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22 de noviembre 2020 - 5:00hs

Querida Magdalena:

La realidad no tiene quién le escriba

María no tendrá ningún reparo en confirmarle mi inclinación a vivir un poco al margen de la realidad, sin darme cuenta apenas de si estoy dormido o despierto. Pero, como me quiere algo, también le dirá que eso no es del todo un defecto, sino que me otorga un encanto ligeramente cartesiano, pues lo que importa -como por otra parte sostienen los fenomenólogos- no es el estado de la conciencia, sino sus experiencias. Pero siento que ya he spoileado parte del contenido que, con pretendida maestría, quería develar paulatinamente ante usted. Me refiero a la dificultad, manifiestamente actual, de reconocer la realidad que tenemos delante de los ojos. No tengo manera de saber si siempre ha sido así.

En la temporada 1 de American Crime Story dedicada al caso O.J. Simpson, la única hipótesis realmente demostrada no es la de quién mató a Nicole Brown, sino la de que los seres humanos juzgan la realidad precisamente según sus estados de conciencia. En el juicio penal, un jurado mayoritariamente afro declara la inocencia del acusado afro y juzga que el 100% de las pruebas ha sido plantada por policías co-rruptos (y blancos). En el juicio civil, un jurado caucásico condena al acusado no-caucásico a pagar cuantiosas sumas a las familias de las víctimas… Pero entonces, ¿Cuál es la verdad?

Voy a atreverme a hacer un poco de historia de la Filosofía. Cuento con usted para corregir mis  desviaciones, si las hubiera.

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Los filósofos antiguos intentaron siempre reconocer la realidad. Llamaban Ser a la realidad y Metafísica a la ciencia del Ser. Eran, pues, metafísicos cuya misión era detectar la realidad y describirla. El prime-ro de ellos, Parménides de Elea, acuñó la fórmula: “El ser es; el no-ser no es”. En buen inglés esto significa que toda la realidad cabe en el ser. Y que lo que no es, tampoco es real.

El problema del ser nunca fue la realidad, sino su conceptualiza-ción. Lo difícil no es ser, sino decir qué es el ser.

La realidad siempre resultó demasiado compleja para el concepto, y el concepto siempre insuficiente para tanta realidad. Uno puede entender, conceptualizar, que el amor implica sacrificio -mientras termina su té en la biblioteca. Lo realmente complicado es permanecer despierto toda una noche porque un bebe está llorando. Entender el amor es fácil y simple; sacrificarse por amor, difícil y complejo. En eso precisamente consiste la irreductibilidad última del ser a un concepto. Y lo que hace que la Metafísica, al final, pueda llegar a ser una ciencia incómoda, especialmente para los filósofos.

Una serie de ellos -un francés, Descartes, y cuatro alemanes: Kant, Hegel, Nietzsche, Husserl- se sacudieron el yugo metafísico y planteron que el ser (eso que los antiguos llamaban realidad) no es lo primero en el orden de la filosofía, sino algo segundo, tomando la con-ciencia de cada uno el primer lugar. Cada uno lo dirá con sus matices, pero a partir de ellos ya no se trata de la realidad, sino de la conciencia y de lo que aparece en ella. Lo importante ya no es “Ser o no Ser”, como dice Hamlet y decía Parménides, sino la observación atenta de lo que la Fenomenología llama el “flujo de la conciencia”. El mundo exterior a la conciencia queda entre paréntesis, como suspendido y esperando a que la conciencia diga: “Esto es real”. En otras (kantianas) palabras: la realidad no es algo que pertenece al ser, sino algo que la mente atribuye y otorga soberanamente: una categoría, una determinación conceptual, una reducción dentro del más amplio universo del flujo de la conciencia.

La Filosofía se ha subjetivizado. La Metafísica se ha convertido en Psicología. La primacía del Yo que era todavía, en Descartes, un presupuesto metafísico desde el que se pretendía explicar la realidad, ha derivado en anulación de lo real.

Si lo importante es el flujo de la conciencia, el juicio sobre el ser del mundo externo a ella -las antiguas definiciones sobre el ser o el no-ser- llegan a ser superfluas. El orden de lo psicológico ha remplazado al orden de lo real.

Un ejemplo: ¿No ha escuchado por ahí que lo relevante ya no es si se ha nacido hombre o mujer, sino cómo autopercibe uno su identi-dad sexual? A eso me refería. Sí, Magdalena: la realidad no tiene quién le escriba.

