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Street Art en Doel, Bélgica

Desde su despoblación, Doel atrajo a una ávida manada de artistas que ha generado una peculiar sinergia, ha tomado sus muros y casas, y terminó transformándolo por completo en una obra de arte a cielo abierto
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18 de enero de 2018 a las 05:00
[Texto y fotos Pablo Trochon]

A menos de una hora de la maravillosa ciudad de Brujas, al norte de Bélgica, se esconde un poblado fantasma pero que irradia vida por cada uno de sus rincones, gracias a la tarea de decenas de artistas callejeros que lo han convertido en escenario y parte de sus creaciones. Erigido sobre un terreno pantanoso —de hecho, en sus orígenes era más bien una isla— hoy se encuentra enmarcado en una zona industrial tupida de grandes máquinas, grúas, torres de alta tensión y una escalofriante central atómica de mediados de los años de 1970.

En esa escenografía casi interplanetaria o posapocalíptica quedó varado Doel, tras el desalojo que el gobierno realizó para la ampliación de un brazo del río Escalda que expandiera el puerto de Amberes, el segundo más grande de Europa. En este páramo bello y misterioso, un molino de piedra que data del siglo XVII —el más antiguo del país— convive junto a las gigantescas torres de enfriamiento de humo de una cuestionada planta nuclear, que otrora dio trabajo a varios de sus habitantes y que este año presentó 250 fisuras en uno de sus reactores. De todas maneras, a causa del desastre nuclear de Fukushima en 2011, las autoridades belgas ya habrían decidido cerrar sus dos centrales atómicas para 2025.
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Así, lo spobladores tuvieron que irse pero la demolición aún no se ha realizado. Este asentamiento que estaba habitado desde el siglo XIII, cuando en 1999 se decretó su total demolición ostentaba 900 habitantes. Hoy casi deshabitado —a excepción de un puñado de personas que aún resisten el desplazamiento y que deben poner carteles en sus casas para que el arte no los cubra a ellos también—, sin transporte que lo conecte con el resto del país y en un lento deterioro, el pueblito volvió a su estatus de isla. Muchos belgas desconocen la joyita que se encuentra tras la maraña de cables y fierros.

Las estructuradas calles en damero han sido sacudidas por el color, el diseño, el virtuosismo y el sentimiento de artistas de todo el mundo que las han hecho suyas. Por ello, la recurrente idea de museo abierto no aplica a Doel, porque Doel está vivo, al menos por ahora, y su obra —que comenzó a gestarse hace 17 años— seguirá reverberando hasta que se derribe el último ladrillo.

Lo que el viento dejó

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No es Chernóbil tras el accidente, no es Pompeya fustigada por el Vesubio: es una sociedad desmembrada por los intereses económicos, una aldea que cuenta sus horas para desaparecer. Quedó intacta como si sus habitantes hubieran sido abruptamente abducidos, lo cual hace de su recorrido una experiencia fascinante; es poseer el acceso libre a un pueblo. Han quedado escenas petrificadas en el tiempo, marcadas por las huellas de una comunidad que hubiera huido de algo o de alguien: así los vestigios que podemos encontrar en el interior de las casas van desde los muebles y los electrodomésticos que no se llevaron, algún juguete olvidado, los empapelados y las moquetas, hasta los andamios, la carretilla y las bolsas de cemento abandonados en una histórica casa de arquitectura flamenca. Eso es lo que distingue este sitio de Fanzara, en España, donde sus residentes —que no han sido expulsados— han invitado a artistas a intervenir el municipio.

La mayoría de las casas están precintadas, y sus puertas y ventanas tapiadas. Solo una docena sigue habitada por quienes sostienen: "¡Vivimos aquí, nunca nos iremos de Doel, antes tendrán que pasar por encima de nuestros cadáveres!". Todas las superficies han sido argumento para la inspiración. Los trazos cubrieron vehículos abandonados, parques de juegos, estaciones de servicio, tiendas y el propio interior de las casas, cuyo acceso prohibido procuran hacer cumplir las patrullas policiales que de vez en cuando se aparecen. En Doel —escenario de películas de terror y raves ilegales en sus deteriorados graneros— la atmósfera está enrarecida: todo está desierto y, pese a las quejas de vandalismo, la ciudad se ve bastante limpia.

