln Maiztegui, testigo de aquel otro 5-0 de 1953, cuenta su sentimiento
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29 de abril de 2014 a las 18:07

Fue el 25 de octubre de 1953; no me olvidé nunca de esa fecha. Yo acababa de cumplir los 11 años, y fui con mi padre al Estadio a ver el clásico de la primera vuelta del Uruguayo. Mi experiencia en estas lides era limitada, pero favorable: había debutado como espectador del centenario duelo –aclaro: centenario sólo desde el 2013– una noche de febrero de ese mismo año, y Nacional había ganado por 2-1 con una descollante actuación de uno de los entonces campeones mundiales, Julio Pérez. Aníbal Paz, en mi fantasía infantil lo más parecido a un superhombre que podía concebir, le había atajado un penal al empatador de Maracaná, Juan Alberto Schiaffino. Luego, acompañado de una tía, había concurrido a ver la final del campeonato uruguayo de 1952, que se jugó un miércoles de febrero de 1953 y que ganó Nacional 4-2; también en esa oportunidad Paz atajó un penal, que guardo en la memoria como una hazaña cuasi sobrenatural; lo tiró Obdulio Varela, la pelota rebotó en el pecho del golero y Galván se llenó el empeine con un pelotazo mortal; pero el inmenso Canario la sacó al corner. Cierto que en el clásico del Campeonato Competencia subsiguiente los manyas habían ganado por 4-3, pero guardo un recuerdo cargado de orgullo de ese partido, en el que el equipo de mis amores cayó dignamente, luchando todo el tiempo desde atrás y –me parece recordar– en inferioridad de condiciones. De modo que aquella tarde de la flamante primavera –doble: del tiempo y de mi vida– acudí a la Colombes cargado de esperanza; qué digo, de certeza de victoria. Las hinchadas –que se sentaban juntas– no cantaban aún al estilo porteño, de modo que nadie entonó el “¡Bolso no podés perder!”, pero ese grito llenaba apretadamente todo el hueco de mi alma, allí donde residen los amores profundos; los que duelen.

Ganó Peñarol por 5-0, con goles de Julio César Abbadie, Omar Míguez, Juan Hobberg (en dos ocasiones) y Américo Galván. Fue la última vez que el gran Canario Paz ocupó el arco tricolor. Salí del Estadio llorando a torrentes, y papá me dijo varias veces que, si reaccionaba así y tenía tan poco control sobre mis emociones, no volvería a llevarme al fútbol. Debe haber cumplido esa promesa, porque no puedo recordar otro clásico al que hayamos ido juntos; y eso que, durante muchos años, no me perdí ni uno. Ni uno.

El domingo pasado, solo en mi casa –dos amigos, manyas ambos, cayeron como peludo de regalo cuando ya el partido iba 3-0– asistí, esta vez por televisión, a otra debacle histórica. No contra el Peñarol de los años 60, el de Rocha, Spencer, Sasía y Joya, que nos ganaba casi siempre porque era, con toda probabilidad, el mejor equipo del mundo; contra un Peñarol mediocre, que había perdido hasta con Rentistas y al que ver jugar daba lástima. No lloré esta vez, es cierto; por lo menos, no lo hice con lágrimas tangibles, de esas que ruedan mejilla abajo. Y me consolé –o traté de hacerlo– diciéndome interiormente que se trataba apenas de un partido de fútbol, que tenía –y es verdad– razones mucho más graves para estar preocupado. ¿Por qué, entonces, persistía en mí un desgarro interior tan doloroso, por qué nada de lo que intentaba hacer –hablar con mis amigos, leer, escuchar música o ver una película– lograba esfumar en lo íntimo de mi espíritu aquel oscuro sentimiento de pesar? Al final, tuve un ramalazo de rebeldía y me dije que no podía ser tan idiota; que, sobre el final de mi pasaje por este mundo, sentir un nudo apretándome la garganta porque nos habían hecho otra vez 5 goles era, como poco, indigno de la persona que creía ser. Y salí a la calle, a caminar, en busca del olvido, ese que a veces equivale a una bendición.

Pasaron largas horas hasta que pude, por fin, recobrar parcialmente el equilibrio. Pese a que conseguí sumergirme en las tareas cotidianas, la tristeza infinita que llevaba conmigo, una irracional sensación de pérdida, no me abandonó en mucho tiempo. Tal vez, después de todo, yo no sea tan especial como creo ser; tal vez soy apenas, en un rincón doliente de mi alma, un hincha. Y eso es mucho; mucho más de lo que nunca, en mis 71 años de vida, había logrado imaginar.

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