Opinión > COLUMNA/Eduardo Espina

La poesía del fin del mundo

Uruguay no tiene embajada en Azerbaiyán, pero Luis Suárez está por todas partes
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09 de noviembre de 2019 a las 05:04

Cuando por fin llego a la habitación, a eso de las tres de la madrugada tras un viaje transcontinental que por reiterados momentos pareció infinito y que incluyó los 45 minutos en camioneta del aeropuerto al hotel con vista al mar Caspio, me doy cuenta de que el planeta que habitamos no es tan diminuto como pretenden hacernos creer quienes quieren convertirse en los primeros turistas galácticos y viajar al espacio sideral apenas sea posible, dicen que muy pronto. Haber llegado a Bakú fue algo parecido a trasladarse a otro planeta, aunque siga siendo el nuestro, porque también aquí hay iglesias, talleres mecánicos, farmacias, taxis a la salida de la terminal del aeropuerto, McDonald’s, gente cruzando la calle cuando cambia el semáforo, y cadenas internacionales de hoteles donde los huéspedes son recibidos con el mismo “Welcome” de todas partes. Solo varía el acento. El de este lugar no alcanza para hacerme sentir por completo en una dimensión diferente. 

Por lo tanto, decir que me siento en el fin del mundo, tal como dijo Charles Darwin al llegar al Río de la Plata en la cuarta década del siglo XIX, sería exagerar, pues en los tiempos del notable viajero inglés todo estaba aún por ser explorado, porque el mundo de entonces era más ajeno y menos conocido que el actual, y no había hoteles donde al viajero le dijeran “Bienvenido” en un idioma global, y le tuvieran pronto el cuarto con el control remoto junto a la cama que en todas partes es tan similar, que parece la misma. Aquí, sin embargo, no vine a dormir sino a ejercer el insomnio en la medida de lo disfrutable, porque la vida se siente intimidada a cada instante a soñar despierta a partir de una rica gavilla de realidades que se confabulan para hacer de Bakú, con sus pitucas 25 estaciones de metro, un espacio inaudito. Aquí todo resulta posible apenas uno sale a la calle, que es lo primero que haré en unas horas, apenas pueda recuperarme del interminable periplo por aire y tierra que ha empezado. Prometo hacer el intento.

Ya es el día siguiente, o el posterior con su pasado mañana, ya no sé bien cuál, pues en Bakú el tiempo –no el clima, sino la temporalidad– confía tanto en sus cualidades, que permite al viajero desaparecer en las horas que todas juntas son los días y las semanas, y que aquí logran evadir las fechas y la dictadura del calendario. Así pues, desconociendo en qué día estoy, soy otro sin dejar de ser el mismo, y deambulo por las calles de la ciudad olvidándome de las advertencias de seguridad que me hicieron antes de partir, respecto a que Azerbaiyán puede ser un lugar peligroso debido a la presencia de grupos fundamentalistas islámicos que no ven con buenos ojos al turista occidental. No siento nada de eso al recorrer calles anchas o angostas que son estas, incluso los callejones por donde de todas partes aparecen árabes queriendo venderme alfombras, pañuelos de seda para mujer, pares de balghas, mermeladas, hiyabs, y miel pura conteniendo celdillas del panal, hasta que compro dos frascos, pues dicen que la miel de las montañas azerbaiyanas es de las mejores por sus propiedades curativas. De algo debo curarme. No obstante, mi percepción de la nueva realidad cambia en horas de la noche, por circunstancias que alcanzan a ser completas.

Tras haber conversado por casi dos horas con el poeta griego Christos Koukis, ingeniero civil que se dedica a construir aeropuertos, y que asimismo vino invitado al denominado Festival de Festivales, a eso de la una de la madrugada me dispongo a subir a mi habitación. De pronto, de la nada instantánea, aparecen dos hombres barbados y fornidos vestidos con túnicas grises quienes apenas entran conmigo al ascensor me preguntan de dónde vengo con cara de pocos amigos. Tal vez por el cansancio, por el hecho de que mi cuerpo no ha estado en posición horizontal por más de 26 horas, siento sin esforzarme que de mi respuesta depende mi supervivencia, mi libertad lejos de algún campo de adoctrinamiento del Ejército Islámico. “De Uruguay”, respondo. De pronto, el gesto amenazante de sus rostros se transforma en mirada sorprendida, la que viene acompañada de la frase: “¡Uruguay!, Cavani, Suárez, Forlán, Recoba”. El fútbol del país del que vengo ha garantizado mi vida y mi libertad. Siento que tengo dos nuevos amigos. Aunque a solas por completo, por el hecho de ser de Uruguay me siento más seguro que con dos guardaespaldas a mi lado. 

