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27 de septiembre 2020 - 5:00hs

Querida Magdalena:

Tom y george

Por qué somos tan indulgentes con nuestro perro, pero tan exigentes con nuestro cónyuge?  No estoy exagerando. Una amiga nuestra tiene un dachshund de pelo largo y muy mala salud (al que llamaremos Tom). Suele llevarlo a la consulta de Iffley Vets, con mucha frecuencia. Si no es por una cosa, por la otra: o se le cae el pelo, o se le encarnan las uñas; o tiene un cáncer terminal, o el ánimo caído. Pero es raro el sábado por la mañana que no acuda a la guardia canina. Según nos ha dicho, ya no sabe si va porque le hace bien al perro o porque le hace bien a ella. Parece que en ese lugar ha encontrado -y no es una cita del Zarathustra, sino sus palabras textuales- “un amor como no he encontrado otro en el mundo”. Hasta donde sabemos, no es que se haya enredado en un affair con el veterinario -un joven más que correcto, según toda apariencia-, sino que se refiere al amor de los humanos por sus mascotas. ¿No las traen acaso a upa, en la cruz de sus brazos, temiendo que si pisan el suelo se hagan daño, acariciando sin pausa sus cabecitas dolientes? ¿No se dirigen a ellas con adorable diminutivos? ¿No las presentan en sociedad, a su vecino en la sala de espera, sin vergüenza alguna, aunque les falte un ojo, o una pata, u ostenten una úlcera repugnante?

Los animales sacan lo mejor de nosotros mismos. En un -¿cómo llamarlo?- adoptadero de animales que funciona como una ONG en Headington, no lejos de aquí, los huéspedes que más rápidamente encuentran hogar son precisamente aquellos que padecen alguna enfermedad o tienen defectos visibles. Y así, aquel empleado aislado por la cuarentena cuya relación más íntima era con un iPad, puede hacer, a bajo costo, una experiencia de inmersión humanizante, curándole, por ejemplo, la conjuntivitis a un gato, con saquitos de té húmedos.

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Esta misma amiga, la dueña -y benefactora- del perro salchicha, vive, adversativamente, en un conflicto permanente con su marido (al que llamaremos George). Si no es una cosa es la otra: o es muy callado, o habla cuando no debe; o nada le importa, o es muy susceptible; o vive abstraído en su mundo, o es muy invasivo; o llora con los documentales sobre las ballenas, o no manifiesta sus emociones; o es muy demanding o es muy distante… Advierto que lo único que George hace a la perfección es comportarse de tal modo que su mujer pueda juzgarlo negativamente en todo momento. En eso es un experto.

Puedo asegurarle que George es un ser humano encantador y que (más allá de su insalvable handicap de no ser un perro), en el ambiente académico es muy apreciado, tanto personal como profesionalmente. Es verdad que, en alguna foto de los años 70 se lo ve con una rara combinación de solapas anchas y mirada perdida. Pero con los años ha aprendido a vestirse y su timidez se ha convertido en discreción. Habla en voz muy baja y suave, pero puede hacerlo en varias lenguas antiguas: latín, griego, sánscrito. Como vive al norte de University Parks, a veces coincidimos un trecho en bicicleta hacia el centro más antiguo de Oxford. Y siempre que se lo pido, recita para mí, sin protestar a penas, los versos inefables: “μῆνιν ἄειδε θεὰ Πηληϊάδεω Ἀχιλῆος”…

Lógicamente George siente envidia de Tom. Le gustaría, en realidad, ser  Tom. Que su mujer lo mirara de vez en cuando con esa mirada. Poder apoyar la cabeza en su regazo y que ella le rascara el cuero cabelludo mientras mira distraídamente una serie en Amazon Prime. Ah, ese subproducto de una distracción frente al televisor… ¡Quién pudiera ser el perro, y no el marido! Creo que el principal problema de George es su inclinación a callar. Quizás en ese silencio, como decía usted la semana pasada, se dan demasiadas cosas por sentado. Yo lo animo mucho a salir de esa costumbre y a hablar. Manifestando sus necesidades, con sencillez. Haciendo obvios y manifiestos sus  deseos. Le digo siempre: “Ella entenderá”.

Claro que no todo de golpe. Sino paulatinamente. Empezando con con cortos paseos nocturnos, con escalas en algunos árboles del vecindario. Y así, poco a poco, ir ganando su favor y su atención. Con humildad y paciencia. Hasta conseguir que, un sábado de estos, lo lleve a él, y no a Tom,  a Iffley Vets, donde podrá experimentar un amor “como no hay otro en el mundo”.