Del ombligo al sol 

Estimado Leslie:

¡Ah!, la realidad, esa palabra… Reconocerla ha sido desde siempre uno de nuestros mayores desafíos, porque la realidad no cesa de rebelarse contra nuestro afán de constreñirla en una idea, como cuando envasamos algo al vacío para conservarlo por más tiempo. A diferencia de un objeto inerte manejado a nuestro antojo, la realidad se resiste a ser empaquetada en una definición de diccionario. Como todo lo vivo, ella necesita aire para respirar y transformarse. Y su naturaleza escurridiza y mutable es lo que hace de la realidad algo tan fascinante de explorar. Su atractivo está en su capacidad para no dejar de asombrarnos; cuando creemos saber lo que es el amor, la libertad, la felicidad o la justicia, la realidad enseguida se ocupa de contradecirnos, poniéndole coto a nuestra voluntad de encasillarla.

Confieso que tengo mis reparos con el “Cogito ergo sum” de Descartes, porque no me cabe duda de que somos bastante más que seres pensantes. Pero, aún así, creo que la “realidad” es lo que pensamos. Esto no significa que las emociones o los impulsos irracionales o inconscientes no sean relevantes, ni tampoco que no pueda existir una realidad inaccesible a nuestro pensamiento. Porque, ¿quién sabe, realmente, si el Ser de Parménides, el sol platónico en La alegoría de la caverna, o el Dios de Santo Tomás o Spinoza de verdad existen? Claro que todos ellos pensaron que sí -y razones no les faltaron, por cierto-, pero si hubiesen demostrado y explicado su naturaleza, no nos estaríamos preguntando todavía “¿Cuál es la verdad, el Ser o la realidad?”. Y esto aplica tanto para la Filosofía como para el jurado de O.J. Simpson, así como para usted y para mi, cuando reflexionamos y escribimos estas cartas. La pregunta por la Verdad (con mayúscula) nos arroja siempre al mar de la duda.

Sin embargo, sí existen verdades (con minúscula) en función de las cuales entendemos y juzgamos nuestro ser y estar en el mundo. Aunque no sea en forma absoluta o definitiva, tenemos ideas de lo que es el amor, la felicidad, la libertad y la justicia, que influyen en nuestra valoración de la realidad. A modo de ilustración, podemos comparar lo que percibimos, aprendemos, creemos y sentimos con los ingredientes -o condiciones materiales- de la torta que denominamos “realidad”, y a la consciencia con la “mano” que la elabora. En el arte culinario sí importan los ingredientes, pero lo que define la calidad del producto final es el talento del que cocina. Así, la evaluación de la realidad depende de la conciencia que, pensando, la examina. De lo contrario, nuestra existencia sería como la del resto de los animales, que subsisten sin preguntarse por el sentido del mundo y de la vida.

Por eso tuvieron algo de razón Kant, Hegel, Nietzsche y Husserl cuando plantearon que la realidad es lo que se le aparece a la conciencia. Pero hay conciencias y conciencias…  Mientras algunas logran traspasar los límites de su ego para pensar más allá de su prejuicio, interés o circunstancia, otras discurren dentro de un tupper con la mirada puesta en su propio ombligo. Presumo que a éstas últimas se refiere usted cuando habla de la anulación de lo real a causa de la primacía del Yo. Y tiene razón cuando sostiene que, por este tipo de conciencias, el orden de lo real corre el riesgo de ser disuelto en la preeminencia de lo psicológico. Como si la realidad pudiera reducirse al capricho y conveniencia del individuo, sin otra condición más que la mera opinión de que “tal cosa es real o verdadera porque así la considero yo”. Sí, Leslie, la petulancia humana -alimentada a por el yoismo exacerbado y la devaluación del pensamiento crítico- es capaz de manosear la duda, usándola como una oportunidad para “llevar el agua a su molino”: si la verdad es tan compleja como para no poder demostrarla a ciencia cierta, entonces puede ser, perfectamente, lo que yo decida. Pero, ya lo dijimos, la realidad siempre se resiste a ser encerrada en una idea - ¡cuánto menos en una opinión egoísta y veleidosa! – Y, entonces, antes de preguntarnos acerca de la naturaleza de la realidad, deberíamos aclarar qué significa “pensar”.

Porque, como dijo Platón, aunque siempre en forma imperfecta e inacabada, para comprender la realidad en toda su complejidad debemos, antes que nada, aprender a distinguir la reflexión profunda de la opinología frívola.

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