Querida Magdalena:
Querida Magdalena:
En The Decay of Lying, un ensayo de1889, Oscar Wilde escribió su ingeniosa frase: “La vida imita al arte”.
Decir que la frase es ingeniosa –algo a primera vista improbable, en donde se descubre una profundidad insospechada, como escondida en un chiste, pero ofrecida con gesto impasible– resulta casi redundante, pues cuesta encontrar en la entera obra de Wilde una sentencia que no lo sea. (Claro que ni siquiera Wilde pudo ser ingenioso de modo constante y a veces, en su esfuerzo por entretener, contaba malos chistes. Pero como decía Umberto Eco, los hechos de la cultura han de ser juzgados no por sus fracasos sino por sus aciertos).
El significado más aparente de la afirmación que nos ocupa es que a veces la vida es tan extraña que parece sacada de una novela; pero una segunda lectura revela una intuición más profunda. La gran tradición filosófica occidental ha subordinado siempre el arte a la vida. Según el concepto de mímesis (μίμησις), la esencia del arte es la imitación –es decir, la obediencia, no la representación– de la naturaleza. Platón entiende esta imitación como relato: el artista es el que cuenta, el que habla las cosas. Dirá más tarde San Buenaventura: las cosas son mudas y deben ser dichas por el hombre. En todo caso, toda esta maravillosa sinfonía tiene su origen en las cosas y su reflejo en el arte. ¡Hasta que Wilde dijo exactamente lo contrario!: “la vida imita al arte”. Pero, ¿cómo debemos entenderlo?
Literalmente Wilde parece proponer que la mímesis, la expresión imitativa, antecede al original. ¿No es esto imposible? La ingeniosidad del enunciado consiste precisamente en que el efecto anteceda a la causa.
Sin embargo, me parece que el desarrollo de su pensamiento remite constantemente a la tradición platónica.
Pues dirige nuestra razón a considerar que lo que llamamos “la vida”, la realidad –eso que en la mímesis antecede al arte y es como su principio– no es, en verdad, más que lo que la tradición nos ha enseñado a encontrar ahí. Sin esa narrativa, estaríamos ciegos ante la naturaleza.
Solo vemos lo que nos han enseñado a ver. Por eso se puede afirmar, precisamente en este sentido, que la narración tiene una génesis anterior a la naturaleza. Y que “la vida imita al arte”.
El arte, es decir, la intervención narrativa (y previa) del hombre en la vida misma, puede realizarse en tres ámbitos (que la Filosofía llama trascendentales): el de la verdad, el del bien y el de la belleza. Solo respecto de la belleza entendemos la palabra arte en sentido moderno. Si hablamos, en cambio, del bien y la bondad, entenderemos el concepto en sentido platónico amplio de narración.
Primero, la belleza. Wilde propone un ejemplo, hoy famoso: aunque ha habido niebla en Londres durante siglos, uno nota la belleza y la maravilla de la niebla porque “los poetas y pintores han enseñado la belleza de tales efectos ... No existían para nosotros hasta que el arte los inventó”.
Segundo, el bien. De alguna manera, el discurso ético, sobre el bien y el mal de las acciones humanas antecede también a nuestros juicios sobre el bien y el mal de las acciones humanas. Esto explica que al avanzar en la vida, entendamos cuánta razón había en la exigencia materna del “¡Pórtate bien!”. La narración materna (el arte) precedió y preparó el camino del comportamiento (la vida).
Tercero, la verdad. La reflexión atenta, en la medida en que ha llegado a conocer los principios últimos de lo real, es profética y antecedente respecto de los acontecimientos particulares.
Cuando se entienden los primeros principios se es capaz de entender qué hechos pueden derivarse de ellos, y cuáles no. Se pueden anticipar de alguna manera resultados derivados de dichos principios, y determinar, por el contrario, que otros jamás se producirán. No porque seamos brujos, sino precisamente porque la realidad se manifiesta y actúa según los principios que previamente habíamos descubierto.
Podemos entonces conceder que nuestros juicios sobre la verdad y el bien y la belleza anticipan la vida. Y que, en este sentido restrictivamente oscarwildeano, es verdad que “la vida imita al arte”. Aunque es verdad también que, en un sentido más superficial, a veces la vida es tan extraña que parece sacada de una novela.
