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Un año sin Lincoln

La memoria seguro tiene un lugar donde los sentimientos se olvidan del tiempo
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18 de septiembre de 2016 a las 05:00
Por Eduardo Espina

La mente es muy extraña. El otro día iba en bicicleta y pensé: "hace tiempo que no hablo con Lincoln, voy a llamarlo apenas llegue". No había llegado a la otra cuadra cuando me di cuenta que mi querido amigo está muerto, y que ya hace un año –esta semana– que lo está. Algo parecido me pasó con mis padres. Mucho tiempo después de muertos sentí de pronto una tarde que por descuido mío había dejado de hablarles por teléfono, hasta que la realidad me despertó de un puñetazo.

La mente humana, en uno de sus barrios interiores llamado memoria, seguramente tiene un lugar donde los sentimientos se olvidan del tiempo en el que viven y donde todos los seres queridos siguen vivos, como si nada, aunque la muerte ya se los haya llevado hace tiempo, que puede ser mucho. Supongo, también, que Dios quiere que sea así.

A los seres queridos uno los sigue queriendo toda la vida, sin importar el paso del tiempo, o si siguen estando o no en este mundo. Hay un aura, un espectro, un obsequio sagrado, que permite tenerlos siempre entre los vivos, aunque uno les hable y ellos no puedan responder. Quizá sea lo más doloroso: ese silencio, ese gran silencio que separa esta vida de la otra, como si fuera un muro más grande que el que quiere construir Donald Trump. Igual, uno lo intenta, y les habla, porque en el fondo sabe que el mensaje les llega, y si no les llega en forma directa, debe haber ángeles encargados de llevárselo, porque en el cielo les ha tocado hacer ese trabajo.

Cuando pasa el tiempo, aunque sean solo 12 meses, uno hace una especie de balance de lo que extraña de los muertos y se da cuenta que es más de una cosa, porque solo una sería insuficiente.

De Lincoln Maiztegui Casas extraño unas cuantas, sobre todo sus llamadas telefónicas a las dos de la mañana hora de Uruguay, dos horas menos en Houston, para hablar de algunas noticias del alma, de las que no caducan, o pedirme que le comprara una película de la década de 1940, que recién había sido editada en DVD y que en Uruguay era imposible de conseguir. Recuerdo la madrugada que me pidió que le consiguiera una de John Ford, disponible en un sitio que no era Amazon, y nos quedamos conversando por dos horas, no sin antes decirme, a los 15 minutos de empezada la conversación, "¿Me podés llamar vos, que te sale más barato?" Todavía sigue saliendo más barato, aunque ya no esté Lincoln para gastar la plata en conversaciones que a la vida le hacían bien, y que por eso hoy las extraño, porque en la voz del otro que se calla para siempre también deja de oírse nuestra propia voz.

Durante los últimos 20 años, de su vida y de la mía, nos juntábamos a comer, por lo menos dos veces, cada vez que yo viajaba a Montevideo. De esas conversaciones, que empezaban a las 12 de la noche, hora en que Lincoln prefería cenar, tengo infinidad de recuerdos que me seguirán acompañando, ninguno menos importante que los otros, ninguno más importante que los demás. Sin embargo, por esas cosas que solo la memoria sabe (¿por qué, por ejemplo, recordamos más a una novia que no quisimos tanto, que a otra que nos quiso más?), recuerdo en especial una, cuando la noche estaba estrellada, y nosotros sintiéndonos bien, como muy bien, porque había llegado noviembre y, tal cual sabemos, los uruguayos somos tristes de mayo a noviembre, y casi felices de noviembre a mayo.

Habíamos comido en forma opípara en una parrillada donde tenía cuenta y todo el mundo lo conocía, y de regreso nos sentamos en el murito de una casa cerca de la suya, porque insistí, ya que era una noche maravillosa. Aunque estábamos en el Parque Batlle, quizá uno de los barrios más lindos de Montevideo (no en vano ahí vive el embajador estadounidense), Lincoln me dijo que no era seguro y me contó cómo hacía poco lo había "afanado" un "chorro" que se le había metido en la casa mientras dormía.

El dato, espeluznante, sirvió para derivar la conversación hacia la inseguridad y el desamparo que sufren los montevideanos, como también hacia la tenencia de armas y la opinión de Fernández Huidobro al respecto. Le conté el caso de alguien en una ciudad texana, que cuando vio que a la casa del vecino –quien estaba de viaje- se habían metido tres tipos, llamó a la policía y aviso que él los iba a enfrentar. Cuando los patrulleros llegaron, encontraron a dos de los delincuentes heridos y al tercero muerto. Con una escopeta aun en la mano, el hombre declaró que los delincuentes se habían negado a rendirse, que lo habían recibido a balazos, por lo que no le había quedado otro remedio que hacer fuego. Según se supo, el hombre era un eximio cazador. No recuerdo con nitidez el comentario que hizo Lincoln sobre la historia que le había contado, pero luego, cuando estábamos hablando de otra cosa, me preguntó: "Che, ¿no hay una película de Elia Kazan sobre un hecho parecido al que me contaste?" Hay una, aunque no tan parecida, la cual sirvió para que siguiéramos conversando por más rato, esta vez sobre el extraño destino del director, quien terminó sus días en las sombras por haber delatado a gente durante los años del macarthismo. Eran casi las tres de la mañana cuando llegó el taxi que habíamos pedido a Patronal. La película de Kazan donde aparece un cazador es The Visitors. La última media hora la dedicamos a conversar sobre ella, y sobre cómo Kazan había decidido filmarla en 16 milímetros, para darle un tono documental. Igual que casi siempre, esa noche discrepamos sobre una cantidad de cosas, pero no sobre el hecho indiscutido de que la película es una obra maestra.

Entre la conversación de esa noche, y la de otra, años antes en Dallas, no sé con cuál de las dos quedarme. Pocos días antes de que regresara a Uruguay después de pasar un semestre en College Station, lo llevé a conocer el museo Sixth Floor Museum at Dealey Plaza, dedicado por completo a la figura de John F. Kennedy. Desde ese mismo sitio salieron los disparos que terminaron con la vida del presidente estadounidense. Lincoln no se podía volver sin conocerlo. Fue un día memorable, y la visita, interminable. Lincoln pasó largos ratos observando cada pieza y documento de los que estaban en exposición. Entramos a media mañana y recién salimos cuando estaban cerrando, tarde en la tarde.

Al salir fuimos a la calle Elm, donde a las 12.30 del 22 de noviembre de 1963 Kennedy fue baleado. Lincoln caminó hacia donde estaba el Lincoln Continental, la limusina descapotable que transportaba al presidente, y se detuvo. Bajó a la calle y le pidió a Katherine, la estudiante que nos acompañaba, que le sacara una foto. Ella comentó en voz baja: "Lincoln está emocionado". En el hotel habló de la visita, sí, emocionado, como quien fue a buscar un tesoro y pudo encontrarlo.

En un año o en una década, seguiré extrañando a Lincoln, como también (a veces lo pienso), él también ha de estar extrañándome.
Porque cuando mueren seres queridos, se llevan algo grande de nosotros; para que los acompañe en el más allá y les diga, cada vez que necesiten recordarlo: "en la Tierra hay quienes siempre estarán contigo".

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