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Quizá haya sido el aire perturbador que se respira, potenciado por ese silencio profundo, lo que provocó plasmar el arte del grafiti en cada rincón del predio, llevándolo por sus diferentes técnicas y manifestaciones. Firmas (tags) en sus variados estilos, throw ups (vómitos, literalmente), wild style, garabatos, íconos, personajes, estilo basura, esténcil, consignas políticas, románticas o humorísticas hasta extraordinarios murales son la prueba de ello.

Entre los representantes más talentosos del street art se destacan los holandeses Ives.one, autor del Obama/Joker —ya intervenido con un disparo de vaya a saber quién—, Resto y LastPlak, con sus pinturas de múltiples monigotes multicolores; además del belga Bué the Warrior, de arte colorido, naif e infantil junto al mensaje más apagado pero contundente de su compatriota, el genial ROA, quien creó la rata, el cuervo, el jabalí sin cabeza, el toro y el conejo boca abajo que se han convertido en los emblemas actuales de Doel. Todos ellos en hermosa convivencia y sin desalojo alguno.

El tiempo dirá

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Una de las paradojas más interesantes respecto a este sitio es que gracias a la triste circunstancia de que muchos pobladores debieron dejar sus lugares de pertenencia, sus hábitos, sus paisajes y sus historias es que el lugar pudo convertirse en la maravilla que hoy es y que a tantos deslumbra. ¿Qué diría el pintor barroco Peter Paul Rubens, cuya familia es oriunda del lugar? ¿Arte o sociedad?, he aquí el dilema. Dilema que por otra parte zanjará a la brevedad la piqueta del progreso. El peligro de la inminente desaparición de Doel no solo aqueja a sus tenaces últimos habitantes sino que además significará la triste pérdida de este paraíso del street art.

Una salvedad a la amenaza de devastación que propone la corporación que se encarga de las obras y el desmantelamiento es la promesa de que la casa de los Rubens —que paradójicamente han mantenido protegida de las pinturas— será desmantelada y reconstruida ladrillo a ladrillo en un pueblo vecino. Parece chiste.

El caso es una condena en tres direcciones (sociedad/naturaleza/arte) pero que ennoblece las creaciones allí plasmadas y el trabajo de los creadores. Pintar a sabiendas de lo efímero de la obra es parte de la esencia del arte callejero. La posibilidad de que los vecinos insensibles o los pegatineros inescrupulosos la tapen a pocos minutos de finalizada es una realidad, por lo que la sensación no es extranjera para los que a ello se dedican. El problema es que el hecho aislado —y muchas veces fugaz— del arte callejero pasó a ser otra cosa en Doel. Adquirió un nuevo significado porque perduró, se nutrió, se tupió, prosperó y creó su propio templo. El futuro de Doel hoy sigue incierto, como lo atestiguan los miles de signos de interrogación que tapizan sus calles.

La realidad de los vecinos

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La organización Doel 2020 está formada por un grupo de vecinos y activistas que buscan potenciar la aldea como un reducto del arte internacional, un lugar de abastecimiento a trabajadores de las empresas navieras y como destino turístico, pero la corporación LSO y el Estado argumentan que Doel es inseguro e inhabitable. Como forma de protesta organizan las Marchas de las antorchas —la última realizada el pasado 11 de noviembre convocó a unas 500 personas—, largas caminatas silenciosas por los alrededores del pueblito que culminan a la luz de las fogatas.

No resulta claro cuánto tiempo más aguantarán los activistas, pero su espíritu de lucha se mantiene desde los años de 1970, cuando los rumores comenzaron a circular y generaron las primeras protestas encarnizadas y petitorios. Según informa el diario The Guardian en una nota de 2014, los litigios en contra de la medida que pone en riesgo la existencia de Doel han sido muchas veces ganados por los pobladores, favorecidos por las estrictas leyes de la Unión Europea respecto a cuestiones ambientales a raíz de que, entre otras cosas, el lugar posee una de las colonias de golondrinas más grandes del continente (cuyo canto se cruza con el constante zumbido de los cables de alta tensión). Los residentes que vendieron sus casas antes del 2000 recibieron cuantiosas primas pero quienes aún viven parecen sentenciados a la expropiación que dejará algunas monedas.

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