Estimado Leslie:
El ingenio de Oscar Wilde es indiscutible, como también lo es su profunda sensibilidad. Pocos cuentos tan conmovedores como “El príncipe feliz”, y aunque siempre me acuerdo de la generosa golondrina que llevaba el oro del príncipe a los más desdichados, su altruismo y empatía son un desafío que no me cesa de costar. Porque, ¡qué difícil es vencer nuestras tendencias egoístas, Leslie! Por default los seres humanos nos aferramos a lo cómodo y confiable para compensar nuestras inseguridades. Por eso es muy probable que al escribir “El príncipe feliz” Wilde soñara un mundo con más golondrinas altruistas, y no dudo que su cuento debe de haber inspirado a muchos a superarse a sí mismos para encontrar la felicidad haciendo el bien a los demás. Pues si –como dijo Aristóteles– los humanos somos seres miméticos, el arte conmueve y estimula nuestra capacidad imitativa con mucho más vigor que cualquier modelo o norma impuestos sin pena ni gloria.
Me parece razonable la idea de que la narración tiene una génesis anterior a la naturaleza. Como en la primera línea del evangelio de Juan, “En el principio era el Verbo”, el lenguaje es la condición sine qua non para la creación. Y si Dios creó al mundo a través del Verbo, nosotros creamos realidades (o formas de interpretar el mundo) a través del lenguaje. El ejemplo que usted propone en su carta es bien representativo: la narración materna (portavoz de la cultura a la cual debemos adaptarnos) es la piedra angular de nuestra forma de ver y valorar la vida. Pero el lenguaje artístico posee una cualidad que lo distingue de todos los demás: su propósito no es imponer o explicar, sino sugerir o presentar una realidad alternativa. Como dice Paul Auster; “Los escritores somos seres heridos. Por eso creamos otra realidad.” Al igual que Wilde, Auster contradice la noción del arte como imitación de la realidad para concebirlo como medio para transmutarla o, más precisamente, transformarnos a nosotros para que podamos apreciarla de una forma distinta. Porque la realidad no es algo que se nos impone arbitraria y forzosamente, no. La realidad es un universo enigmático y profundo, donde confluyen el destino y el libre albedrío. A esto aludió Ortega y Gasset con su célebre frase, “Yo soy yo y mi circunstancia, y si no la salvo a ella no me salvo yo”. La realidad –o circunstancia– me condiciona, pero no me determina. Y si acaso me frustra, me hiere o me resulta errónea o injusta, debo reinterpretarla y modificarla para hacerla más benevolente y justa. Porque, al final, entre la realidad y nosotros, Leslie, existe una relación de interdependencia a través del cual nos afectamos y transformamos mutuamente. Y la obra de arte es el alimento primordial de esa reciprocidad.
Este efecto conmovedor y transformador del arte es representado magníficamente en el film alemán La vida de los otros, ganadora del Oscar a la mejor película extranjera en el año 2007. En ella se narra la historia de un capitán de la Stasi (Gerd Wiesler) encargado de espiar a un conocido escritor (Georg Dreyman), sospechoso de confabular contra el régimen de la RDA. Mientras vigila la vida de Dreyman, Weisler entra en contacto con el arte y se ve poco a poco transformado por los versos de “Recuerdo de Marie B.” de Bertolt Brecht y la “Sonata para un hombre bueno” que Dreyman interpreta en su piano. No le contaré el final para no spoilearle la película en caso de que no la haya visto todavía, pero su argumento podría estar perfectamente inspirado en la frase de Wilde. Porque en ella se descubre como la belleza de un poema erótico y de una sonata que celebra a la bondad pueden transformar el alma de un ser frío y metódico (aferrado a una ideología que le proporciona seguridad y reconocimiento) que salva la vida de los otros y la suya propia.
Es cierto, Leslie; lo que vemos es siempre lo que algo o alguien nos ha enseñado. Pero algunos se sienten dolidos por lo que ven, y del dolor surge la necesidad de descubrir y proponer una forma distinta de interpretar el mundo. Por eso, gracias a la herida y el impulso de seres como Wilde, Brecht, Auster y Dreyman a veces la vida se mimetiza con el arte, y en el cielo vuelan más golondrinas. Y entonces, por algún tiempo, la realidad ya no duele tanto.