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La estrechez de las etiquetas

Mire hacia donde mire, mismos perros, distintos collares: todos reclaman justicia
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10 de septiembre de 2019 a las 05:04

Por Alva Sueiras*

A mi hermano Daniel, de quien tanto he aprendido.

De un tiempo a esta parte reconozco en el ambiente imperante cierto poso de crispación y cierto peso de intolerancia. No es algo nuevo ni exclusivo, tampoco es uruguayo. Se me presenta como una directriz global, una tendencia a estirar la cuerda de ambos lados provocando una polarización extenuante. Un comportamiento de manada anárquica que en no pocos casos, adolece de falta de contenidos sólidos. Una suerte de inclinación autómata y común denominador de la sociedad actual.

Mire hacia donde mire, mismos perros, distintos collares. Todos están enfadados, todos están indignados, todos claman al cielo, todos reclaman justicia. De Norte a Sur y de Este a Oeste, todos parecen haber encontrado a su enemigo. Y es precisamente a partir de la identificación del «enemigo» que se empieza a construir un sentido propio.

Si eres feminista, eres hembrista y padeces de misandria. Si no crees en las cuotas eres machista y perpetuas el problema de género. Si votas a la derecha eres católico, cheto y acaudalado. Si votas a la izquierda eres un hippy trasnochado delirante con afán de convertir tu país en una república bananera. Si triunfas en el exterior eres un traidor que no se quedó a aguantar las que cayeron. Si te quedas eres un cobarde sin horizontes. Si tienes una buena posición social eres un corrupto y si eres pobre, definitivamente eres un vago.

Sentencias sociales y discursos generalizados que caen en descoloridos lugares comunes, que uno tiene que escuchar permanentemente y que parecen marcar el verbo ágil en el intercambio de dardos entre unos y otros bandos, donde el mal siempre se ubica en el equipo opuesto. Tampoco nos vamos a disfrazar de puristas, todos de algún modo y en algún momento, hemos caído en reproducir discursos sobados sin más trasfondo que la frágil convicción de la sentencia ajena.

Las redes sociales son un hervidero de lanzas al viento, fertilizado por la distancia, el anonimato y la impunidad. Se escriben cosas que jamás se dirían cara a cara y se malinterpretan otras por la carencia de tono y gesto. Es la alegría despreocupada de la modernidad.

Hace algún tiempo colgamos en redes una inocente y hermosa foto de un rincón griego. Un banco a secas, sin inscripciones, de un verde degradado por viejo en una esquina cualquiera de Atenas. Una hermosa muestra de nuestros paseos por la ciudad. Una imagen para compartir nuestra dicha, sin título ni comentario agregado. Para nuestra sorpresa y asombro, lo que comenzó siendo una tierna imagen compartida, se acabó convirtiendo en un debate político encarnizado entre algunos amigos virtuales que más que comentar la imagen, parecían tener ansias por lanzarse al ring de boxeo. La única explicación posible es la crispación latente y la necesidad de generar «enemigos» para dar contenido a nuestra existencia.

Más recientemente, desde un perfil desconocido, se desacreditaba duramente a uno de los personajes comentados en la nota del día, con gravísimas acusaciones y sin ningún respaldo que pudiera acreditar la veracidad de las mismas. En nuestras lecturas sobre estos ataques insólitos, siempre florece el verbo fácil de un falso discurso repetido, la envidia, el rencor, un mal manejo de las frustraciones y la insaciable búsqueda del adversario en el otro.

¿Qué nos está pasando? Probablemente un psicólogo, un sociólogo, un antropólogo o un erudito observador, tendrá respuestas más académicas y elocuentes. Yo creo que estamos anclados en la estrechez de las etiquetas. Estrechos departamentos estanco con estructuras rígidas y versiones unilaterales. Microuniversos inflexibles que constituyen nuestras certezas y a través de los cuales se rige nuestro mundo, angosto y chiquitito, blanco y negro, sin la sutileza de grises que pueblan la variedad de verdades, tan amplia como habitantes tiene el planeta.

Tal vez si en un arrebato agraciado de humildad, nos diera por escuchar al otro sin concentrar nuestra energía en preparar nuestra respuesta antes de que quien comunica finalice su discurso, nuestra capacidad de miras y comprensión podría ampliarse, quizás también nuestros horizontes. Quien sabe, capaz que si escuchar y observar sustituyera al constante disertar, entenderíamos mejor la complejidad, riqueza y dualidad del mundo en el que vivimos, poblado de cientos, miles, millones de tonalidades de grises, dilucidando que las etiquetas estanco por las que nos regimos, se corresponden a criterios de nuestra pobre autorreferencia. Supongo que hay que salirse del pellejo y desempolvarse de íntimas verdades universales para entender que a veces, los que están en la caja angosta de al lado, tienen tanto o más que uno mismo para aportar.

Para entonces entenderíamos que ser hembrista no es ser feminista, que no creer en las cuotas no te convierte en machista, que por ser de derechas no tienes que ser católico, cheto ni acaudalado. Que ser de izquierdas no significa ser un hippy trasnochado delirante amante de las repúblicas bananeras, que triunfar en el exterior no te convierte en traidor, ni quedarte te convierte en un cobarde. Que si te va bien no hay porqué ser corrupto ni ser pobre significa ser un vago.

Tal vez y sólo tal vez, entenderíamos también, que aquellos que no dan señales que nos permitan encasillarlos en ninguna de nuestras etiquetas, porque tienen la capacidad crítica de reflexionar sobre lo bueno y malo de cualquier bando, ya sea político, social, académico, profesional o personal, son portadores del privilegio de la libertad.

*Esta nota fue originalmente publicada en Blog Delicatessen.

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