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La sensatez de ser veraces

La mentira no se restringe al medio político sino que campea a sus anchas por todos los ámbitos
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06 de agosto de 2018 a las 05:00
Por Juan José García*, especial para El Observador

Leía semanas atrás "La mentira en política", un artículo que Hannah Arendt escribió cuando desclasificaron la documentación sobre la guerra de Vietnam. Allí dice: "Si los misterios del gobierno han oscurecido las mentes de los propios actores hasta el punto de que estos ya no conocen o recuerdan la verdad oculta tras sus mentiras, no importa lo bien organizadas que estén, en palabras de Dean Rusk, sus "maratonianas campañas informativas", ni lo sofisticadas que sean las artimañas publicitarias; al final, toda esta operación de engaño terminará encallando o volviéndose contraproducente, esto es, confundirá a la gente, pero no la convencerá. El inconveniente de la mentira y del engaño es que su eficacia se basa por completo en que el embustero tenga una noción clara de la verdad que desea ocultar. En este sentido, la verdad, incluso si no prevalece en público, posee una inerradicable primacía sobre las falsedades".

Quien lea este párrafo, sobre todo si discrepa del gobierno de turno, seguramente se embandere con la denuncia de Arendt, y hasta la esgrima como arma de gran calibre contra un poder ejercido, a su juicio, de un modo mendaz.

El problema, a mi modo de ver, es que cuando encaramos esa lacra humana que es la mentira, esta no se restringe al medio político sino que, aunque no todos se plieguen, campea a sus anchas por todos los ámbitos: en las más variadas organizaciones, en círculos de amigos y hasta en las familias.

No mentir, se sabe, no implica decir todo a todo el mundo, sencillamente porque no todos tienen derecho a saberlo todo. Pero exige no ocultar la verdad a quienes corresponda que la conozcan. En esta época, en la que todo se esgrime como un derecho humano innegable, da la impresión de que no se defiende con la misma firmeza el que tiene cada persona a la verdad que le atañe, a la información que corresponda en cada caso, en cada situación.

Con ese ocultamiento de la verdad se crea un clima de misterio, de ambigüedad, que es decisivamente nocivo. Las relaciones humanas se enrarecen. Surgen alianzas turbias que convierten a los equipos en auténticas bandas. Y se disemina un clima de desconfianza generalizada. Porque aunque no seamos adivinos, nadie deja de percibir el aire enrarecido de la falta de transparencia. Algo similar a lo que ocurre en un día muy frío cuando queda mal cerrada una puerta o una ventana: se nota, lo notamos.

Algunos pretenden aminorar la exigencia de veracidad apelando a lo que denominan el "umbral tolerable" de verdad. El inconveniente es que con ese pretendido umbral de tolerabilidad este resulte cada vez más bajo y se acabe diciendo que "también el cerdo es ave que vuela". Aunque siempre se debería tener en cuenta que ser veraz, ser claro, no implica ser cruel, demorándose innecesariamente en detalles truculentos.

Lo que parece innegable es que si nos acostumbráramos a decir y a escuchar siempre la verdad nuestras relaciones resultarían mucho más saludables, y hasta más amigables los ambientes en los que nos movemos y la sociedad misma. Porque sin veracidad la confianza se hace imposible. Me lo decía un amigo, refiriéndose a sus jefes: "Ya no pueden engañarme porque no les creo nada". Y lo que a veces se da en algunas empresas, lamentablemente es extensivo al resto de los colectivos humanos.

Todo esto ocurre, al menos en parte, porque la verdad no siempre es agradable: a veces, duele. Sin embargo hay dolores saludables. De ahí que aunque algunas verdades duelan, seguramente será un dolor menos intenso y probablemente más puntual que el malestar y el tormento que pueden ocasionar las mentiras, sumados a la fatiga que supone tener que inventar una nueva para tapar la anterior. Aunque antes o después acaben descubriéndose.

Por eso mentir implica también una cierta ingenuidad –¿la del "niño malo" que todos seguimos llevando dentro?–, porque no ha perdido vigencia aquello de que "la mentira tiene las patas cortas", sabiduría popular recogida por el refranero que también nos advierte que "antes se coge a un mentiroso que a un cojo".

No "todo es mentira", como dice la letra de un tango. Pero cuánto podría crecer nuestra capacidad de discernimiento, de comprensión de los problemas que nos plantea la vida en lo personal y en lo social, en definitiva, cuánto podría revertirse esa crisis de inteligencia que con cierta frecuencia nos aqueja si tuviéramos la firme convicción de no mentir, de no engañar. Porque por dura que pueda resultar la realidad siempre es saludable; y acaba señalando las sendas que nos posibilitan salir de los laberintos que genera nuestra falta de coraje para ser veraces.

*Juan José García es Doctor en Filosofía

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