Atrás, definitivamente en el pasado, parece haber quedado la época dorada de la novela negra. Nacida en Estados Unidos y exportada luego al resto del mundo, poco o nada queda hoy de esa contracultura literaria que surgió para denunciar el lado B del sueño americano.
Y es que, por mucho que se esfuerzan los nórdicos en demostrar que su paraíso terrenal es mentira, que allí también suceden cosas horribles, nadie les cree del todo. Gran parte de la novela policial nacida en esas tierras heladas tiene un aire artificial que, ya sea aisladamente o viendo el patrón, siempre es posible detectar.
Más coherentes o sinceros, los escritores italianos tienden a ser más realistas y a mostrar las miserias humanas con una naturalidad que solo puede explicarse por su larga convivencia con el crimen y la corrupción policial, que asolan el país desde hace siglos.
A pesar de esta virtud, tampoco son perfectos. Como sus colegas de otras latitudes, les es imposible alcanzar las cotas de excelencia de los viejos maestros del género que, además de crear un detective memorable, se rompían la cabeza para presentar al lector un crimen de difícil resolución, un reto intelectual. Hoy es una cosa o la otra, nunca las dos.
El escritor Antonio Manzini, nacido en Roma en 1964, opta por seguir la tendencia actual de poner todo el énfasis en la construcción del personaje central. Su Rocco Schiavone, hay que decirlo ya, está muy bien logrado y resulta creíble de principio a fin. Lamentablemente, la investigación y posterior resolución del crimen resultan algo previsibles.
Similitudes y diferencias
Con tres novelas en su haber, de las que Pista negra es la primera traducida al español, la crítica italiana ya señala a Manzini como el heredero del reconocido escritor Andrea Camilleri (La forma del agua, El perro de terracota). Esta opinión generalizada se basa no solo en la necesidad comercial de sustentar un negocio editorial fabuloso, sino también en ciertos vasos comunicantes que se detectan entre los dos autores.
Manzini tiene, como Camilleri, la enorme virtud de no aburrir nunca. Su prosa es muy dinámica y se apoya en diálogos coloquiales para ir siempre hacia adelante. Además, como su colega siciliano, incluye en sus novelas personajes secundarios de lujo, los cuales tienden a completar las escenas, a balancear la ecuación narrativa para lograr que sus libros no sean un monólogo.
Pero las similitudes terminan ahí, porque Rocco Schiavone es, a diferencia del comisario Montalbano, un policía corrupto y de malas pulgas. Un romano que es desterrado a un pueblito de los Alpes por haberse metido con la familia de un político poderoso, que además lleva consigo una tristeza inexplicable que solo al final de la novela se aclara en parte. Para completar el cuadro patológico, Schiavone fuma porro en la jefatura cuando cree que nadie lo ve.
El asesinato de un hombre en una de las pistas de esquí del valle de Aosta hace que el subjefe de policía se calce las botas impermeables y empiece a despejar nieve para encontrar al responsable. Mientras lo hace, deberá enfrentarse a una pequeña comunidad de vecinos, emparentados entre sí por una curiosa endogamia, que lo ve como un inoportuno extraño llegado de ninguna parte.
Pero lo que más importa es la relación de Schiavone con sus subalternos y colegas. Su núcleo cercano lo forman dos subordinados (uno muy capaz y el otro sumamente inútil), un forense de apellido Fumagalli, tan cínico y frío como su oficio, y un juez muy pintoresco que está definitivamente algo mal de la cabeza. En los diálogos entre ellos está lo mejor de la novela y su justificación.
Una historia que vale la pena leer, aunque con sus limitaciones, que sienta las bases para una saga que será, seguramente, tan rentable como irregular.
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