Un trago amargo

Ian McEwan (1948) pertenece a una generación de escritores británicos –junto a Martin Amis y Julian Barnes– que fue llamada a renovar las letras de aquel país en la década de 1990, pero que finalmente fracasó a pesar de las millonarias ventas del momento.

Quizás porque fueron devorados por las editoriales y el marketing, padres de las criaturas; quizás porque en realidad ninguno de ellos era la mitad de bueno de lo que se pensaba, lo cierto es que la movida duró una década, y hoy ya suenan otros nombres destinados a renovar a la siempre alicaída literatura inglesa.

Los entonces jóvenes autores son hoy ya señores sesentones calvos y de lentes, que recorren Europa en un eterno tour promocional de su última novela, viviendo de viejas glorias, mostrando medallas y honoris causa, al mejor estilo Vargas Llosa.

Salvo algún intento valiente como El tren de la noche, de Amis, ninguno de los tres autores arriesgó nunca demasiado ni quebró ningún género ni nada parecido. En el caso particular de McEwan, varias de sus novelas, sobre todo las últimas, siguen el modelo del best seller: una historia romántica, un poco de sexo, malos muy malos y buenos muy buenos y una dosis controlada de la rica e inagotable historia europea del siglo XX.

Operación dulce no se desvía un ápice de esa triste receta y muestra ya la decadencia narrativa de un autor que ni siquiera proponiendo un juego tan previsible es capaz de construir algo medianamente aceptable, ligeramente entretenido.

Porque la novela cuenta a lo largo de 396 eternas páginas la historia de Serena, joven estudiante que es reclutada por el MI5 para desempeñarse como auxiliar, aunque más tarde le será encomendada la tarea de reclutar escritores para que escriban textos anticomunistas, y así ayudar a Occidente en su lucha contra el peligro rojo.

Hay que decir que la idea no parecía mala, sobre todo por la parte histórico-literaria, pero el lector rápidamente comprende que cuando cierre el libro no va a saber más sobre ese aspecto poco conocido de la guerra fría.

Llama la atención lo flojo de McEwan al contar la parte histórica de su relato, lo incompleto y anecdótico de cualquier información que desliza sobre el tema, la nula transmisión de la taquicardia mundial que se vivía en 1972, año en que se sitúa el relato. Por ahí se nombra al IRA, allá a Cuba, más allá todavía a los soviéticos, a los rumanos, y al final no queda nada: ni fresco de época, ni descripción de una idiosincrasia nacional, ni mirada original sobre nada.

Para colmo de males McEwan urde una historia de amor sin pies ni cabeza, con una protagonista que se pasa todo el libro extrañando al viejo profesor que la reclutó y que la hizo su amante en su momento, mientras se enamora de otro a quien debe espiar y manipular para cumplir la misión de su vida, que por cierto no es nada interesante.

Hay mucho de ridículo en varias escenas amorosas, abundancia de frases del estilo de “él susurraba su nombre y la acariciaba… ella tenía que decírselo”, y al final se tiene la triste sensación de que todo es una tomadura de pelo.

Parte de la crítica opina no obstante que McEwan escribe bien, que es casi un estilista, pero se trata de un espejismo. Porque si se mira detrás de las frases cortas bien hilvanadas que usa, del ritmo alocado de la voz narradora que nunca se cansa y de los ágiles diálogos que plantea, se observa claramente que McEwan es capaz de hablar sin parar durante horas, correctamente sí, pero sin decir nada.