 

De animales a humanos

Estimado Leslie:

El 13 de enero de 1889, mientras paseaba por la plaza Carlo Alberto en Turín, Nietzsche se topó con una escena que a su amiga, amante del dachshund apodado Tom, le hubiera provocado un ataque de nervios: un cochero azotaba con un látigo a su caballo, que yacía en la calle desahuciado, casi muerto, incapaz de levantarse para continuar tirando del carro. Nietzsche, entonces, se arrojó sobre el caballo y lo abrazó para protegerlo de los flagelos despiadados de su amo.  Algunos dicen que le susurró palabras que sólo el caballo pudo oír, mientras otros sostienen que permaneció tirado en el piso junto al agonizante animal, en silencio y llorando. Pero allende a cómo se sucedieron los hechos, éste fue un episodio crucial en la vida de uno de los filósofos que más cuestionó el valor de la compasión; en ese momento Nietzsche “perdió la razón” y pasó los diez años siguientes, hasta su muerte, en un profundo ensimismamiento, sin escribir ni comunicarse con nadie.

Un incidente así no sorprendería, hoy por hoy, a casi nadie. En este siglo XXI ya somos conscientes de la capacidad de los animales para experimentar dolor. Y su derecho a no ser maltratados es defendido, no sólo por animalistas románticos, sino también por intelectuales ilustrados. Peter Singer, filósofo australiano y profesor en la Universidad de Princeton, es un ejemplo paradigmático. En uno de sus libros, Liberación Animal, afirma que “Si un ser sufre, no puede haber justificación moral alguna para negarse a tener en cuenta este sufrimiento. El principio de igualdad exige que cuente tanto como el mismo sufrimiento de cualquier otro ser”.

Pero este no era el caso a finales del siglo XIX (al menos no para los turinenses), y por eso Nietzsche fue detenido por causar “desórdenes públicos” y derivado, luego, a un manicomio. En la cultura occidental de esa época se creía que, como había presumido Descartes, los animales no humanos eran máquinas vivientes (machina animata), incapaces de experimentar ningún tipo de emoción.  Una uña encarnada, como la del perro de su amiga, significaba lo mismo que la rotura de una pieza de cualquier máquina crujiente, no por dolor, sino porque no funciona adecuadamente.

En La insoportable levedad del ser, Milan Kundera sugiere que Nietzsche quiso pedirle perdón al caballo en nombre de toda la humanidad. Seducida por el antropocentrismo ilustrado encarnado en el pensamiento de Descartes, ésta había olvidado que ya en el siglo III antes de Cristo, Aristóteles afirmó que todos los animales poseen un “alma sensitiva”, capaz de sentir placer y dolor.  La interpretación de Kundera me parece plausible, no sólo porque Nietzsche fue un crítico incisivo de la modernidad ilustrada, sino también porque creo que fue una persona profundamente empática. Pero no por acatamiento del mandato “ama al prójimo como a ti mismo”, sino desde una inclinación más irracional y espontánea, que hoy en día los científicos asignan a todos los animales sociales, incluidos lobos, chimpancés y delfines. Se trata de una tendencia connatural a ayudar a los que se encuentran en una situación de mayor vulnerabilidad, incitada por la capacidad de padecer con el otro. Así, previo al mandato moral, los animales sociales (tanto humanos como no) estamos predispuestos a sentir el dolor que está padeciendo el otro, y a reaccionar para aliviar ese sufrimiento compartido.

De todas formas, sospecho que nada de esto explica, per se, el hecho de que su amiga sea más indulgente con Tom que con George, ni tampoco por qué “los animales sacan lo mejor de nosotros mismos”. Con respecto a la primera cuestión, y en vistas de que la correspondencia juega un papel no menor en el amor, cabe la posibilidad que su amiga se sienta más querida por su perro que por su cónyuge. Porque, aunque usted considere a George un ser humano encantador, eso no garantiza que lo sea también como marido.

Por otra parte, preguntándome por qué el contacto con los animales mejora nuestra humanidad, recordé a Schopenhauer, para quien la bondad de una persona se mide en función del amor que le dispensa a los animales.  Para el “filósofo pesimista” la maldad es un producto de la inteligencia, exclusiva del animal racional o humano.  Por esto, si fuera usted, yo le aconsejaría a George que, además del latín, griego y sánscrito, aprenda a hablar el lenguaje de Tom.

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