Por decisión divina –es casi la única explicación que tengo para ofrecer–, el fútbol es el gran patrimonio de los uruguayos, los cuales incluso en un país que parece estar donde el mundo se acaba son asociados con un territorio sureño, de aspecto minúsculo en los mapas, y donde muchos patean una pelota muy bien. Al día siguiente compruebo que el rostro de Luis Suárez está por todas partes. Aparece en posters callejeros de promoción de Beko, la marca turca de productos electrodomésticos más vendida en este remoto sitio (tan remoto como ha de ser Uruguay para un azerbaiyano), que es parte también del mundo global en el cual la gente lava (y seca) la ropa, mira televisión, tiene tostadora, licuadora, no puede vivir sin un microondas y usa heladera, pues la vida moderna ha hecho un culto de los alimentos y las bebidas fríos. 

Los rostros de Suárez y de Messi en estado de proliferación y sonrisa no son lo único que los ojos encuentran mientras van de paso. La realidad visible de Bakú tiene cosas de mayor belleza que esa para ofrecer. La perspectiva elegida por el visitante alcanza para reconocer lugares evidentes que permanecen enigmáticamente callados, indiferentes por completo al ruido del tráfico y los embotellamientos, como si en ese silencio exclusivo de aquí y ahora mismo hubieran encontrado la manera correcta de hacer diferente a la ciudad. Diferente lo es, porque a pesar de sus tres millones de habitantes, Bakú mantiene una condición de blindado sigilo, de espacio que exhibe sus mudas metamorfosis apenas avanzo recorriendo a pie sus calles, cambiando de barrios y zonas. 

Según donde uno se encuentre, la ciudad cambia de aspecto, de sentimiento. Hay secciones urbanas que parecen aledañas a la Gran Vía de Madrid, otras que fácilmente podrían pasar por calco del 14º arrondissement de París (por un momento hasta ser varios seguidos me pareció estar en las inmediaciones de la estación del metro Denfert-Rochereau, cercana al cementerio de Montparnasse y a la tumba de Julio Cortázar), y unas cuantas áreas condenadas a ser muy de antemano embajadoras de la arquitectura soviética, cuya pobreza estética, su casi absoluta carencia de imaginación, encarna los vestigios de una ideología muerta, finiquitada. Lo sucedido no vive de promesas, pero sí de pormenores.

En esa mezcla de realidades sucedáneas que hallaron un lugar en el mundo donde venir a coincidir, seres y edificios parecen hablarle a quien los ve por primera vez, haciéndole sentir que hay algo de lo cual que no es de nadie ni para siempre. Librada de culpa –en la medida de lo posible– la historia de Azerbaiyán advierte que la próxima vez no tiene que ocurrir de nuevo. En su ayer de épocas que han sobrevivido por separado, todo podría ser un día más viejo e igual, ser lo mismo. Mientras la luz del mediodía trae mensajes cifrados que son solo para hoy, como si de repente todo tuviera sentido, siento que Bakú es propicio para evitar lo que uno ha sido. El pasado es una brújula que bien puede llevar a cualquier parte, por lo tanto, es mejor creerle solo a lo que vendrá. 

Sin dar cabida a la nostalgia –tal vez sea uno de los aspectos cautivantes de la vida en esta capital– la luz diurna radicaliza sus efectos entre las 10 de la mañana y las cinco de la tarde, porque en la intensa claridad que se refleja en las aguas del Caspio encuentra algo en que creer y hacer tolerable la rutina de los días laborales, demasiado habituales. No es mal lugar para vivir y olvidarse del mundo menos periférico, situado a varias horas en avión y de donde salen las noticias que los informativos de la noche consideran principales. La felicidad de los días iluminados y de los atardeceres de Bakú que se apagan con la lentitud de un incendio a la distancia, es una noticia de eterna vigencia, no para estar en el noticiero vespertino de la jornada, sino en la poesía de pasado mañana. 
 

 

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